TRES: LA PALOMA
Quiere decir que lo que yo aprendí del todo con el Peludo fue precisamente a independizarme con cabeza propia, carajo. A loquear, le decíamos. Porque él logró a lo largo de todas sus muestras lo que podrían definirse como saltos de tensión, y nunca le interesó otra cosa. Necesitaba exponer biopsias inéditas del tejido imaginativo a lo Miguel Ángel o Beethoven o Dostoievski o Vallejo o Felisberto Hernández o Marosa Di Giorgio, para nombrar referentes retorcedores o, mucho mejor dicho, distorsionantes, que lo obsesionaron más acá o más allá de sus vastísimas valoraciones o gustos.
Hasta que un día me tomé cuatro whiskolas dobles en un boliche y se me ocurrió escribirle una biografía y el Peludo se entusiasmó, aunque puso una condición: que le inventara otra vida.
Acepté. En el precioso libro-exposición de Jorge Abbondanza que editó Galería Latina había muchos datos y fotos, y enseguida fuimos a Solís de Mataojo con mi hijo Nacho a respirar el humus amniótico y después me largué a ficcionar encuentros con el biografiado en muy distintas épocas, a medida que abría los cuadros-puertas que abismaban los distintos capítulos a lo Carroll.
Reproduzco el Primer brazo del Túnel final, la noche que Torres García y Espínola Gómez velan solitariamente la sepultura cósmica del corazón de mi padre.
El túnel comunica directamente con el Paso Molino, donde viví hasta los 5 años. La calle Valentín Gómez muere en un Prado transfigurado que recuerda el paisaje de La anunciación de Leonardo. El liceo Bauzá no existe, aunque la iglesia de los Carmelitas se recorta con una estremeciente mansedumbre amarilla sobre el raso lunar.
Todas las Tardebuenas mi padre vaciaba el comedor y armaba un gran pesebre con arena y piedrones que acarreaba desde el Prado ayudado por mi abuelo materno, capataz de albañil. De noche abrían los postigos y el balcón se transformaba en un palco para el barrio.
Hoy no hay nadie en la calle. La luz del comedor se proyecta sobre el empedrado y la vereda de enfrente con sólida humildad, y encima del balcón vigila una paloma.
-Giovanetti era el hombre de la cuadra que pensaba por todos -dijo don Joaquín, observando un ciervito blanco de plástico que corría entre las piedras. -¿Qué le parece si sacamos ese juguete, Espínola? Desentona con lo áureo.
-NOOOO -sacudió una trompa escandalizada Manolo. -Disculpemé, maestro. Pero acá hay un testimonio de la más DURA HISTORIA (hoy tan desguazada por estos desmadrados tiempos modernos) que no tiene ningún desperdicio. Hágame caso.
-Bueno, pero no me llame maestro. Y no se olvide que la TRADICIÓN ÁUREA es la HISTORIA ANGULAR. No hay dureza más básica que la que nos religa con lo INVISIBLE, Cristo.
-¿Y entonces para qué nombra a Cristo? -se erizaron las cejas de Manolo. -¿Cristo era invisible, acaso? ¿O acaso usted es un obrador plástico que se disfraza de predicador cuando nos muestra esos inquilinatos de Mondrian más inhumanamente llenos de monigotes que un talud del Estadio?
Entonces Torres García estiró un brazo hacia el ciervito con ojos casi asesinos y Manolo lo frenó jadeando:
-¿Pero cómo puede ser que el hombre que pintó La colada y fundó LA SERENIDAD CÓSMICA DEL TIEMPO DEFINITIVAMENTE DETENIDO en la vida uruguaya se las agarre con una VOLUTA DE ARGAMASA OBRERADA que es MISTERIO HORADADO, carajo? ¿Estamos todos locos?
-No hay espíritu visible -gruñó Torres García, y yo me acordé de Tolstoi.
Pero en ese momento la paloma sobrevoló el pesebre para posarse en la cabeza blanca de don Joaquín y Manolo sentenció:
-Cuando PODAMOS DESFONDAR TODO EL MISTERIO con la misma certeza con la que ahora estamos VIENDO a esa paloma va a acabarse la muerte.
-¿De qué paloma me habla? -sonrió Torres García, crispando el entrecejo.
Demoré cuatro años en terminar el libro, y en la última página le hice decir a Manolo lo que él siempre consideró la poesía más profunda y más sencilla que se escribió en la historia del hombre:
Y tú Dios por quien todos vemos / y que ves las almas / dinos si todos un día / hemos de verte la cara.
Y sin embargo Espínola Gómez se definía como un místico que no creía en la trascendencia del alma.
Lezama Lima hubiera carcajeado: Los matreros son así.
Quiere decir que lo que yo aprendí del todo con el Peludo fue precisamente a independizarme con cabeza propia, carajo. A loquear, le decíamos. Porque él logró a lo largo de todas sus muestras lo que podrían definirse como saltos de tensión, y nunca le interesó otra cosa. Necesitaba exponer biopsias inéditas del tejido imaginativo a lo Miguel Ángel o Beethoven o Dostoievski o Vallejo o Felisberto Hernández o Marosa Di Giorgio, para nombrar referentes retorcedores o, mucho mejor dicho, distorsionantes, que lo obsesionaron más acá o más allá de sus vastísimas valoraciones o gustos.
Hasta que un día me tomé cuatro whiskolas dobles en un boliche y se me ocurrió escribirle una biografía y el Peludo se entusiasmó, aunque puso una condición: que le inventara otra vida.
Acepté. En el precioso libro-exposición de Jorge Abbondanza que editó Galería Latina había muchos datos y fotos, y enseguida fuimos a Solís de Mataojo con mi hijo Nacho a respirar el humus amniótico y después me largué a ficcionar encuentros con el biografiado en muy distintas épocas, a medida que abría los cuadros-puertas que abismaban los distintos capítulos a lo Carroll.
Reproduzco el Primer brazo del Túnel final, la noche que Torres García y Espínola Gómez velan solitariamente la sepultura cósmica del corazón de mi padre.
El túnel comunica directamente con el Paso Molino, donde viví hasta los 5 años. La calle Valentín Gómez muere en un Prado transfigurado que recuerda el paisaje de La anunciación de Leonardo. El liceo Bauzá no existe, aunque la iglesia de los Carmelitas se recorta con una estremeciente mansedumbre amarilla sobre el raso lunar.
Todas las Tardebuenas mi padre vaciaba el comedor y armaba un gran pesebre con arena y piedrones que acarreaba desde el Prado ayudado por mi abuelo materno, capataz de albañil. De noche abrían los postigos y el balcón se transformaba en un palco para el barrio.
Hoy no hay nadie en la calle. La luz del comedor se proyecta sobre el empedrado y la vereda de enfrente con sólida humildad, y encima del balcón vigila una paloma.
-Giovanetti era el hombre de la cuadra que pensaba por todos -dijo don Joaquín, observando un ciervito blanco de plástico que corría entre las piedras. -¿Qué le parece si sacamos ese juguete, Espínola? Desentona con lo áureo.
-NOOOO -sacudió una trompa escandalizada Manolo. -Disculpemé, maestro. Pero acá hay un testimonio de la más DURA HISTORIA (hoy tan desguazada por estos desmadrados tiempos modernos) que no tiene ningún desperdicio. Hágame caso.
-Bueno, pero no me llame maestro. Y no se olvide que la TRADICIÓN ÁUREA es la HISTORIA ANGULAR. No hay dureza más básica que la que nos religa con lo INVISIBLE, Cristo.
-¿Y entonces para qué nombra a Cristo? -se erizaron las cejas de Manolo. -¿Cristo era invisible, acaso? ¿O acaso usted es un obrador plástico que se disfraza de predicador cuando nos muestra esos inquilinatos de Mondrian más inhumanamente llenos de monigotes que un talud del Estadio?
Entonces Torres García estiró un brazo hacia el ciervito con ojos casi asesinos y Manolo lo frenó jadeando:
-¿Pero cómo puede ser que el hombre que pintó La colada y fundó LA SERENIDAD CÓSMICA DEL TIEMPO DEFINITIVAMENTE DETENIDO en la vida uruguaya se las agarre con una VOLUTA DE ARGAMASA OBRERADA que es MISTERIO HORADADO, carajo? ¿Estamos todos locos?
-No hay espíritu visible -gruñó Torres García, y yo me acordé de Tolstoi.
Pero en ese momento la paloma sobrevoló el pesebre para posarse en la cabeza blanca de don Joaquín y Manolo sentenció:
-Cuando PODAMOS DESFONDAR TODO EL MISTERIO con la misma certeza con la que ahora estamos VIENDO a esa paloma va a acabarse la muerte.
-¿De qué paloma me habla? -sonrió Torres García, crispando el entrecejo.
Demoré cuatro años en terminar el libro, y en la última página le hice decir a Manolo lo que él siempre consideró la poesía más profunda y más sencilla que se escribió en la historia del hombre:
Y tú Dios por quien todos vemos / y que ves las almas / dinos si todos un día / hemos de verte la cara.
Y sin embargo Espínola Gómez se definía como un místico que no creía en la trascendencia del alma.
Lezama Lima hubiera carcajeado: Los matreros son así.
CUATRO: PAX-LUX
En 2003 escribí, a pedido de Saúl Ibargoyen, esta nota de despedida para la revista mexicana El entrevero:
Fue un sábado con sol, después de agonizar durante varias semanas en un Centro de Terapia Intensiva, donde los intravenó la mejor de las certezas. Esa tarde pensé que iba a meterme en un velorio lleno de barrigazos oficiales y no encontré ni flores. La segunda sorpresa fue el cajón destapado y aquella serenísima coronación lunar que nos ofrecía el rostro del maestro.
Lo respaldaban y flanqueaban un caballete con un autorretrato grafitado en la década del ochenta y el titular que presidió su histórica retrospectiva del 2000:
ENTRE LA ENTRAÑA Y EL LÍMITE.
La familia que le quedaba a Manolo éramos una patrulla de amigos íntimos y los demás iban llegando de a poco. También se filtraba Bach (La pasión según San Mateo, a pedido expreso) desde el cubículo donde ardía el gran rigor, emulsionando el entrecruzamiento de las versiones explicatorias.
Yo había tenido la suerte de encontrarlo, dos martes atrás, desentubado y bien despierto. A los saludos que le amontoné me respondió murmurando: Ustedes saben cuánto los quiero. Y enseguida llegó el infaltable ¿Tus cosas andan bien? y me animé a desembuchar: Bien. ¿Y vos cómo andás?
Entonces cabeceó y aplomó una mirada terminante: Estamos viejos.
No quería seguir. El Hombre Nuevo lleno de PAX-LUX que últimamente no tenía ganas de hacer nada pero que siempre tuvo ganas de vivir se desembarazaba de este mundo con una inquebrantable fe en la especie y en el cosmos y una no menos profundísima desilusión del comparserío dirigencial que hizo tocar fondo a la cultura uruguaya en los últimos sesenta años. Alcanza con verlos jugar al fútbol para entender lo qué es esta decadencia total, decía cuando andaba bravo.
Manolo nunca se casó ni tuvo hijos. Pasaba muchas horas en boliches que elegía como apostaderos temporarios para conversar con quien se le sentara enfrente y contemplar la vida. No vendía sus cuadros y vivía de una jubilación y una pensión que cada vez le daban para menos. Ya hacía años que no soñaba con ver terminado el museo que ahora sí (mortis obliga, que no rigor noble) se destinó a sus obras.
Esa noche pasé por el boliche más clásico y en la mesa donde se recortaba su montañosa melena blanca había flores y una vela. Allí lo escuché dar con su voz de sofar una lección tan sencilla y memorable como un koan. Un pintor bastante joven comentó la exposición de un colega comentando: Está bien.
Y a Manolo se le encabritaron las cejas y los lunares de su inajable rostro de galán y corrigió:
El problema es que las cosas no hay que hacerlas bien. Hay que hacerlas muy bien.
Lo enterramos el domingo muy temprano y aquella noche me sorprendí redondeándoles este balance a unos amigos que visité: El velorio fue una fiesta. Humilde. Despojada. Sin pelucones-cuervos ni flores podridas. Una fiesta. Delicada.
Y fue recién dos domingos después que leí en El País este testimonio de Magalí Sánchez:
Manolo tendría unos catorce años cuando asistió a un velatorio en su Solís de Mataojo que lo marcaría para siempre. Según contaba, la viuda cubrió, desprolijamente y con gran ternura, el rostro de su marido, con un tul, algo que parecía no tener ninguna importancia. “Sin embargo, eso fue importantísimo” decía Manolo. Con eso, la señora protegió la intimidad del muerto sin exponer su cara tan crudamente”. Y además siempre me dijo: “Yo quiero ver a la muerte llegando, mirarla a la cara, y uno tiene que estar en el cajón preparado como para echarse a andar”. Sobre el pecho, idea de Arotxa, pusimos el pincel con el que pintó el Polifocalismo.
Entonces comprendí que el Peludo nos había revelado su último recoveco en el ágape clave. Y que yo, por lo menos, no descifré qué era lo que le otorgaba a aquel rostro su ingravidez lunar.
Un delgadísimo pedacito de tela era capaz de perforar / transparentar la irrealidad caricaturesca de la parca.
Porque sólo la muerte / construye la espesura del amor, grabó sobre la piedra Juan Carlos Macedo, que también se despidió un sábado con sol.
Y esa es la verdad purísima, vallejiana, ecuménica, más allá de cualquier desencuentro filosófico que pueda distanciarnos.
Y a la cultura liberadora hay que rehacerla muy bien. O reinan los misiles.
Fue un sábado con sol, después de agonizar durante varias semanas en un Centro de Terapia Intensiva, donde los intravenó la mejor de las certezas. Esa tarde pensé que iba a meterme en un velorio lleno de barrigazos oficiales y no encontré ni flores. La segunda sorpresa fue el cajón destapado y aquella serenísima coronación lunar que nos ofrecía el rostro del maestro.
Lo respaldaban y flanqueaban un caballete con un autorretrato grafitado en la década del ochenta y el titular que presidió su histórica retrospectiva del 2000:
ENTRE LA ENTRAÑA Y EL LÍMITE.
La familia que le quedaba a Manolo éramos una patrulla de amigos íntimos y los demás iban llegando de a poco. También se filtraba Bach (La pasión según San Mateo, a pedido expreso) desde el cubículo donde ardía el gran rigor, emulsionando el entrecruzamiento de las versiones explicatorias.
Yo había tenido la suerte de encontrarlo, dos martes atrás, desentubado y bien despierto. A los saludos que le amontoné me respondió murmurando: Ustedes saben cuánto los quiero. Y enseguida llegó el infaltable ¿Tus cosas andan bien? y me animé a desembuchar: Bien. ¿Y vos cómo andás?
Entonces cabeceó y aplomó una mirada terminante: Estamos viejos.
No quería seguir. El Hombre Nuevo lleno de PAX-LUX que últimamente no tenía ganas de hacer nada pero que siempre tuvo ganas de vivir se desembarazaba de este mundo con una inquebrantable fe en la especie y en el cosmos y una no menos profundísima desilusión del comparserío dirigencial que hizo tocar fondo a la cultura uruguaya en los últimos sesenta años. Alcanza con verlos jugar al fútbol para entender lo qué es esta decadencia total, decía cuando andaba bravo.
Manolo nunca se casó ni tuvo hijos. Pasaba muchas horas en boliches que elegía como apostaderos temporarios para conversar con quien se le sentara enfrente y contemplar la vida. No vendía sus cuadros y vivía de una jubilación y una pensión que cada vez le daban para menos. Ya hacía años que no soñaba con ver terminado el museo que ahora sí (mortis obliga, que no rigor noble) se destinó a sus obras.
Esa noche pasé por el boliche más clásico y en la mesa donde se recortaba su montañosa melena blanca había flores y una vela. Allí lo escuché dar con su voz de sofar una lección tan sencilla y memorable como un koan. Un pintor bastante joven comentó la exposición de un colega comentando: Está bien.
Y a Manolo se le encabritaron las cejas y los lunares de su inajable rostro de galán y corrigió:
El problema es que las cosas no hay que hacerlas bien. Hay que hacerlas muy bien.
Lo enterramos el domingo muy temprano y aquella noche me sorprendí redondeándoles este balance a unos amigos que visité: El velorio fue una fiesta. Humilde. Despojada. Sin pelucones-cuervos ni flores podridas. Una fiesta. Delicada.
Y fue recién dos domingos después que leí en El País este testimonio de Magalí Sánchez:
Manolo tendría unos catorce años cuando asistió a un velatorio en su Solís de Mataojo que lo marcaría para siempre. Según contaba, la viuda cubrió, desprolijamente y con gran ternura, el rostro de su marido, con un tul, algo que parecía no tener ninguna importancia. “Sin embargo, eso fue importantísimo” decía Manolo. Con eso, la señora protegió la intimidad del muerto sin exponer su cara tan crudamente”. Y además siempre me dijo: “Yo quiero ver a la muerte llegando, mirarla a la cara, y uno tiene que estar en el cajón preparado como para echarse a andar”. Sobre el pecho, idea de Arotxa, pusimos el pincel con el que pintó el Polifocalismo.
Entonces comprendí que el Peludo nos había revelado su último recoveco en el ágape clave. Y que yo, por lo menos, no descifré qué era lo que le otorgaba a aquel rostro su ingravidez lunar.
Un delgadísimo pedacito de tela era capaz de perforar / transparentar la irrealidad caricaturesca de la parca.
Porque sólo la muerte / construye la espesura del amor, grabó sobre la piedra Juan Carlos Macedo, que también se despidió un sábado con sol.
Y esa es la verdad purísima, vallejiana, ecuménica, más allá de cualquier desencuentro filosófico que pueda distanciarnos.
Y a la cultura liberadora hay que rehacerla muy bien. O reinan los misiles.
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