domingo

ATAHUALPA DEL CIOPPO: LA INFANCIA QUE LEVANTÓ VUELO ESCONDIDA EN LA COPA DE UN PLÁTANO (I)

(reportajes recuperados)

La presente evocación -que ofrecemos en tres entregas- de la infancia de Atahualpa del Cioppo fue registrada y reelaborada narrativamente en 1989 y se reditó en la revista Fundación en 1994, después que el maestro abandonara este infierno tan querido al que llamamos nuestro planeta.
H.G.V.
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PRIMERO LO CONVIDO CON LA COPA DE UN PLÁTANO

El apartamento queda en un tercer piso barrido perpetuamente por la luz. Atahualpa lo explica con un renovado deleite, y señala una ventana que da a Avenida Italia: “Mire ese plátano” dice: “Todavía tiene su verdor, pero en mayo se pone ocre y dorado. Y cuando pierde todas las hojas es una maravilla pura”. Entonces se me ocurre que Atahualpa del Cioppo es un hombre sin hojas. Me siento de espaldas al plátano, pero inmediatamente me corrige la posición. “No, por favor. Si es tan amable” dice: “Usted de este lado. Ahí está. Yo siempre le ofrezco la visión del árbol a los que me visitan".
Abril cae como una capa radiante, y empezamos a grabar. Atahualpa entra y sale de los temas con la seguridad de un general dueño de su laberinto. Cuando se termina la única cassette que he llevado, apunto algunas cosas más. Empiezo a sospechar que no podré escribir un reportaje clásico. Atahualpa saca un tequila de exportación y Carlitos, el fotógrafo, se entusiasma, mientras yo argumento que ya tendría que haberme ido a mi otro trabajo. “Está bien” dice Atahualpa: “El trabajo primero”. Y recorta el relumbrar dorado de la tequila contra el lomo de abril. La botella parece contrabandear en el apartamento el corazón del plátano. “¿Ven? Esto no se toma ni en México. Me la regalaron hace tiempo, y de vez en cuando nos tomamos una copita con mi compañera. Hay quien la prefiere al whisky”.
Entonces me vuelvo a sentar. “Acepto” digo. Y después de tragar el trasluz de la copita me decido a escribir una historia, en lugar de un reportaje. La historia entrelazada de una infancia que levantó vuelo escondida en la copa de un plátano.

MONTEVIDEO I

El niño tenía cinco años y vivía en la calle Treinta y Tres, entre Cerrito y Piedras. Casi todos los fines de semanas sus padres lo llevaban al teatro Cibils, y su mirada buceaba encandiladamente en la transparencia lírica del espectáculo representado y en la verdad sin fondo del mundo imaginado. Los admiradores de la Martorell hacían llover flores y bolsas de bombones Torino desde las galerías, y a veces se acercaba un caballero a entregarle un pequeño ramo y un estuche donde podía guardarse un reloj de cadena, un guardapelo o el retrato del enamorado. Un día el niño le prometió a la madre que cuando fuera grande le iba a comprar un traje de brillantes como las que usaban las vedettes. La madre se rio.
Otro día vieron pasar por la vereda a un grupo de hombres y mujeres que venían caminando desde un hotel de la Aduana y la madre le explicó que esa era la compañía lírica. Iban para el ensayo. Al principio el niño se negaba a creer que los actores anduvieran vestidos por la calle como todo el mundo. Y acaso entristeció. Algunas de esas mañanas, sin embargo, les propuso a los chiquilines del cuadro de fútbol ir a ver un ensayo de la compañía lírica. “Pero dejate de joder, flaco” le contestaron. Y el niño dijo: “Vos no te imaginás lo precioso que es eso. Y las cosas hermosísimas que se cantan allí". Desde entonces vivió viajando colectivamente hacia la construcción de la belleza.

CANELONES I

Yo ya había vivido en Canelones siendo muy niño, pero volví porque hubo una separación entre mi madre y mi padre. Él era un napolitano muy enamoradizo y ella más bien de origen piamontés. Y un día mi madre entra a casa y sorprende a mi padre en una actitud equívoca con la esposa de un peluquero amigo (se ve que estaría besándola o algo así) y no dijo una palabra, empacó la ropa y nos llevó a mi hermano y a mí a Canelones, a la casa de mis abuelos. Mi padre no dejó de ir nunca por allá, pero ella siguió muy empecinada en aquella concepción de la traición que podía tener una familia italiana y católica, a principios de siglo. Nunca se divorciaron, sin embargo. A mí no me marcó mucho la separación: tenía seis años, y en la casa de mi abuelo había fondo y una carpintería. Además pasé a tener tres madres en lugar de una, porque estaban mis tías. Y después vinieron las amistades y la vida del colegio -Nuestra Señora de Guadalupe- donde hacíamos teatro.
El director era don Francisco Pons y Martí, doctor en Teología y organista. Y el padre don Enrique Bruzone (un cura muy hermoso y muy tímido, que enamoraba a todas las catequistas) era hombre de teatro, también. Bueno, y cuando llaman a inscripción para formar un elenco yo me presento y me preguntan qué quiero hacer. “Yo quiero dirigir” les digo. “¿Cómo dirigir? ¿Qué sabes tú de teatro?” me preguntan los curas. “Ah, no: yo sé bastante de teatro” les explico: “Yo ya tengo experiencia desde los cinco años”. Y les conté todo lo que había visto en el Cibils y me nombraron asistente de dirección del curso. Y al año ya me dejaron dirigir a mí. Las obras las escribían ellos. Lo que nunca hice fue actuar, porque era muy tímido y le tenía pánico al público. Por eso nunca fui actor. Pero tenía diez años y ya dirigía.

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