Donde la fealdad gobierna
Hacia el Noroeste.
Llegamos a una península donde la
fealdad gobierna. Al principio nos horrorizaron los miembros tumefactos, las
escoriaciones, la mutación en la piel de los nativos. Pero de manera gradual,
una vez establecido el trueque de nuestras sedas por sus joyas, les fuimos
perdiendo el asco. Un día la curiosidad nos condujo a mirar en los espejos
rústicos de la aldea. Nos descubrimos alados y hermosos aunque con el ceño
fruncido y la mirada iracunda. Atónitos comprobamos que las alas sólo existían
en el espejo, aunque lo sombrío en la mirada podíamos constatarlo fuera de la
superficie del azogue. Las alas se marchitaron conforme transcurrieron los
días; la soberbia en la que nos regodeábamos —seres radiantes, perfectos ante el
trato con los originarios— fue desapareciendo. Una mañana se nos comenzaron a caer los dientes.
Supusimos un ataque de escorbuto hasta que algunos perdieron la lengua y los
labios. Luego se nos manchó el rostro con arabescos y entonces, alarmados,
emprendimos la fuga entre una tumultuosa y cálida despedida de los feos. Al
llegar a altamar atendimos al espejo. Nos percatamos de que se trataba de un
encantamiento o de un engaño porque aún con alas o presas de escoriaciones
nunca dejamos de ser normales, sea lo que eso signifique. Ahora miramos a los
feos a lo lejos. Ellos nos contemplan. Puedo comprender la grandeza de sus
almas, ajena a las mutaciones de los cuerpos. Sin embargo, reconozco que es
imposible descifrar el significado de este encuentro.
· Del libro Bitácora del eterno navegante (2015)
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