En el segundo y tercer volumen de los DOCUMENTOS HISTÓRICOS coeditados recientemente por el SODRE y el sello discográfico Tacuabé se incluyen las cinco canciones infantiles (sobre textos de Fernando Nébel, Sarah Bollo y Adela Marziali) y las denominadas OBRAS VOCALES (22 en total) que se conservan de Fabini, compendiándose una invalorable colección de trabajos exquisitamente musicalizados que incursionan tanto en el ya mencionado género épico (La patria vieja) como en el lieder criollo, sobre textos de Yamandú Rodríguez, Carlos M. Cantú, José Alonso y Trilles (“El Viejo Pancho”), Elías Regules y Fernán Silva Valdés.
Y aquí aparece la sorpresa de la particular media vuelta de tuerca o reconversión del balance tensional -rítmico, dinámico y armónico- que nos ofrecían las obras instrumentales que intentaban imbricar lo culto y lo popular sin desbarrancarse o alambicarse en las retóricas vanguardistas o nativistas siempre peligrosísimas para obtener la verdadera hipnosis enriquecedora.
Porque en estas canciones de texto que nunca sobrepasan los cinco minutos (con excepción de La patria vieja) Fabini logra la hazaña de escalpelar casi con violenta tersura algo que ya no es la suave patria sino la orfandad afectiva del gaucho fundacional de nuestra patria triste.
En fragmentos de un artículo fechado en Montevideo en marzo de 1937 y publicado en el tomo III del Boletín Latino-Americano de Música, el cineasta S. Román Viñoly Barreto analiza con tajancia milimétrica la especificidad de estas incursiones bicéfalas tan poco difundidas:
Cuando los investigadores de mañana analicen la música nuestra, se encontrarán con un hombre que fue capaz de crear él solo todo un folclore. No faltará quien dude ante lo rotundo de esta afirmación, pero si con el espíritu libre observamos las canciones de Fabini, encontraremos la verdad y la verdad es esa.
“Remedio”, “El poncho”, “Luz mala”, “La guëya”, no son para ser cantadas por otros que no sean gauchos cantores. Es preciso decir también que ni siquiera para los payadores, como podría pensarse; simplemente (¡qué difícil esta simplicidad!) para gauchos cantores.
(…) En “La güeya”, la más hermosa canción que se ha escrito en América y de la que se ha dicho que lleva “fuego en las venas”, están maravillosamente retratados los hombres que Fabini ha sentido. Desde el comienzo muestra el gesto despectivo del que se sabe bueno y engañado, y a medida que aumenta el desprecio crece la rabia contenida. Las notas expresan con idéntica fuerza que las palabras el comienzo y de pronto es el sonido solo, por encima de todo lenguaje que no sea el musical, el que grita el insulto “¡ni en mi rancho hay perra!”, para dejarse ir en el impulso que agoniza en lágrimas de fuego, que por mucho que quemen son siempre lágrimas. Este es el hombre que ha buscado vencerse a sí mismo y lo consigue, pero el otro, el que nada espera y siempre aguarda, el de las más humillantes claudicaciones, el que es incapaz del insulto y no es cobarde, es el gaucho de “Luz mala”. Música entenebrida en la tragedia de implorar, música por la que el hombre pide su salvación al hombre con los acentos dramáticos del terrible dualismo: ser cualquier cosa con tal de ser amado y sentir asco de sí mismo. El artista de estos aguafuertes pavorosos, tiene diafanidades y dulzuras o gestos de anciana serenidad para hablar en “El nido”, “Las flores del monte” o “El tala”. Aquí canta con la voz de los arroyos escondidos en lo más intrincado del monte, tiene algo del rumor de un pájaro al beber, verde de hoja renovada en primaveras constantes, aroma de olvidada flor campesina.
Con la excepción de dos interpretaciones silvestres de la excepcional y todavía ninguneada Amalia de la Vega, las ejecuciones vocales realizadas por las sopranos Raquel Adonaylo, Rina Massardi, María Luisa Fabini y Raquel Satre, y el barítono Víctor Damián, son de primer nivel y constituyen un subsuelo histórico de integración entre la impronta academicista del conservatorio y el tesoro terruñero en bruto que décadas más tarde fructificaría en la engañosamente sencilla alquimia de Osiris Rodríguez Castillos, Daniel Viglietti, Santiago Chalar, Leo Masliah o Fernando Cabrera, sin que ningún prejuicioso cuadrado se escandalizara a priori.
Claro que, según nos contaba deslumbradamente Manuel Espínola Gómez, Fabini amaba tanto a Brahms como al crescendo de los sapos en los amaneceres del Mataojo, y era capaz de reconocer la diferencia que había en el grano cantor de un sabiá solisense y otro del litoral.
Salamanca y natura.
Y aquí aparece la sorpresa de la particular media vuelta de tuerca o reconversión del balance tensional -rítmico, dinámico y armónico- que nos ofrecían las obras instrumentales que intentaban imbricar lo culto y lo popular sin desbarrancarse o alambicarse en las retóricas vanguardistas o nativistas siempre peligrosísimas para obtener la verdadera hipnosis enriquecedora.
Porque en estas canciones de texto que nunca sobrepasan los cinco minutos (con excepción de La patria vieja) Fabini logra la hazaña de escalpelar casi con violenta tersura algo que ya no es la suave patria sino la orfandad afectiva del gaucho fundacional de nuestra patria triste.
En fragmentos de un artículo fechado en Montevideo en marzo de 1937 y publicado en el tomo III del Boletín Latino-Americano de Música, el cineasta S. Román Viñoly Barreto analiza con tajancia milimétrica la especificidad de estas incursiones bicéfalas tan poco difundidas:
Cuando los investigadores de mañana analicen la música nuestra, se encontrarán con un hombre que fue capaz de crear él solo todo un folclore. No faltará quien dude ante lo rotundo de esta afirmación, pero si con el espíritu libre observamos las canciones de Fabini, encontraremos la verdad y la verdad es esa.
“Remedio”, “El poncho”, “Luz mala”, “La guëya”, no son para ser cantadas por otros que no sean gauchos cantores. Es preciso decir también que ni siquiera para los payadores, como podría pensarse; simplemente (¡qué difícil esta simplicidad!) para gauchos cantores.
(…) En “La güeya”, la más hermosa canción que se ha escrito en América y de la que se ha dicho que lleva “fuego en las venas”, están maravillosamente retratados los hombres que Fabini ha sentido. Desde el comienzo muestra el gesto despectivo del que se sabe bueno y engañado, y a medida que aumenta el desprecio crece la rabia contenida. Las notas expresan con idéntica fuerza que las palabras el comienzo y de pronto es el sonido solo, por encima de todo lenguaje que no sea el musical, el que grita el insulto “¡ni en mi rancho hay perra!”, para dejarse ir en el impulso que agoniza en lágrimas de fuego, que por mucho que quemen son siempre lágrimas. Este es el hombre que ha buscado vencerse a sí mismo y lo consigue, pero el otro, el que nada espera y siempre aguarda, el de las más humillantes claudicaciones, el que es incapaz del insulto y no es cobarde, es el gaucho de “Luz mala”. Música entenebrida en la tragedia de implorar, música por la que el hombre pide su salvación al hombre con los acentos dramáticos del terrible dualismo: ser cualquier cosa con tal de ser amado y sentir asco de sí mismo. El artista de estos aguafuertes pavorosos, tiene diafanidades y dulzuras o gestos de anciana serenidad para hablar en “El nido”, “Las flores del monte” o “El tala”. Aquí canta con la voz de los arroyos escondidos en lo más intrincado del monte, tiene algo del rumor de un pájaro al beber, verde de hoja renovada en primaveras constantes, aroma de olvidada flor campesina.
Con la excepción de dos interpretaciones silvestres de la excepcional y todavía ninguneada Amalia de la Vega, las ejecuciones vocales realizadas por las sopranos Raquel Adonaylo, Rina Massardi, María Luisa Fabini y Raquel Satre, y el barítono Víctor Damián, son de primer nivel y constituyen un subsuelo histórico de integración entre la impronta academicista del conservatorio y el tesoro terruñero en bruto que décadas más tarde fructificaría en la engañosamente sencilla alquimia de Osiris Rodríguez Castillos, Daniel Viglietti, Santiago Chalar, Leo Masliah o Fernando Cabrera, sin que ningún prejuicioso cuadrado se escandalizara a priori.
Claro que, según nos contaba deslumbradamente Manuel Espínola Gómez, Fabini amaba tanto a Brahms como al crescendo de los sapos en los amaneceres del Mataojo, y era capaz de reconocer la diferencia que había en el grano cantor de un sabiá solisense y otro del litoral.
Salamanca y natura.
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