domingo

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (125)

 Los tres viejos (10)

 

 

Con fastidio el Carancho había advertido que estaba locuaz de demasía. Ante el tono de imperio, el Macá descabalgó, y quedó con el caballo de la rienda, escuchando otra vez. Porque el Carancho, al ver lo diligente del descenso, a pesar de su reflexión consideró caballeresco no extremar el rigor y aclarar las dudas.

 

-No hay guerra, ni nada, oigaló. Pero Don Juan está perseguido por la autoridá, nosotros hemos tomado su partido, y usté es prisionero de nosotros.

 

-¡Pah! ¿Entonces ustedes son de la gente de él? -preguntó a un mismo tiempo con asombro y creciente desconfianza.

 

-Todavía no nos hemos incorporado; pero puede darnos, no más, ese nombre. ¡Entregue las armas!

 

Y al ver que el Macá iba a obedecer, el viejo Carancho, receloso, modificó la orden.

 

-¡Deje esa mano quieta!

 

Él mismo retiró la pistola. Lo que no tocó fue una manea que oendía al lado de la canana. Preguntábase dónde pucha el miliciano había dejado su recado, cuando aparecieron el Chimango y el Lechuzón. Viendo venírsele, a este por la izquierda y a aquel por la derecha, otro trabuco más y semejante lanza, el Macá pensó que estaba en pleno último momento. Resistirse era inútil. Y menos sin la pistola, ya. Decidió, pues, dejar hacer, aguardando con decoro el gran acontecimiento, aunque se moría se moría por satisfacer su curiosidad antes de morir.

 

El Carancho entregó al Lechuzón la espada y al Chimango su propio trabuco y el cuchillo del prisionero. Después, empuñando como suya la excelente pistola policial, retrocedió dos pasos para ordenar:

 

-Ahora, marche a dejar su caballo.

 

Cabizbajo, a paso de entierro bajo su abrumamiento, obedeció el joven soldado.

 

-¡Lo peor es que a mi Sargento lo dejo colgado! ¡Esa, esa es la cosa! -pensaba.

 

De pronto, ya casi llegando a la enramada, se le produjo una conmoción en la mente. Allí, en ella, el ser que tan sorpresivamente había provocado el vuelvo le quedó sentado y de espada entre las piernas. Le llamó la atención al Macá, y reconoció en el aparecido al mismísimo Sargento Cimarrón, quien empezó a repetirle una de sus hazañas… El joven Asistente la recordó de inmediato. Al pie del Mangrullo de la Comisaría, cierta tibia noche, bajo las estrellas, habíala oído por la primera vez, sin la menor variante. Lo que cambiaba era el modo de volvérsela a hacer escuchar su superior. El acento de modestia con que en aquella pasada ocasión el protagonista refirió hasta los momentos más relevantes de su empresa, ahora era sustituido por un insinuante tono de consejo. Esto hacía surgir con recién revelado valor aleccionante detalles que en la anterior oportunidad hasta innecesarios bien pudieron parecer…

 

Extrañamente, asimismo, en su oyente el discurso también variaba de efecto.

 

Sin sombra de aquel su arrobo del mangrullo, el Asistente apreciaba la repetición como quien está abocado a ser sometido sobre el particular a un tenaz interrogatorio. Se bebía las palabras. Y así, en esa actitud, volvía a escuchar que, en aquel antiguo trance, el Sargento Cimarrón interpuso el cuerpo entre sus contrabandistas opresores y las patas de bayo de las mentas; maniobra esta que el joven miliciano ya llegado a la enramada, imitó al agacharse a manear su malacarita, poniendo mucho cuidado en lo que ahora volvía a oír en su mente. En tal forma, haciéndose pantalla para el mirar del Carancho y sus compadres, el Macacito siguió procediendo como en la lejana vez su jefe; es decir: situó la manea bastante altito; y uno de los botones fue introducido apenas, apenas en el ojal de la presilla, con lo que quedó como para desprenderse al más leve contacto; apenas al toque de pie, no más.

 

-Yo les voy a ser franco -dijo incorporándose más que reanimado con la inigualable asistencia que estaba recibiendo. -Yo creo que esto no es para tanto. Porque…

 

-¡Silencio y pase para adentro! Lo que está diciendo usté es una estratagema. Sepa que por ese lado no va a hallar picada. Nosotros somos veteranos y usté es muy muchacho para nosotros.

 

-No, pero mire, don, que…

 

-¡Silencio, ordeno!

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