UNO: LOS BEATLES
La primera balada rockera que me enamoró fue Vida mía, un tema de los hermanos Carrión en versión de Los Gatos, liderados en 1964 por nuestro Bob Dylan: Gastón Ciarlo, “Dino”. El Club de los Gatos se emitía por Radio Ariel, donde el jovencísimo Dino era compañero de trabajo del locutor y musicante aficionado y periodista Alfredo Zitarrosa y el sonidista Juan Carlos Borde, que ya estaba casado con Olga Pierri.
Lamentablemente, el material grabado por Los Gatos en los estudios de la radio nunca llegó al disco. Pero yo enseguida me euforicé con Beatlemanía, el programa diario dedicado a los Beatles que dirigía Elías Turubich en Radio Sarandí.
Entonces empezó la pelea por sacar en la guitarra las canciones de John, Paul, George y Ringo que no sabía enseñarte ningún profesor y la desconcertante comprobación de que aquella aparentemente fácil sencillez de los muchachos de Liverpool era casi siempre irreproducible tal cual sonaba.
Pasó mucho tiempo antes que uno pudiera entender la importancia que tuvo la producción musical de George Martin y todo lo misterioso que hay en la conexión de los cuatro genios púberes con aquel quinto elemento portador de una gracia de profundidad y retoque capaz de religarlos con la gran música europea y que hizo desembocar a los peludos en la concreción del discurso de mayor proyección espiritual a nivel planetario que conoció el siglo.
Los rioplatenses ya teníamos construida hacía décadas nuestra fabulosa redondez tanguera y tanto los Estados Unidos como los trópicos desbordaban de jazz y rock y sones y boleros y cumbias y sambas mestizas, a las que se agregaron la bossa-nova cincuentista en el Brasil y la gran canción rural en el Cono Sur. Pero los Beatles, para hablarlo en Cortázar, despeinaron al mundo.
Y enseguida tengo que revertir el verbo, porque me recuerdo una tardecita escuchando a la primera banda que se formó en el barrio. Las casas de Punta Gorda se conectan a través de gigantescos fondos, y de golpe If I fell voló desde un garage y pareció peinarme como lo haría el mismísimo Mendelssohn treinta años después, y con una terapia mediante.
En el otoño del 66 me encepó la primera de las tres crisis de horror a la nada que zanjearon mi vida y me obligaron a entrenarme en el salto largo y alto que nos lleva hasta Dios. La segunda fue en el 68 y la tercera en el 75.
Si viviéramos en una comunidad que elabora religadamente su cultura uno podría confesarle a la familia y a los amigos lo que lo hace temblar a medida que la desembocadura en la Más Dimensión se acerca tan callando. Así definió Jorge Manrique, un católico puro y guerrero y casi más poeta que nadie, a ese asqueroso silencio social que nos obliga a llorar encerrados y a sentir que infectamos al prójimo con nuestro sufrimiento.
¿Y cuál sería la peor miseria de haber llegado a ser considerado una especie de 34 oriental nacido el 19 de abril en este desierto verde? La de que precisamente a partir de la cruzada libertadora que trajo una virgencita pero se emblematizó con una cifra esotérica, a la cultura uruguaya nunca le interesó ni la religiosidad de Artigas ni la de los negros ni la de los indios, y vivimos cada vez más ahogados por una sequedad masónica sin vuelo, en una laicidad que ni siquiera toma en cuenta la grandeza positivista pero amplia y liberalmente sana de José Pedro Varela.
Nuestra orquesta beatle, como se decía en aquella época, se llamaba Los Hammers, y me alivió bastante aquella miseria de fe durante unos cuantos años, porque la necesidad de romperte la cabeza para hacer soñar a tu propio pueblo es una de las mejores cosas que te pueden pasar en la vida.
Pero los que habían hecho fosforecer el Maracaná rockero que me sacó del water fueron los muchachos de Liverpool. Y no estoy hablando de los heroicos perdedores de Belvedere, por supuesto. Y cuando Jaime Roos provocó un justificado escándalo declarando que para nuestra generación los Beatles fueron más importantes que el Che Guevara, compuso una de sus mejores verdades.
El rock es un alarido épico sosegador de la arritmia de la posguerra y por eso se toca más que nunca: porque siguen las guerras. Pero la balada rockera perfeccionada por los peludos fue capaz de globalizar un romanticismo estructurado que es puro maná.
Y lo que no tiene precio es el recuerdo de los miles de muchachos que hicimos bailar, celestemente felices. Y sería por un rato, pero volábamos todos.
Mientras la cultura universitaria enseñaba que la única altura que se debe buscar es la de los cielorrasos.
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