lunes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (117)


 Los tres viejos (2)

  

Solemnes, cambiando de mano el astil para librar la derecha, los otros dos ancianos elevaron sus sombreros. Y al cabo de un instante de inmovilidad, en medio de la ancha expectación del campo, encasquetaron con rudeza, cimbrearon sus lanzas y picaron espuelas entre revolidos de los ponchos, tras el viejo Carancho convertido en jefe. Porque habrá de saberse que el bayo y el rosillo, en vez de seguir la misma línea, como hasta entonces, dejaron adelantarse medio cuerpo al malacara.

 

Bien pronto recobrado el trote, ante veloces nubes que taparon las estrellas de medio cielo, así se alejaban del trágico pago los airados; así: el regatón de la lanza, hallando cuja en el pie; bien asomada al contorno del grupo aquella calma que un chasquido, quién sabe qué brusco estremecimiento a ras del suelo, hacían más sensible, todavía. Brillaban acá y allá los yuyos húmedos; pero se apagaban al instante como si jamás, jamás hubieran hecho a nadie señas desde lo oscuro. De ´súbito, un vaho de entristecedor aliento les soplaba las caras a los insurrectos. Y habría sido inútil el intento de dar con el causante, pues al momento todo quedaba igual que si, lo que era aire fuera vidrio. ¿Quién podría averiguar qué causó evidente brujir, si eso allí, eso duró un parpadeo y otra vez apareció el silencio macizo? En ocasiones, algo les arañaba los ponchos, cuando no era en las traseras maletas que se oían los rasguños; estos en ellas, los más agudos. Impávidos, impávidos hacia su destino, los compadres Carancho, Chimango y Lechuzón ¡cómo se abrían paso a través de semejante mundo algodonoso, de asordado recogimiento! ¡Y qué prodigiosos los tres, sin embargo, por obra de su incesante trote, al permitir que, delante, volvieran a ser un momento lo que son a una isleta los espinillos, al ombú de la vivienda sin luz que el horizonte (lo único activo del campo a esa hora) fue dejando asomar en su avance sin tregua y expuso luego muy francamente a un costado del pasar de los incontenibles aparceros, para bien pronto interceptarlos con infalible precisión!

 

Los blancores de pétreos desparramos, bastante lejos ya de la primer cañada; la agachada sombra de las chilcas sin fin; el fresco de los bajíos, que se entreabría a la llegada de los jinetes; el áspero vislumbre de un pantano y, más adelante, la tan sumida entrega de los charcos a sostener el peso del cielo; todo, todo iba acusando de algún raro modo, muy intenso influjo al ellos atravesar. Tan poca cosa, al parecer, los tres viejos compadres, siempre trotando y en medio siempre de la noche inmensa, y eran ellos, sin embargo, no había duda, ¡ellos eran los de acción extraña! Porque el límite, los relieves, las coloraciones, el sosiego mismo, los destellos y el rumor y los hálitos, sólo cuando quedaban dentro del espacio móvil con que el horizonte circuía a los viajeros, podían readquirir su natural y librarse por instantes del callado poder sobre el que se anegaban. No ocurría ese trueque ni antes ni después. Cuadras al frente; cuadras, también, a diestra y siniestra del triple trote, sí, por un tris, por un instante, sí, la sombra atenuaba algo de su hechizo o de su sofocación, no más, del mundo, al ellos acercarse. Y era cruzar las lanzas y aquel ondear de ponchos y el apagado repiqueteo de los cascos impertérritos, y vuelta otra vez a la abrumadora entrega, a la confusión igualadora, a la común suspensión vuelta, al como asirse de ese algo que no se sabe qué es, y que deja apenas, apenas una vagarosa memoria suya cuando asoma la luz y ya es otro día.

 

A fin de no quedar también atrás del compadre Chimango, con el costado del talón -por no dar espuela- debía incitar sin tregua el mal montado Lechuzón.

 

-¡Usté va a ver! -alentó el Carancho en una de sus tornadas de cabeza-. ¡Flor de pingo le vamos a agenciar en el monte! ¡Allí Don Juan debe tener rejuntada ya una gran caballada!

 

Como chicotazo a lo oscuro resultó la promesa. Con mucho disimulo, el Lechuzón espoleó, francamente, entonces, sí, y defendió:

 

-¡A mi rosillo no lo cambio por el oro del mundo! Viene medio tristón, pero es un animal noble. Tiene una atropellada, mire… que…

 

Y persistía en el oculto roce de la espuela.

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