Estamos
experimentando un evento de significación histórica mundial del que
posiblemente no midamos su abismal sentido como signo del final de una época de
larga duración, y comienzo de otra nueva edad que hemos denominado la
Transmodernidad.
El virus que ataca hoy a la humanidad,
por primera vez en su milenario desarrollo –en un momento en el que puede
tenerse conciencia plena de la simultaneidad (en tiempo real) verificada por
los nuevos medios electrónicos– nos da qué pensar en el silencio y aislamiento
autoimpuesto de cada ser humano ante un peligro que muestra la vulnerabilidad
de un castillo de naipes que vivimos cotidianamente como si tuviera la
consistencia de una estructura invulnerable.
El hecho ha producido un sinnúmero de
reacciones de colegas filósofos y científicos porque llama profundamente la
atención. Queremos agregar un grano de arena a la reflexión sobre el
sobrecogedor acontecimiento.
Allá por 1492, Cristobal Colón, un
miembro de la Europa latino-germánica, descubre el Atlántico, conquista
Amerindia y nace así la última Edad del Antropoceno: la Modernidad, produciendo
además una revolución científica y tecnológica, que dejó atrás a todas las
civilizaciones del pasado, catalogadas como atrasadas, subdesarrolladas y
artesanales. Lo denominaremos el Sur global; y esto hace sólo 500 años.
El yo europeo produjo una revolución
científica en el siglo XVII, una revolución tecnológica en el XVIII, habiendo
desde el siglo XVI inaugurado un sistema capitalista con una ideología moderna
eurocéntrica, colonial (porque esa Europa era el centro del sistema-mundo
gracias a la violencia conquistadora de sus ejércitos que justificaban su
derecho de dominio sobre otros pueblos), patriarcal, y, como culminación, el
europeo se situó como explotador sin límite de la naturaleza.
Sin embargo, los valores positivos
inigualables de la Modernidad, que nadie puede negar, se encuentran corrompidos
y negados por una sistemática ceguera de los efectos negativos de sus
descubrimientos y sus continuas intervenciones en la naturaleza. Esto se debe,
en parte, al desprecio por el valor cualitativo de la naturaleza, en especial
por su nota constitutiva suprema: el ser una “cosa viva”, orgánica, no
meramente maquínica; no es sólo una cosa extensa, cuantificable.
Hoy, la madre naturaleza (ahora como
metáfora adecuada y cierta) se ha rebelado; ha jaqueado a su hija, la
humanidad, por medio de un insignificante componente de la naturaleza
(naturaleza de la cual es parte también el ser humano, y comparte la realidad
con el virus). Pone en cuestión a la modernididad, y lo hace a través de un
organismo (el virus) inmensamente más pequeño que una bacteria o una célula, e
infinitamente más simple que el ser humano que tiene miles de millones de
células con complejísimas y diferenciadas funciones.
Es la naturaleza la que hoy nos
interpela: ¡O me respetas o te aniquilo! Se manifiesta como un signo del final
de la modernidad y como anuncio de una nueva Edad del mundo, posterior a esta
civilización soberbia moderna que se ha tornado suicida. Como clamaba Walter
Benjamin, había que aplicar el freno y no el acelerador necrofílico en
dirección al abismo.
La naturaleza no es un mero objeto de
conocimiento, sino que es el Todo (la Totalidad) dentro del cual existimos como
seres humanos: somos fruto de la evolución de la vida de la naturaleza que se
sitúa como nuestro origen y nos porta como su gloria, posibilitándonos como un
efecto interno.
Y, por ello, no metafóricamente, la
ética se funda en el primer principio absoluto y universal: ¡el de afirmar la
Vida en general, y la vida humana como su gloria!, porque es condición de
posibilidad absoluta y universal de todo el resto; de la civilización, de la
existencia cotidiana, de la felicidad, de la ciencia, de la tecnología y hasta
de la religión. Mal podría operar alguna acción o institución si la humanidad
hubiera muerto.
Se trata entonces de interpretar la
presente epidemia como si fuera un bumerán que la modernidad lanzó contra la
naturaleza (ya que es el efecto no intencional de mutaciones de gérmenes patógenos
que la misma ciencia médica e industrial farmacológica ha originado), y que
regresa contra ella en la forma de un virus de los laboratorios o de la
tecnología terapéutica.
La interpretación intentada indica que
el hecho mundial, nunca experimentado antes y de manera tan globalizada que
estamos viviendo, es algo más que la generalización política del estado de
excepción (como lo propone G. Agamben), la necesaria superación del capitalismo
(en la posición de S. Zizek), la exigencia de mostrar el fracaso del
neoliberalismo (del Estado mínimo, que deja en manos del mercado y el capital
privado la salud del pueblo), o de tantas otras muy interesante propuestas.
Creemos que estamos viviendo por
primera vez en la historia del cosmos, de la humanidad, los signos del
agotamiento de la modernidad como última etapa del Antropoceno, y que permite
vislumbrar una nueva edad de mundo, la Transmodernidad, en la que la humanidad
deberá aprender, a partir de los errores de la modernidad, a entrar en una
nueva edad del mundo.
Donde, partiendo de la experiencia de
la necro-cultura de los últimos cinco siglos, debamos ante todo afirmar la Vida
por sobre el capital, por sobre el colonialismo, por sobre el patriarcalismo y
por sobre muchas otras limitaciones que destruyen las condiciones universales
de la reproducción de esa vida en la Tierra.
Esto debiera ser logrado pacientemente
en el largo plazo del siglo XXI que sólo estamos comenzando. En el silencio de
nuestro retiro exigido por los gobiernos para no contagiarnos de ese signo
apocalíptico… tomemos un tiempo en pensar sobre el destino de la humanidad en
el futuro.
*Académico, filósofo, historiador y teólogo argentino, naturalizado mexicano. Fue rector interino de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
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