jueves

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (148)

 La muerte de los Sargentos y de la Mulita (17)

 

En seguida empezó a tomar disposiciones. Dispuso que las guardias volvieran a sus apostaderos, recomendando mucho ojo. Hizo traer los ponchos del finado Cuervo y del finado Águila a fin de cubrirles las caras para que no les diera la luna. Y ordenó asimismo que el Soldado Gato Pajero ensillara de inmediato y llevara el “parte” a la Comisaría.

 

-¡Yo también voy! -saltó el chillido del Voluntario Terutero, su chiripá hecho una lástima con los rugosos goterones del sebo-. ¡Yo también voy!

 

Justo al ir a tirarle una dura patada se contuvo el Cabo Lobo. Pero por no quedarse con las ganas de hacerle algo, le manoteó el sombrero, que aun oficiaba de pantalla, y sopló la vela.

 

Ya a la sola luz de la luna y al cada vez más tenue fulgor del fogón -desde hacía rato olvidado de alimentar- volvió a escucharse al noble Cabo.

 

-Y como el finado Sargento Primero está fuera de la ley y no se entierra, alcenlón y dejenlón en el bajo, al lado del Aperiá… ¡Pero se le deja el sable, ojo! Después, si el Comisario pone algún pero, se va a incautarle el arma.

 

En el grupo de los que quedaban, quien con más decisión cabeceó aprobatorio al oírlo fue el anciano Avestruz. De a poco, de a poco, él se iba haciendo cargo de lo sucedido y de las consecuencias para su corazón.

 

Calló el Cabo para agacharse en el pasto, y se alzó con la desnuda espada del Sargento Primero.

 

-¡Pero si nos ha dado hacha que ni en el monte!

 

Diciendo así, interponía entre sus ojos y la mansa luna el terrible filo lleno de muescas.

 

El viejo Avestruz se aproximó por detrás del Cabo y la contempló con arrobo aureolado de melancolía.

 

-Él siempre me decía: “¡Mirá, española legítima”. Y se ve. Si no… ¡la parte!

 

Volvió a inclinarse el Lobo e introdujo la espada en la fiel vaina sujeta a la cintura del cadáver. Después, por debajo del cinto, corrió la pretina de las bombachas, muy pegajosa de sangre. Entreabrió la chaquetilla militar. Observó las heridas del pecho… En la cara, sólo rasguños. Pero allí no estaba la expresión bonachona que -pese al fruncimiento del entrecejo asumido al salir de la “cuadra” ya lavado y peinado- acompañó a lo largo de su vida al Sargento Cimarrón. Allí no estaba. Y en su lugar había cuajado el aire de intrepidez de cuando, entre sus auditorios de sonrisas solapadas o bajo la insaciable credulidad de su joven Asistente Macá, gritaba, atemperando, que había gritado con voz de trueno, por ejemplo: “’Rindansé, que por guapos les doy palabra de respetarles la vida!”

 

El Cabo Lobo jamás dio atadero a las historias del Cimarrón. Muchas veces hasta se incorporó y abandonó el fogón sintiéndose a punto de estallar, pues había momentos que las cosas ya pasaban de castaño oscuro. Mas ahora, asomado sobre el con tanto heroísmo sacrificado, la verosimilitud comenzó a hacerle retroceder en la memoria como una llama blanca. Esta luz se abría paso entre el olvido, y ya dejaba encendida una meridiana claridad de certeza al pie del irrumpiente recuerdo de cada confidencia hazañosa de su Superior. Así, hasta le pareció que su Sargento jamás había tenido otra expresión que la denodada que en ese instante él miraba y remiraba bien patente.

 

-¡Está igualito, parece mentira! -se musitaba meneando la cabeza.

 

El noble “clase” se irguió esforzándose por no dejarse llevar de sus emociones hasta quién sabe dónde; capaz que hasta a provocarle pucheros, que sería un papel; cruzó los brazos y se puso a observar sombrío la diligencia con que se iniciaba el cumplimiento de sus disposiciones. Advirtió entonces no sólo en el soldado Avestruz sino en el Departamento entero la más decidida aprobación al honor de dejar al Cimarrón con su espada. Entonces, como, total quien mandaba allí era él, y como nada le costaba seguir haciendo las cosas bien, resolvió agregar:

 

-¡Ojo, no se me vayan a olvidar! ¡Llévenle también el poncho, y me le tapan con cuidado la cara!

 

Se quedó un momento, absorto, fruncido el entrecejo. Luego, con brusco ademán, resuelto a seguir haciéndose el gusto, detuvo a los que ya se disponían a recoger al muerto.

 

-¡Y el caballo, por favor! Soldado Yacú, vaya y traiga al bayo de él para que lo acompañe… Y al ladito se lo atan a la estaca. Pero no a lo indio, ¡ojo! La estaca la entierran a gatitas. Cosa de que cuando se queden solos, si el bayito quiere ganar el campo, con un poco de tironeo quede libre… ¿Y aquel, aquel señor de hoy, me estoy acordando…? -Y señaló con precisión hacia ya no estaba la quietud sin gloria del Aperiá-. Diganmén, ¿no tenía sombrero?

 

El Soldado Gato Pajero se adelantó alargando el achatado chamberguito color canela con el luto, por él sorprendido entre unas achiras.

 

-Mire, mi Cabo, le soy franco, para mí que este sombrero era del señor.

 

Apartando compañeros el Soldado Cuzco Overo tomó el sombrero, le elevó la abollada copa, lo puso a distancia de la vista…

 

-Sí, no hay nada que hacerle; ¡es el sombrero del señor! -aseguró.

 

-Bueno, entonces -dispuso el Cabo Lobo- entonces lo llevan al sombrero también con ellos al pajonal, y se lo ponen en la cara a su dueño, cosa que tampoco le dé a ella la luna.

 

No fue una voz; fue un coro el que exclamó:

 

-¡Sí, claro!

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