miércoles

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (115)

 El sitio de la Mulita (38)

  

Un viejo tordillo estaba en todo hacía ratos, sin que nadie -tal vez por la conmoción de espíritu- admitiera como extraña su presencia entre ellos y en primera fila. Con vaga sorpresa fija observaba, de tan dilatado el cogote, bien por entre las orejas. Había arrancado su estaca de una sentada en los garrones al tropezar con su maneador algún presuroso, cuando la lucha. Él y todos los del conjunto marcial quedaron pues, mirando aquel alejarse de la noche, atentos a cómo se atenuaban las formas en la semioscuridad del campo, a cómo se perdieron también después tras una franja más sombría.

 

-¿Pero y el Asistente del Sargento Cimarrón? ¿Pero y dónde anda el Asistente? ¿Eh? A ver, dónde anda, ¡digan!

 

Era el Sargento Cuervo quien, de pronto, empezó a insistir así, sin alzar mucho la voz; pero como con un encono.

 

Saliendo con zozobra de su ensimismamiento, dos milicos se ojearon las caras.

 

-¡De veras! ¡Aquí no está! ¡Ese es capaz que no ha sentido nada!

 

El Cuervo se estaba poniendo fuera de sí.

 

-¡Pero no es posible! ¿Adónde tiene las cacharpas?

 

-Él hace noche abajo de aquel saucecito, Sargento. Allí tiene su “bendito”.

 

Caminando delante del Sargento Cuervo, que llevaba a los flancos a los dos Cabos, el Cabo Lobo y el Cabo Pato, cerrando la marcha los demás; un poco estupefactos todos menos el Sargento Segundo, que era presa de una intriga encolerizadora, llegaron al ranchejo seguidos de lejos por el mancarrón tordillo, al cual dejó de mirar hacia el bajo cuando lo hicieron los otros y, ahora, como aquellos se había puesto también en movimiento.

 

Con horquetas de varas de sauce y hojosas ramas por arriba, el Asistente Macá teníase construido flor de refugio. El silencio del campo raso reinaba dentro, al punto de que estar allí era como estar afuera, o más, cuando el Sargento se echó al suelo y metió la cabeza.

 

-¡Sí, me tiraba una fija! ¡Aquí no hay nadie! -exclamó, de una patada dejando el “bendito” hecho una lástima, y revolviendo las ramas con la bota por desahogarse de unas crueles ganas.

 

En efecto: impecable, como para recibir, al fin, a una novia, se le había presentado la cama: su basto a la cabecera… encima de él, con suma prolijidad desplegado, el sobrepuesto… Los cojinillos, bien tendidos y con la lana hacia arriba, dejaban ver el borde de la carona. A un lado estaba el poncho. Pronto par acudir a cobijar al durmiente y defenderle los sueños. Sí, allí se ostentaba la cama. ¡Pero sin su dueño en ella! A la mano derecha, la carabina y el cuchillo caronero, estaban. Lo que faltaba era la pistola de dos caños. Y la espada… Y el freno no apareció tampoco por ningún lado. ¡Ni la manea!

 

Producida la patada del Sargento y el consiguiente desparramo, curioso el veterano Soldado Avestruz deslizó el cogote por entre el grupo. Cuando lo retiró, pareció haber pescado una sonrisa en la resaca de cueros, ramas y armas.

 

-¡Habrá ido a pescar a la encandilada porque no está el farol con su vela que había al lado del horno! -comentó. -Él anda siempre con un aparejo. Habiendo oportunidá, si queda arroyo cerca, sin permiso se escabulle y… Yo siempre le digo: “¡Tené ojo!” Pero él, por pescar…

 

-¡Qué pescar ni pescar! ¡El que va a pescar voy a ser yo! ¡A sus cacharpas todido el mundo!

 

De cabeza gacha en las tinieblas se dispersaron los soldados. A los zig zag entre ancas y cogotes, soltando maneadores, cuidando de no tropezar con las estacas, hallaban sus refugios y escurríanse hacia sus aperos.

 

Ya acostado, el viejo Avestruz, como era su hábito, se provocó tos para componerse el pecho antes de dormir. Y se decía, boca arriba:

 

-Está en el arroyo. Aunque el Sargento no crea. Él es loco por el pescado. Lo envuelve en un papel, lo mete abajo de las cenizas y después… se va a algún reparo y se lo come y no convida. Allí en el arroyo está con su pacencia.

 

Sin incorporarse tanteó la chuspa, armó un cigarro, encendió el yesquero y se puso a fumar el último cigarro. Como le eran tan largas, tenía encogidas las piernas. Así no las dejaba fuera de los cojinillos y por abajo, del poncho, por arriba, de la protección general del techito; y así les evitaba la empapadura del sereno a ellas y al poncho que las abrigaba.

 

El Sargento Cuervo, mientras tanto, permanecía a solas con su inmovilidad. Hasta que, empujado por la llegada de una idea, miró rabioso al cielo, donde el pasaje de tres nubes por debajo de un gran montón de estrellas y de la luna en mucho acentuaba la oscuridad. Enderezó después hacia las estacas. Con minuciosidad empezó a contar la caballada. Como el bastereado tordillo, al quedarse solo y sin sueño, se había puesto a triscar mansamente, no advirtió el Sargento Segundo que andaba con su maneador a rastras.

 

-¡Sí, falta un caballo! ¡Él salió en pelo y yo sé adónde va!

 

En efecto: a esa hora, entre el campamento y el joven Asistente la distancia se acentuaba cada vez más. Por la falta de poncho, el frío lo llevaba medio agarrotado al Macá. Pero galopeaba orgulloso. Su misión era de las de confianza. El zafarrancho que se armaría sería de órdago. La vida de la Mulita estaba asegurada. Con su Sargento y con Don Juan la existencia en el monte -que a él mismísimo, lo quieras que no, esperaba después de la liberación- cuánto más preferible era, cuanto más, sin embargo, al servicio policial donde se metió en horamala. Se acabaron por fin, las arbitrariedades y el andar persiguiendo gente. Y el no distinguir ni solito una vez quien hace cualquier cosa medio regularona siendo malo y el que hace, siendo bueno, una barbaridad. Y eso, encima, ¡que ya es el colmo!, de pasarse en ocasiones las horas parado, con el arma al brazo y sin poder fumar, mientras el preso, maneado, claro, está muy sentado en el suelo lo más cómodo, hecho chimenea.

 

Ignoraba en sus radiantes ensueños el Macacito que bajo aquel mismo cielo, a una legua más o menos, un triple trote, casi marcial, lo precedía. Y que el nuevo sol, justito en cuanto apareciera, ya iba a iluminarle vicisitudes sin cuento, de esas que, para atenderlas a todas, no hay marote que pueda dar cumplidamente abasto.

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