viernes

· Virginia Miller ·


Supe de un hombre de manos doradas, hecho de alguna luz en extinción. Tenía la espalda martillada de fe y violentamente húmeda de poesía. Colgados del cuello llevaba todos los trapos de su pueblo como una bandera.
Él me captó sin tiempo, como una eternidad pendiente que empezaba a hacerse tinta en sus ojos. Me soñó libre hasta convencerme. Se trepó a lo más alto de un árbol que todavía era semilla.
Supe de un hermano con las mismísimas plumas de Cristo. Un pobre santo que me transparentó la frente para estamparle su belleza más sincera. Y entendí que son pocos los hombres que saben amar


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