UNO: PALABRA
En el otoño del 75 fundamos la revista cultural Palabra junto con Saúl Ibargoyen, el ya mítico plástico Manuel Espínola Gómez, el poeta y médico Juan Carlos Macedo, el narrador Tarik Carson, el poeta Víctor Cunha y el narrador y teatrista Ricardo Grasso, a los que se agregarían el poeta y narrador Leonidas Spatakis y la profesora y crítica literaria Laura Oreggioni.
La entrevista con Manolo fue en un boliche de la esquina de El Gaucho, y ya esa noche el hombre cincuentón y de rampante andadura juglaresca que se transformaría en mi biografiado y en mi maestro matrero me abrigó contándonos que a fin de año pensaba exponer en la Galería Losada unos serenísimos paisajes geométricos impregnados de las asombrosas claridades de su Solís de Mataojo natal.
A Juan Carlos Macedo, que acababa de publicar la plaqueta Durar, título que terminó iconizando toda su espiral poética, lo conocí en su humildísima casa donde el pan de sus ojos y la gratia plena de su mujer y sus hijas muy chicas transformaban las reuniones en cenas de maná.
La censura dictatorial nos obligó a ir formando un fondo de material con hondura de acueducto político, como le gustaba metaforizar a Vallejo, y ningún chisperío de barricada, lo que de paso ayudaba enormemente a excavar en la simbología arquetípica y no sociologizar con sequedad positivista.
Espínola se había dejado tragar durante más de diez años por su militancia en el gremio de los plásticos y propuso de entrada aprobar los materiales por unanimidad, porque ya no toleraba ninguna concesión o maniobra oportunista o aliancista con los nombretes de peso y eso nos trajo alguna violenta discusión colectiva que sobrellevamos con verdadera hermandad. Ahora importaba más la específica prospección cultural que la rivalidad primereadora de las vanguardias más o menos marxistas.
Una noche que yo andaba con la camioneta de mi viejo Manolo me propuso ir a comer a una parrilladita de mala muerte que había cerca del zoológico y me explicó que él podía pagar su parte recién a fin de mes, cuando cobrara la jubilación. Y allí me volvió a hablar de los paisajes geométricos mientras devoraba una gigantesca morcilla dulce que pidió de postre: Con esta serie lo que me importa es hacer Mozart. Esa serenidad para esperar la muerte.
Y cuando le pregunté si se podía ver alguno de los cuadros que iba a exponer en menos de tres meses chistó contrariado: Todavía no los pinté. Esto de la revista no me deja empezar. Pero en cualquier momento voy a ver si me largo a meterles el diente. Y yo pensé que estaba completamente loco.
Leonidas Spatakis era un hombre ya sesentón que había perdido un hijo de dieciocho años en 1972 y lo elegimos como director de la revista porque acababa de afiliarse al Partido y todavía no debía estar fichado. Mediría un metro cincuenta y cinco a rabiar, y jamás voy a saber por qué mi detective Isabelino Pena tiene la gran nariz grumosa y el jopo jolivudense y la agilidad ardillesca de Leonidas. Y estoy hablando de mi Marlowe y no de mi Quijote. Un viejito preciosamente sano no muere arrepentido de haber salido a defender su costilla inmaculada.
La censura de los milicos aprobó la publicación de Palabra pero el Ministerio del Interior secuestró los plomos cuando ya la estaban imprimiendo y nos quedamos sin la revista y sin la plata que conseguimos vendiendo bonos. Spatakis las pasó bravas declarando durante horas y esa tarde me largué en la camioneta a avisarle a Manolo, que todavía vivía en el taller de Avenida Brasil, y cuando me gritó que pasara lo encontré terminando Cierto regreso, cierta continuidad, cierto sueño y tuve tiempo de vichar el ya terminado Más allá de nuestros días.
Entonces la espesura visible del reino que solamente él pinto en el Uruguay, porque la grandeza torresgarciana no horadó la irradiación de la sagrada invisibilidad, me hizo retroceder el horror con la contundencia inapelable de Mozart. Manolo ya estaba elefantiásico y le avisé lo de la revista y gruñó y salí rajando mientras él volvía a descargar el pincel percutiente con medio cuerpo desnudo y las cejas al viento.
Y el 18 de noviembre se estrenó la exposición de los ocho cuadros polifocalistas en Galería Losada y fuimos con mis padres y Rosina y desde allí cruzamos al Millington Drake, donde Álvaro Pierri daba su primer concierto después de ganar el Concurso Internacional de Guitarra de París con medalla de oro.
¿Y ahora cómo hacía el fascismo para prohibir que la platería del barroco matrero que empezó amasando Fabini en Solís de Mataojo y José Pierre Sapere en Pan de Azúcar nos impregnara con una todopoderosa sed de cielazos?
DOS: EL TINGUIÑAZO
En el 81 publiqué en la revista mexicana Plural, por encargo de Saúl Ibargoyen, un extenso artículo a propósito de la histórica retrospectiva de Manolo que organizó la recién inaugurada Galería Latina. Después pasamos once años sin vernos y cuando nos reencontramos él ya estaba instalado en un gigantesco local céntrico que le cedió el Estado en comodato por tres décadas para la construcción de su futuro museo, a cambio de veintiocho de sus obras.
Ya no íbamos a interrumpir la amistad, y Manolo o el Peludo me pegó otro tinguiñazo aunque no estrictamente literario, como me pasó con Bukowski, y en el folleto 10 CAPITANES DEL VUELO / RETRATOS PARA DESARMAR, que publiqué en 2004, lo definí así:
Máximo juglar matrero que tuvo la suave patria: un obelisco autodidacta de cuño ruralísimo y paridor de un friso plástico-verbal de indescifrables espiralamientos barrocos, escatológicos, brutales, suprahumanos.
Nueve años antes, organizando un dossier para la revista Fundación, había entrevistado a Guillermo Fernández -en este caso un maestro de raíz torresgarciana que terminó buceando a contrapelo en el subsuelo criollo- y accedido, por fin, a un enfoque conciso del tan poco comprendido periplo de Manolo:
A mí recién se me hizo patente recién después de la lectura de La expresión americana, ese sorprendente ensayo de Lezama Lima, que de alguna manera Espínola recogía naturalmente, en su expresión y en su manera de reflexionar, esa especie de “piso” que subyace en nuestra cultura criolla y que desgraciadamente la evolución de la cultura moderna francesa -que fue la que aquí marcó la enseñanza, la formación de programas y toda una mentalidad, diríamos- desconoció. No sólo no se interpretó ese mundo que estaba lleno de aportes, sino que, con Sarmiento a la cabeza, se lo tachó de “bárbaro”.
Ahora bien, Lezama Lima observaba que mientras el barroco portugués y el español entró hasta transformarse en arte popular en las cabezas imperiales de América -México, Perú y Brasil- y dio lugar a un barroco recreado con aportes técnicos y gráficos propios, en el sur, o sea en el área del Río de la Plata, donde no había oro y el mundo era más pobre, el ingenio del barroco había pasado al idioma popular. Y observaba los giros que habían quedado en el habla, e inclusive veía al Martín Fierro como una culminación de esa inteligencia y esa fineza del idioma que venían de una gran tradición recogida por vía oral y analfabeta en una gran proporción. Y esa es la tradición que subyace en el caso de Espínola.
No olvidemos, además, que en esa cultura conviven las tradiciones de la cultura popular y de la artesanía criolla: la platería, por ejemplo, o el trenzado u otros quehaceres que se vinculan al uso cotidiano. La platería criolla es una mezcla de todo el ornamento barroco español con el oficio que traían los tapes misioneros del Perú. Eso ya es de una factura sintética, digamos: hay un proceso de elaboración que genera cuchillos o espuelas distintas a las españolas. Claro que eso no sucederá en lo que tiene que ver con la ornamentación misionera -pinturas, tallas y toda una orfebrería fantástica- que queda perdida ya a partir de los comienzos de nuestra institucionalización como país. En el Uruguay no hay entonces una tradición de pintura barroca como puede encontrarse en el Perú, por ejemplo.
Quiere decir que las influencias pictóricas recibidas por Espínola son las que recibió todo el Río de la Plata, de eso no hay ninguna duda. Pero él las procesó muy bien y de una manera absolutamente personal, y tal vez importe mucho el hecho de que su formación se haya producido tan cerca de Eduardo Fabini. Porque si bien Espínola no es músico Fabini le da un tono, digamos, de interpretación y de exigencia, que lo vincula a un nivel de calidad. Después él hará un proceso pictórico donde, aun variando los estilos y las formas -como sucedió en la época de las bienales, con la asimilación de toda la pintura abstracta- siempre mantiene una especie de precisión y un don de claridad que le es muy característico. Se plantee lo que se plantee, Espínola siempre conserva una claridad de lenguaje pictórico. Pero además posee lo que podría definirse como un particular ingenio ornamental, una capacidad imaginativa barroca que se demuestra en sus trabajos gráficos y especialmente en la preciosa decoración del actual Edificio Independencia.
Y todo ese particularísimo carácter de expresión, todo ese don para lo imaginario lo hereda del barroco de la Contrarreforma, un arte de una enorme ingeniería funcional controlada. Allí se utilizan cánones para ir construyendo una imagen que siempre posee potencia y expansión, y que está siempre vinculada a un contenido religioso.
En el otoño del 75 fundamos la revista cultural Palabra junto con Saúl Ibargoyen, el ya mítico plástico Manuel Espínola Gómez, el poeta y médico Juan Carlos Macedo, el narrador Tarik Carson, el poeta Víctor Cunha y el narrador y teatrista Ricardo Grasso, a los que se agregarían el poeta y narrador Leonidas Spatakis y la profesora y crítica literaria Laura Oreggioni.
La entrevista con Manolo fue en un boliche de la esquina de El Gaucho, y ya esa noche el hombre cincuentón y de rampante andadura juglaresca que se transformaría en mi biografiado y en mi maestro matrero me abrigó contándonos que a fin de año pensaba exponer en la Galería Losada unos serenísimos paisajes geométricos impregnados de las asombrosas claridades de su Solís de Mataojo natal.
A Juan Carlos Macedo, que acababa de publicar la plaqueta Durar, título que terminó iconizando toda su espiral poética, lo conocí en su humildísima casa donde el pan de sus ojos y la gratia plena de su mujer y sus hijas muy chicas transformaban las reuniones en cenas de maná.
La censura dictatorial nos obligó a ir formando un fondo de material con hondura de acueducto político, como le gustaba metaforizar a Vallejo, y ningún chisperío de barricada, lo que de paso ayudaba enormemente a excavar en la simbología arquetípica y no sociologizar con sequedad positivista.
Espínola se había dejado tragar durante más de diez años por su militancia en el gremio de los plásticos y propuso de entrada aprobar los materiales por unanimidad, porque ya no toleraba ninguna concesión o maniobra oportunista o aliancista con los nombretes de peso y eso nos trajo alguna violenta discusión colectiva que sobrellevamos con verdadera hermandad. Ahora importaba más la específica prospección cultural que la rivalidad primereadora de las vanguardias más o menos marxistas.
Una noche que yo andaba con la camioneta de mi viejo Manolo me propuso ir a comer a una parrilladita de mala muerte que había cerca del zoológico y me explicó que él podía pagar su parte recién a fin de mes, cuando cobrara la jubilación. Y allí me volvió a hablar de los paisajes geométricos mientras devoraba una gigantesca morcilla dulce que pidió de postre: Con esta serie lo que me importa es hacer Mozart. Esa serenidad para esperar la muerte.
Y cuando le pregunté si se podía ver alguno de los cuadros que iba a exponer en menos de tres meses chistó contrariado: Todavía no los pinté. Esto de la revista no me deja empezar. Pero en cualquier momento voy a ver si me largo a meterles el diente. Y yo pensé que estaba completamente loco.
Leonidas Spatakis era un hombre ya sesentón que había perdido un hijo de dieciocho años en 1972 y lo elegimos como director de la revista porque acababa de afiliarse al Partido y todavía no debía estar fichado. Mediría un metro cincuenta y cinco a rabiar, y jamás voy a saber por qué mi detective Isabelino Pena tiene la gran nariz grumosa y el jopo jolivudense y la agilidad ardillesca de Leonidas. Y estoy hablando de mi Marlowe y no de mi Quijote. Un viejito preciosamente sano no muere arrepentido de haber salido a defender su costilla inmaculada.
La censura de los milicos aprobó la publicación de Palabra pero el Ministerio del Interior secuestró los plomos cuando ya la estaban imprimiendo y nos quedamos sin la revista y sin la plata que conseguimos vendiendo bonos. Spatakis las pasó bravas declarando durante horas y esa tarde me largué en la camioneta a avisarle a Manolo, que todavía vivía en el taller de Avenida Brasil, y cuando me gritó que pasara lo encontré terminando Cierto regreso, cierta continuidad, cierto sueño y tuve tiempo de vichar el ya terminado Más allá de nuestros días.
Entonces la espesura visible del reino que solamente él pinto en el Uruguay, porque la grandeza torresgarciana no horadó la irradiación de la sagrada invisibilidad, me hizo retroceder el horror con la contundencia inapelable de Mozart. Manolo ya estaba elefantiásico y le avisé lo de la revista y gruñó y salí rajando mientras él volvía a descargar el pincel percutiente con medio cuerpo desnudo y las cejas al viento.
Y el 18 de noviembre se estrenó la exposición de los ocho cuadros polifocalistas en Galería Losada y fuimos con mis padres y Rosina y desde allí cruzamos al Millington Drake, donde Álvaro Pierri daba su primer concierto después de ganar el Concurso Internacional de Guitarra de París con medalla de oro.
¿Y ahora cómo hacía el fascismo para prohibir que la platería del barroco matrero que empezó amasando Fabini en Solís de Mataojo y José Pierre Sapere en Pan de Azúcar nos impregnara con una todopoderosa sed de cielazos?
DOS: EL TINGUIÑAZO
En el 81 publiqué en la revista mexicana Plural, por encargo de Saúl Ibargoyen, un extenso artículo a propósito de la histórica retrospectiva de Manolo que organizó la recién inaugurada Galería Latina. Después pasamos once años sin vernos y cuando nos reencontramos él ya estaba instalado en un gigantesco local céntrico que le cedió el Estado en comodato por tres décadas para la construcción de su futuro museo, a cambio de veintiocho de sus obras.
Ya no íbamos a interrumpir la amistad, y Manolo o el Peludo me pegó otro tinguiñazo aunque no estrictamente literario, como me pasó con Bukowski, y en el folleto 10 CAPITANES DEL VUELO / RETRATOS PARA DESARMAR, que publiqué en 2004, lo definí así:
Máximo juglar matrero que tuvo la suave patria: un obelisco autodidacta de cuño ruralísimo y paridor de un friso plástico-verbal de indescifrables espiralamientos barrocos, escatológicos, brutales, suprahumanos.
Nueve años antes, organizando un dossier para la revista Fundación, había entrevistado a Guillermo Fernández -en este caso un maestro de raíz torresgarciana que terminó buceando a contrapelo en el subsuelo criollo- y accedido, por fin, a un enfoque conciso del tan poco comprendido periplo de Manolo:
A mí recién se me hizo patente recién después de la lectura de La expresión americana, ese sorprendente ensayo de Lezama Lima, que de alguna manera Espínola recogía naturalmente, en su expresión y en su manera de reflexionar, esa especie de “piso” que subyace en nuestra cultura criolla y que desgraciadamente la evolución de la cultura moderna francesa -que fue la que aquí marcó la enseñanza, la formación de programas y toda una mentalidad, diríamos- desconoció. No sólo no se interpretó ese mundo que estaba lleno de aportes, sino que, con Sarmiento a la cabeza, se lo tachó de “bárbaro”.
Ahora bien, Lezama Lima observaba que mientras el barroco portugués y el español entró hasta transformarse en arte popular en las cabezas imperiales de América -México, Perú y Brasil- y dio lugar a un barroco recreado con aportes técnicos y gráficos propios, en el sur, o sea en el área del Río de la Plata, donde no había oro y el mundo era más pobre, el ingenio del barroco había pasado al idioma popular. Y observaba los giros que habían quedado en el habla, e inclusive veía al Martín Fierro como una culminación de esa inteligencia y esa fineza del idioma que venían de una gran tradición recogida por vía oral y analfabeta en una gran proporción. Y esa es la tradición que subyace en el caso de Espínola.
No olvidemos, además, que en esa cultura conviven las tradiciones de la cultura popular y de la artesanía criolla: la platería, por ejemplo, o el trenzado u otros quehaceres que se vinculan al uso cotidiano. La platería criolla es una mezcla de todo el ornamento barroco español con el oficio que traían los tapes misioneros del Perú. Eso ya es de una factura sintética, digamos: hay un proceso de elaboración que genera cuchillos o espuelas distintas a las españolas. Claro que eso no sucederá en lo que tiene que ver con la ornamentación misionera -pinturas, tallas y toda una orfebrería fantástica- que queda perdida ya a partir de los comienzos de nuestra institucionalización como país. En el Uruguay no hay entonces una tradición de pintura barroca como puede encontrarse en el Perú, por ejemplo.
Quiere decir que las influencias pictóricas recibidas por Espínola son las que recibió todo el Río de la Plata, de eso no hay ninguna duda. Pero él las procesó muy bien y de una manera absolutamente personal, y tal vez importe mucho el hecho de que su formación se haya producido tan cerca de Eduardo Fabini. Porque si bien Espínola no es músico Fabini le da un tono, digamos, de interpretación y de exigencia, que lo vincula a un nivel de calidad. Después él hará un proceso pictórico donde, aun variando los estilos y las formas -como sucedió en la época de las bienales, con la asimilación de toda la pintura abstracta- siempre mantiene una especie de precisión y un don de claridad que le es muy característico. Se plantee lo que se plantee, Espínola siempre conserva una claridad de lenguaje pictórico. Pero además posee lo que podría definirse como un particular ingenio ornamental, una capacidad imaginativa barroca que se demuestra en sus trabajos gráficos y especialmente en la preciosa decoración del actual Edificio Independencia.
Y todo ese particularísimo carácter de expresión, todo ese don para lo imaginario lo hereda del barroco de la Contrarreforma, un arte de una enorme ingeniería funcional controlada. Allí se utilizan cánones para ir construyendo una imagen que siempre posee potencia y expansión, y que está siempre vinculada a un contenido religioso.
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