Capítulo XI
Los tres viejos (1)
Más o menos a la cinco de
la mañana, un rosillo, un bayo y un malacara ensillados se espantaban a colazos
las primeras moscas bajo la enramada de una población próxima al vado al que se
ha dado en llamar el Sauce Chico. Boleadoras, lazos, repletas maletas dejaban
ver las monturas. De la barriga del malacara, y sujeta a la cincha, pendía
pequeña pava color carbón. Las cabalgaduras, de reojo, observaban el ir y venir
de herrumbrienta medialuna, por acción de la cual la figura para ellos habitual
del viejo Lechuzón que la enarbolaba, estaba creándoles un interés bastante
punzante. Este asombroso empacado escudriñaba sin cesar el ruedo del horizonte.
Él, su compadre Chimango y su compadre Carancho habían partido la madrugada
anterior alarmados los tres por la noticia llegada a “La Flor del Día” de que
la “autoridad” tenía sitiada la casa del finado Peludo con el propósito de
apresar a la pobre Mulita, su sobrina. Se les hizo imposible a los ancianos,
entonces, aguardar más la orden de Don Juan para alzar el poncho, ya que, sin precisarse
bien por qué razones, ellos consideraron que el viento resueltamente se les
ponía de la puerta y que la situación iba a hacérseles insostenible cada vez
más. Era necesario, pues, incorporarse de inmediato a los matreros. Tomada la
resolución una tarde, allí mismo, en “La Flor del Día”, el trío fue eclipsándose
con disimulo, montó y salió a muy inocente trotecito… para clavar espuelas en
cuanto la primera loma no lo dejó ver desde la pulpería, para salir en procura
de sus pilchas y de sus armas de guerra. Bastante pasada la media noche, ya
estaban concentrados en el rancho del Carancho. Junto al ya casi extinto fogón,
en sendos bancos de ceibo, el Chimango y el Lechuzón se sentaron y quedaron
como dos piedras contemplando sus lanzas recostadas en la pared, a las que el
oscilante candil de sebo encandecía al menor movimiento del aire. El de
incesantes entradas y salidas de la cocina al otro cuarto y a la enramada, el
de tanto revolver en el arcón y en la alacena, era el dueño de casa, el
Carancho. Había esperado con creciente inquietud a sus compadres. A las barras del día tendrían que hallarse muy
lejos del pago, en su exclusivo pensar, claro, vuelto de golpe un hormiguero de
peligros para ellos. Antes decidirse a cerrar todo, el dueño de casa les hizo a
aparceros y a caballos, revisación muy minuciosa. Al freno del malacara del
Chimango le cambió una rienda, porque la que traía presentó al examen dos añadidos
inseguros. Ciñó fuertemente con alambre el astil, que estaba astillado, de la
lanza del Lechuzón. Volcó el agua de una pavita para llevarla consigo, pues los
otros olvidaron ese precioso detalle; y tomar mate en rueda grande es no tomar,
casi, casi. Aguja e hilos, lezna y lonjas para tientos y remiendos, tampoco
habían traído. Se debió incorporarlos a una de las maletas. Las fláccidas
alforjas del viejo Lechuzón, las más desprovistas -y no por imprevisor-
engrosaron, asimismo, con una muda de ropa todavía bastante en buen estado, y
con un resto de yerba y con fariña y con las dos galleras que quedaban en la
casa. Faltó la sal, mas ni se preocuparon por eso. Si entre los del monte no la
encontraban, bastaría con revolcar el asado en las cenizas como, antes, se
hacía siempre. Con sólo dos trabucos, arma de fuego para don Lechuzón no hubo.
Pero eso fue lo de menos. Porque, días antes, todo el mundo había ido a buscar
su prenda a la tapera de las Garzas Rosadas, y allí cada cual la encontró, tal
como Don Juan lo prometiera la mañana de la requisa en la pulpería. De vuelta
el Aperiá coimero de recoger su Lafoucheux, ¿no había dicho, acaso: “Entre las
raíces del ombú quedó su trabuco, don Lechuzón, que parece estar mandando: “¡Manos
arriba!”?
Puestos los ponchos, por
el enloquecido bailoteo de la luminaria, con cuidado extinguió a chorros de
agua las brasas del fogón, el propietario; colocó sus respectivas trancas a
puertas y ventanillos (a la puerta de la cocina, por la que salieron apagando
el fétido candil, la aseguró desde afuera mediante su correa trenzada) y, recibiendo
de lleno las estrellas los tres compadres clavaron en tierra sus lanzas y se
dirigieron a la enramada; el Lechuzón como con zancos al apoyarse cauteloso en
los talones. Por eso, a los largos, largos rastros de las espuelas de los
otros, él iba encimándoles secos golpes de platillos. En la penumbra del
cobertizo cargaron y ataron las maletas, desmanearon. Pero, en seguida, la
semiclaridad se posó otra vez sobre ellos, pues aparecieron al punto a la
intemperie con los caballos de la rienda, hacia las lanzas. Montaron, las
arrancaron del suelo para empuñarlas arrogantes, y ya la morada quedó a sus
espaldas, distanciándose y desvaneciéndose con todo lo que la circundaba.
Trotaban casi recado con recado los tres, cuando el Carancho contuvo e hizo
caracolear su malacara, se descubrió y:
-¡Bueno, señores -anunció- desde este momento estamos fuera de la ley!
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