domingo

5.4 / EDUARDO FABINI



En el cuarto capítulo de Los recovecos de Manuel Miguel -mi desbocada reinvención de la vida de Espínola Gómez- me sitúo como huésped solisense de Fabini justamente la mañana de 1940 en la que Manolo, a los 19 años, pintó el icónico retrato neoimpresionista del maestro sentado abajo de un ombú.

Pág. 50-51: Viché a Fabini parado frente a un jazminero: usaba traje negro, camisa rayada y corbata de moña. Entonces el hombre sesentón entorna sus ojos telúricamente curvados hacia abajo y recita: En en una de esas mañanas / de esas mañanas tan blancas / que parecen tener francas / ingenuidades de hermanas / en una de esas mañanas / al pie de ese mismo pino / se dieron el primer beso / y partieron su destino / con una sola palabra. Y se besa los dedos y roza el lomo del árbol como quien acaricia un aroma de novia. (…) Me vestí y salí del rancho de huéspedes. Entonces el maestro, que usaba una colonia raramente viril, me ofreció el brazo y caminamos hasta el jardín donde llevaba dos días posando para Manolo, bajo uno de los enormes ombúes.

Pág. 52-53: Bueno, yo diría que esto está liquidado, sonrió Manuelito tres horas más tarde, y se fabricó una visera con la paleta para estudiar el oro sosegado que fluía de la tela: O a lo mejor el que está liquidado soy yo, vaya a saber. Fabini no parecía entumecido, aunque avanzó hacia el caballete con la férrea inclinación de un árbol desnudamente expuesto al viento de la sierra. Y después de sondear el retrato dijo: Esto es así. Y levantó un brazo para llamar a un vecino que pasaba por la calle. A ver, se puso muy serio el maestro señalando la tela: ¿Quién le parece que es ese señor que está allí? Entonces Manolo se contorsionó para pedirle por señas al vecino que dijera que no lo conocía. El hombre hizo oscilar unos ojos más respetuosos que pícaros, y demoró un momento en responder: Ta clavado que es usté, maestro. Pero me parece que este bandido quiere que me haga el zonzo. Y nos reímos los cuatro con felicidad.
Qué lo parió, me dijo al rato Manolo: A mí el sol me deshace. Y después de entornar largamente los ojos en dirección al caballete: Che: ¿te gustan los arcoiris que les encajé a las manchas de sol en el casimir o es una idea muy bruta?

Pág. 55-56: Qué peligro, suspiró Fabini mientras caminábamos hacia La Cruz del Sur a tomar un aperitivo: Este muchacho es capaz de ponerse a corregir ahora mismo y terminar mandando el cuadro al diablo. ¿Se enteró que Circo al mediodía acaba de ganar un premio? Bueno, a esa tela la tuve que encuadrar y presentarla al Salón Municipal por mi cuenta. Y él produce muy poco. Yo lo pincho para que saque apuntes de lo que se va extinguiendo en el campo. Pero en fin, los muchachos con condiciones a veces son caprichosos y no hay vuelta que darle. Ellos llevan algo que se podría llamar EL PAISAJE ESENCIAL en la sangre y esa palpitación es lo que les marca el compás de trabajo. En cambio nosotros tenemos que vivir parando la oreja continuamente para que la naturaleza nos dé el tono. Oiga, esa explosión de chicharras es el sonido inspirador del comienzo de Campo. Todo el mundo cree que el comienzo representa el amanecer, pero el comienzo es eso: la siesta. Y el inicio de la Melga sinfónica apareció por una espantada de teros.

Aharonian, en el comentario que acompaña al memorable tríptico discográfico que acaba de agregarse inarrancablemente a nuestro más precioso patrimonio espiritual, define a Fabini como una personalidad caracterizada por una inagotable capacidad de ternura, de paz interior, de maravilla frente a lo maravilloso que nos rodea todos los días, de amor al prójimo: prójimo hombre, prójimo niño, prójimo pájaro, prójimo arroyo o manantial.

A lo que convendría agregar, sin embargo, que es sólo en la Fantasía para violín y orquesta, compuesta durante una estadía en Long Island, donde el flujo eduardiano respira un misticismo casi completamente sobrevolador.

Pero aquí, como puntualiza Lagarmilla en su biografía, el proceso fue opuesto. Fabini parece haber respirado de golpe en una remota PAX-LUX y sin la menor angustia, el supremo soneto de Juan Cunha:

Hay un verdor del que no sé olvidarme / Y es el verde de un pasto y una fronda / Y arriba es un azul a la redonda / Que alguna vez sirvió para azularme
Cuando me duermo vienen a buscarme / El verde me rodea en ancha onda / El azul en azules se me ahonda / Que vienen cada vez a convidarme
Arriba azul arriba abajo verde / Lo cierto es que ninguno se me pierde / Por mucho que me aneble o acenice
Por más que soplen años y desgracias / Habrá un verde de pasto y un de acacias / Y un azul que allá arriba se eternice.



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