viernes

9 / 1 OBDULIO JACINTO VARELA [Capitanes del Vuelo]


TRES: EL BARRO

El Negro Jefe tenía treinta y tres años y ya había investigado todos los universos que caben adentro de una cancha, pero nunca había jugado un Mundial.

Una vez no tuvo más remedio que ir a buscar a su gran amigo Gambetta a la casa porque le había hecho una muy jodida y pudieron hacer las paces jugando al truco muy encopados durante una semana. En el próximo clásico, sin embargo, cuando salieron a la cancha y Schubert se le acercó, Obdulio lo dejó con la mano en el aire: Mire, puede ser que yo a usted lo conozca pero de vista, nomás. Ahora ya no me acuerdo.

Y el lunes arrancó temprano para la casa del Mono y le explicó a través de la puerta que el otro no quiso abrirle: Dejate de joder, che. ¿Todavía no aprendiste que adentro de la cancha somos enemigos y nos tenemos que odiar? Ahora nos jugamos todos los trucos que quieras por el vino y te invito a un asadito.

En el tercer partido jugado en Pacaembú contra España bajo una lluvia negra casi quedamos eliminados y Obdulio lo empató desde 25 metros pateando más barro que nada y Juan López lo encontró llorando a los gritos en el vestuario:

¿Te das cuenta, carajo? ¿Qué van a decir ahora el Gallego Lorenzo y los demás campeones? ¡Que pa venir a pasar vergüenza no hubiéramos venido!

En el prólogo de Maracaná / Los laberintos del carácter el historiador y ex-seleccionado juvenil Gerardo Caetano define con una gracia de calado lamentablemente cada vez menos utilizada en la mayoría de los studs -blasfemándolo a lo Espínola Gómez- donde se prepara a nuestros sabios oficiales para primerear en el coliseo global de la soberbia:

El recuerdo de Maracaná constituye uno de los relatos que marcaron mi infancia. En más de un sentido, descubrí al Uruguay y al fútbol desde el orgullo que me producía saber de aquellas hazañas, seguir la narración de aquella épica de 1950 que tanto se parecía a un pasado fundante, a una de esas historias que definen a una sociedad en tanto comunidad espiritual.

Y termina acorralándonos con la pregunta clave:

¿Cómo volver efectivamente Maracaná contemporáneo cincuenta años después?

Bueno, yo creo que el Capitán de Todos -en el caso de haber podido berrear algo entre aquel flemerío que le debe haber chorreado seguramente hasta los cojones en el vestuario de Pacaembú- se lo hubiese contestado con un inapelable diagnóstico de Cadícamo:

-Si entre el humo del ambiente / hoy te arrastra la corriente / mañana te quiero ver.

Porque acababa de darse cuenta que ahora los enemigos eran todos los mandamases de todos los países que querían manosear a los sacratísimos pueblos nada más que para lustrarse el ego.

Y que ser culto de verdad en este vertiginoso coágulo terráqueo es tenerle tanta fe a nuestro corazón como para poder pasarse conversando toda una mañana con los pajaritos, por ejemplo. Aunque parezca cómico.

Y que la fe en el vuelo del corazón es lo único superior al odio, en cualquier cancha. Y que la tenemos que parir, además. Nadie puede injertártela.

Después de la final, un periodista gaúcho que tituló su nota Entonces, surgió un caudillo, relató con precisión telescópica:

Y el Prefecto habló. Tal como Napoleón antes de sus más famosas batallas, el gran hombre dijo: “Doscientas mil personas os contemplan en este Estadio (…) y más de 50 millones de brasileños os acompañan a través de la radio. Id y venced”. Era mucho para once pobres “chutadores”, que nunca llegaron a pensar pudiese algún día la suerte refugiarse en la punta de sus zapatos. Ellos eran once generales sin soldados, cada cual buscando improvisar el plan de batalla, de la mejor manera posible. Después de aquel discurso, los simples deportistas pasaron a ser hombres de Estado. Y esa conciencia exagerada de la noción de responsabilidad, perturbó el raciocinio de los rapazes. (…) Entonces fue que surgió una especie de caudillo en el campo, un ciudadano llamado Obdulio Varela. Para que sus pupilos se portasen como hombres, él les dio el ejemplo: enfrentó a la torcida, enfrentó al juez, enfrentó a todas estrellas del equipo brasileño. (…) Marcado ya el primer tanto brasileño, protestó ante el referee. (…) Quiso interrumpir el partido para que el juez principal oyese a su auxiliar. (…) Gritaba, exigía, sacudía los brazos espectacularmente, exigiendo la resistencia y la ofensiva de sus compañeros. Y por más que se lo quiso ver como jugador indisciplinado, reclamador, temperamental, yo veía en él al caudillo de los campos orientales.


CUATRO: LOS DE PALO

El año pasado, muy pocos días antes de su muerte, vi por televisión a Oscar Omar Míguez contando que la mañana de la final se cruzó con un dirigente uruguayo que le preguntó cómo la veía y que él atinó a muequear:

Para mí que ganamos dos a uno.

Y que el otro no solamente no le dio la menor pelota sino que corrigió la consulta, como si se disculpara:

Lo que quería saber es si pensás que podemos sacarla con dignidad. Perder por menos de cuatro, por ejemplo.

La mañana del sábado Obdulio se había levantado muy temprano y salido a matear recorriendo el barrio como si tal cosa, aunque durante la práctica los muchachos se dieron cuenta que andaba con los pajaritos. Y el tobillo muy inflamado.

Dionisio Vera abismaría con su extraordinaria lupa periodística el revoltijo interior del juglar recién al volver a Montevideo:

La hinchazón rebelde y dolorosa de un tobillo amenazaba con mantenerle al margen de la final. El tratamiento se seguía riguroso, pero tampoco había caso. Lo consultaron a él, y él dijo que en ese partido jugaba de cualquier manera. Los cabezazos con que machacó su afirmación terminaron con todas las discusiones, y Juan López, con esa alma grande que es él mismo, encontró perfectamente razonable y justa la afirmación de Jacinto. Así entró a la cancha: con el alma en un hilo, según todos creímos, olvidándonos que aquel hilo no era tal, sino que era un cordón de nervios trenzado por su inquebrantable voluntad.

El Negro Jefe ya sabía, además, que cuatro dirigentes y dos periodistas habían vuelto a Montevideo en un avión lujoso de Panair para no pasar vergüenza y aprovechar el lunes sánguche del 17, lo que lo hizo calentarse hasta vociferar por primera vez nuestro verso más célebre.

Ya ven que yo no estaba tan equivocado; es muy difícil que alguno de los dirigentes no muestre la hilacha. ¿Los periodistas? Hacen la suya y viva la cara de ellos. Pero miren que los asustados no son solo los que rajaron; del chucho la mayoría que se quedó no se anima ni a abrir la boca… Por eso les digo, LOS DE AFUERA SON DE PALO. ¿Ustedes vieron un partido que se ganó sin jugar? Tengo mucha “catanga” en esto, vinimos a ganar la Copa del Mundo…

A las doce y media del domingo subieron a la bañadera cantando el clásico Vayan pelando la chaucha, la retirada del 32 de los Asaltantes con Patente y el himno obligatorio heredado de los maestros:

Uruguayos Campeones de América y del Mundo…

Y de golpe Obdulio pidió para bajar en la Iglesia de La Merced junto con Ernesto Vidal, igual que la mañana del 8 a 0 en Belo Horizonte.

“¡Yo jamás había entrado a una y ni me acordaba de haber visto a un cura en la calle!”, se completó la historia en una nota que publicó El País el 25 de julio: Entró con Vidal, pero al rato se encontró solo, parado reverente contra una columna, como al entrar, esperando que el oficio terminara para volver al hotel. Pero la cosa iba muy larga, Obdulio consultó el reloj ¡noventa y cinco minutos! ¡Este partido tenía que haber terminado! Y salió. En la puerta lo esperaba “el Patrullero” muerto de risa: “¡Che, bárbaro! ¡Te escuchaste dos misas seguidas…! Cuando estaban en Canindé el mismo rito, solo que antes del partido con Suecia cuando bajaron, intentaron seguirlos las señoras de dos dirigentes que los acompañaban, pero Obdulio puso las cosas en claro. “La promesa la hicimos el petiso y yo, si se bajan más, ya es relajo”.

Los 90 minutos de la final ya han sido muy desmenuzados, pero nunca estará demás citar lo que contó Rodríguez Andrade a propósito de la reacción del caudillo después del gol de Friaça, porque esto vale más que los números finales de cualquier resultado:

Protestó, discutió con medio mundo para enfriar el partido. Y cuando enfiló al medio siempre con la pelota bajo el brazo, con un paso poco menos que marcial, con su vozarrón tapó los gritos -a esa altura eran silbidos por la demora- y dijo “¡Vamos que a estos japoneses les ganamos!”.

Ahora Obdulio sentía que era su pueblo entero el que tenía el alma en orsai y entendió que lo único que te defiende a la hora de la desesperación es la brasa porfiada y que si te portás bien de verdad No fim tudo dá certo, como dicen los macacos.

Y esa noche se cortó solo del hotel donde los muchachos tuvieron que salir a vintenear unos sánguches y unas cervezas para festejar el milagro imprevisible y se emborrachó larguísimamente junto con los derrotados del otro pueblo.





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