Estoy seguro que si pudiéramos interconectar en un montañoso relumbrón energético la primera y la onceava estrofas del CANTAR DE LA ALMA QUE SE HUELGA DE CONOSCER A DIOS POR FE de San Juan de la Cruz, nos emponcharía el mismo arcoiris garabateado por Fabini durante su encierro de diez años en el Parque Salus, cuando compuso Campo.
¡Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, / aunque es de noche! // Aquí se está llamando a las criaturas, / y de esta agua se hartan, aunque a escuras, porque es de noche.
Y al final el violinista Florencio Mora y el copista Calcavecchia tuvieron que terminar arrancándoselo de las falanges, de tanto que era el vértigo de su inseguridad.
El joven Fabini había sabido escuchar muy bien, analiza Aharonian en la introducción de las cinco obras sinfónicas recientemente editadas con coherencia, y seleccionar con fino y agudo criterio. Tanto de entre las vanguardias europeas, como de entre su entorno popular cotidiano. Hay en él una opción por las puertas abiertas por Debussy, un revolucionario de los criterios estructurales, de los colores, de los gestos sonoros, del decurso musical, que casi ningún compositor europeo supo descubrir en la primera mitad del siglo. Fabini toma de Debussy el quiebre de la discursividad, el recurso de la repetición (que observa también en el tatarabuelo Scarlatti, a quien ya homenajeara en su época de estudiante), el rompimiento, la iconoclastia, la admirable capacidad para dialogar con lo banal y lo cursi (y hasta para incorporarlo sin perder nunca pie), la transparencia. Pero va más allá. O más acá, más al sur. (…) Es difícil imaginar una descripción de esta parte del mundo más profunda, más desde la entraña. Los giros melódicos, las lógicas (o las faltas de lógica) en el plano de lo armónico, las cosas pequeñas y vulgares en las que no reparamos, el pudor. Fabini ha escuchado bien, muy bien, a los cantores de su tierra minuana, pero también a los Gardeles y Razzanos de la ciudad, coetáneos suyos. Sobre todo en sus expresiones más refinadas, como lo fueron por décadas los tristes o estilos.
Y más adelante: Hay lugar para el arrebato épico (subrayamos nosotros), y hay lugar para la melodía sensiblera que se esfuma, siempre se esfuma. Hay música de película, pero compuesta diez o veinte años antes que esa música fuera música de película. Y hay un juego permanente de ilusión acústica. Lo tonal no es tonal. Las sucesiones armónicas no son tales. La continuidad discursiva no existe. La regularidad de pulso es sistemáticamente desarmada. He aquí una polirritmia plena, total, en la que no hay corcheas omnipresentes ni es posible adivinar dónde caerá a tierra el próximo gesto sonoro, una necesidad de quebrar toda cuadratura, hasta en las interminables trampas de su escritura, conspirativamente hecha para impedir la obviedad.
Graciela Paraskevaídis, por su parte, señala a propósito de Melga sinfónica: Todas estas obras deberán luchar por imponer, a cada momento, su discurso musical -el natural y propio de todas ellas- , frente a las repetidas, incansables y a veces no muy necesarias alusiones a planes literarios o contenidos poéticos. Es difícil desatarse de las ligadura decimonónicas del “poema sinfónico”, aunque ya nadie se acuerde o preste atención a aquella historia literaria de origen. Si bien la música tiene pleno derecho a ser descriptiva y evocativa (la de Fabini sin duda lo es), ¿por qué no concederle el derecho a carecer de “historia”?
Pero aquí sería peligroso no advertir el freno reorganizador de corte cézanniano que el padre Brahms -máximamente admirado por Fabini- le impone a una proliferación posimpresionista incapaz de arraigar en la profundidad de ese calado épico, barroco, que geometriza los arrebatos tensionales de Campo o la hímnica fundacional de La patria vieja.
El propio análisis de Paraskevaídis, por otra parte, nos advierte que en Melga sinfónica Fabini incluye la palabra Uruguay en código Morse en cuatro oportunidades: 1’04’’, 1’35’’, 2’27’’ y 6’44 de la presente grabación. De esta manera, Fabini alude no sólo al telégrafo en sí (que podría haberse oído con claridad en las noches camperas), sino también, con gesto travieso, a la señal de apertura y cierre de las trasmisiones radiales del SODRE (en ese momento operando bajo CWOA), que utilizaba justamente “Uruguay” en la clave de Morse.
Y es obvio que este humor no deja de interpelarnos, además, con esa particularísima mansedumbre eduardiana -como le gustaba decir a Espínola Gómez- a seguir culturizándonos en dirección a una completud con tradición y cabeza propia que allá en los años 30 parecía no estar lejos.
¡Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, / aunque es de noche! // Aquí se está llamando a las criaturas, / y de esta agua se hartan, aunque a escuras, porque es de noche.
Y al final el violinista Florencio Mora y el copista Calcavecchia tuvieron que terminar arrancándoselo de las falanges, de tanto que era el vértigo de su inseguridad.
El joven Fabini había sabido escuchar muy bien, analiza Aharonian en la introducción de las cinco obras sinfónicas recientemente editadas con coherencia, y seleccionar con fino y agudo criterio. Tanto de entre las vanguardias europeas, como de entre su entorno popular cotidiano. Hay en él una opción por las puertas abiertas por Debussy, un revolucionario de los criterios estructurales, de los colores, de los gestos sonoros, del decurso musical, que casi ningún compositor europeo supo descubrir en la primera mitad del siglo. Fabini toma de Debussy el quiebre de la discursividad, el recurso de la repetición (que observa también en el tatarabuelo Scarlatti, a quien ya homenajeara en su época de estudiante), el rompimiento, la iconoclastia, la admirable capacidad para dialogar con lo banal y lo cursi (y hasta para incorporarlo sin perder nunca pie), la transparencia. Pero va más allá. O más acá, más al sur. (…) Es difícil imaginar una descripción de esta parte del mundo más profunda, más desde la entraña. Los giros melódicos, las lógicas (o las faltas de lógica) en el plano de lo armónico, las cosas pequeñas y vulgares en las que no reparamos, el pudor. Fabini ha escuchado bien, muy bien, a los cantores de su tierra minuana, pero también a los Gardeles y Razzanos de la ciudad, coetáneos suyos. Sobre todo en sus expresiones más refinadas, como lo fueron por décadas los tristes o estilos.
Y más adelante: Hay lugar para el arrebato épico (subrayamos nosotros), y hay lugar para la melodía sensiblera que se esfuma, siempre se esfuma. Hay música de película, pero compuesta diez o veinte años antes que esa música fuera música de película. Y hay un juego permanente de ilusión acústica. Lo tonal no es tonal. Las sucesiones armónicas no son tales. La continuidad discursiva no existe. La regularidad de pulso es sistemáticamente desarmada. He aquí una polirritmia plena, total, en la que no hay corcheas omnipresentes ni es posible adivinar dónde caerá a tierra el próximo gesto sonoro, una necesidad de quebrar toda cuadratura, hasta en las interminables trampas de su escritura, conspirativamente hecha para impedir la obviedad.
Graciela Paraskevaídis, por su parte, señala a propósito de Melga sinfónica: Todas estas obras deberán luchar por imponer, a cada momento, su discurso musical -el natural y propio de todas ellas- , frente a las repetidas, incansables y a veces no muy necesarias alusiones a planes literarios o contenidos poéticos. Es difícil desatarse de las ligadura decimonónicas del “poema sinfónico”, aunque ya nadie se acuerde o preste atención a aquella historia literaria de origen. Si bien la música tiene pleno derecho a ser descriptiva y evocativa (la de Fabini sin duda lo es), ¿por qué no concederle el derecho a carecer de “historia”?
Pero aquí sería peligroso no advertir el freno reorganizador de corte cézanniano que el padre Brahms -máximamente admirado por Fabini- le impone a una proliferación posimpresionista incapaz de arraigar en la profundidad de ese calado épico, barroco, que geometriza los arrebatos tensionales de Campo o la hímnica fundacional de La patria vieja.
El propio análisis de Paraskevaídis, por otra parte, nos advierte que en Melga sinfónica Fabini incluye la palabra Uruguay en código Morse en cuatro oportunidades: 1’04’’, 1’35’’, 2’27’’ y 6’44 de la presente grabación. De esta manera, Fabini alude no sólo al telégrafo en sí (que podría haberse oído con claridad en las noches camperas), sino también, con gesto travieso, a la señal de apertura y cierre de las trasmisiones radiales del SODRE (en ese momento operando bajo CWOA), que utilizaba justamente “Uruguay” en la clave de Morse.
Y es obvio que este humor no deja de interpelarnos, además, con esa particularísima mansedumbre eduardiana -como le gustaba decir a Espínola Gómez- a seguir culturizándonos en dirección a una completud con tradición y cabeza propia que allá en los años 30 parecía no estar lejos.
1 comentario:
Felicitaciones por lo atinado e ilustrativo del comentario.
En mi triple carácter de músico, telegrafista aficionado y funcionario del SODRE, y precisamente buscando referencias sobre esta obra de Fabini he encontrado realmente mas de lo que esperaba. Gracias.
Francisco Escobar.
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