miércoles

VIAJE AL FIN DEL MIEDO / CREER O REVENTAR (16) - HUGO GIOVANETTI VIOLA

 (UNA NOVELA CONCEBIDA EN EL PARÍS DE LOS AÑOS 70, CUANDO LA PANDEMIA ESPIRITUAL DE LA TRANSMODERNIDAD YA NOS HABÍA JAQUEADO MORTALMENTE)


1ª edición bilingüe: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020

Prólogo de MARYSE RENAUD

Traducción al francés: CARL D’ABLEIGES


para Bénédicte Froissart

ANDUVE CONVALECIENTE del tifón durante varios días (y en cierto modo durante varios años, aunque esa es otra historia). En todos esos días no vi a Ray, por suerte. El otoño era espantoso, y llegué a escribirle tres cartas seguidas a mi viejo preguntándole qué pasaba con el pasaje. Una tarde me interrumpieron la siesta unos golpes suaves en la puerta y salté y me encajé el pantalón y me senté al lado de la mesa donde estaba el cuchillo. “Adelante” grité. “Está cerrado con llave, boludo” me dijo una voz de mujer. Era Colette. Abel se abalanzó a abrir y se besaron las mejillas a la francesa lo menos ocho veces. Después la hice pasar.

“Antes que nada voy a pedirte un mate” dijo Colette: “Hace siglos que no tomo”. Abel lo preparó mientras se comentaban las últimas andanzas. La muchacha había vuelto una semana atrás y empezado a trabajar enseguida y alquilado una pieza en Montmartre. “Acabo de pasar por el Stella a buscar unas cosas que dejé arrumbadas y el Bigote me dijo dónde parabas” me explicó: “Después preciso que me ayudes a cargar una de las valijas. No pude con las dos”. “Ningún problema” dije: “Para eso estamos, al final de cuentas. ¿Cómo andás vos?”. “Como puedo” levantó los hombros la muchacha: “¿Y vos?”. “Igual” le dije, rascándome desesperadamente la cabeza: “Me pica mucho el mate. Horrible. Desde hace varios días”. “¿No serán piojos?” me preguntó Colette, y eso me electrizó. “Puede ser” me avergoncé: “Estuve de pasada en la camioneta donde vive Ray con el gitano. Me los debo haber pescado ahí, con toda seguridad”. “A ver: vení” trató de no dramatizar la muchacha: “Vení, que te reviso el mate”.

Eran piojos. Tuvimos que hacer un operativo relámpago y salir a comprar algo a una farmacia para desinfectar mi cabeza y la chambre sin que se dieran cuenta en el hotel. Colette terminó matándose de risa, pero Abel no se pudo tragar la sensación de que todas las humillaciones tienen una especie de límite pre-dantesco que no se debe rebasar. Esta es la última vez que me infectás, gallo negro -pensé, arrancándome crepitaciones rabiosas de los dedos: La última, te lo advierto.

Al bajar al sótano del Stella Colette se asustó de la fuerza con que tironeé y cargué las dos valijas juntas. Pero la bronca me hubiera hecho levitar, lo mismo. Nos despedimos del Bigote y Faruk con dulce indiferencia. En la pieza de Montmartre Colette tenía preparada una ensalada exquisita y un tinto de appellation y Abel no se excitó sensualmente, esta vez.

“Decime” se me ocurrió escarbar de golpe, mientras liquidábamos la botella: “Creo que vos conociste al pintor maricón que andaba por lo de Amelot unos días antes de que mataran a Sinclair ¿no?”. “Sí” dijo la muchacha: “Lo conocí de pasada. Y después lo vi con Ray, una vez. Estaban sentados en la fuente de la place Saint-Michel, me acuerdo. Yo venía de laburar y ya era de noche. Creo que estaban sacando fotos, o algo así. Mirá: ¿sabés cuándo fue? Al otro día que se supo el resultado de las elecciones: la noche que Pedrito me sacó a pasear y fuimos a Favela. ¿Te acordás?”. “Cómo no voy a acordarme?” dije, parándome de un salto: “Esa tarde yo había estado dando vueltas con Ray. Y después él se borró para lo de Guy. Se ve que fue ese día que estuvo a punto de venderle la Pentax a Mozart. ¿Pero por qué dijiste que estaban sacando fotos o algo así? ¿No sería que Ray le estaba enseñando a manejar la cámara al marica, por ejemplo?”. “No sé” se intimidó la muchacha: “¿Pasa algo?”. “Pue-de ser” murmuré: “Voy a tener que irme. Estuvo muy rico todo. Sos una maravilla, de verdad”. “Pue-de ser” me imitó Colette, resplandeciendo en su humilde belleza.

Estaba a tiempo de pasar por lo de Amelot, antes de entrar a la taberna. Pero no me bajé en Odéon sino en Saint-Germain-des-Prés, para evitar los alrededores de la camioneta piojosa. Desemboqué en la rue Condé vía Saint-Sulpice y caracoleé por la escalera completamente oscura a una velocidad récord. Arriba estaba más oscuro, todavía. Abel tanteó el pestillo de la cocina y encontró abierto. Entré. No tenía la menor idea de lo que iba a hacer, a excepción de tratar de sacarle algún recuerdo preciso al cerebro descompuesto de Monsieur Amelot. No prendí ninguna luz. Monsieur Amelot no estaba, evidentemente. Los ventanales tenían las persianas recogidas, y la rue de l’Odéon derramaba suaves reflejos rojizos en el apartamento. Entonces me di cuenta que lo que más me interesaba volver a ver era la Pentax de Guy. La encontré enseguida y prendí la luz para observarla bien. De golpe me empezaron a fallar las manos. Nunca se ha visto un detective con el mal de Parkinson -pensé, mientras detectaba una quemadura familiar en la Pentax de Guy. La observé y la palpé durante un rato. Era exactamente la misma quemadura de la cámara robada. Apagué la portátil y me borré de apuro, razonando inconexiones en voz alta.

AL LLEGAR a la taberna encontré a Ray esperándome en la puerta. Debajo del sobretodo tenía puesta mi campera jean, ya fantasmalmente desteñida. Tenía una pierna apoyada en la pared y los ojos creciendo y decreciendo como burbujas verdes de un caldero sangrientro. Entré sin darle la menor pelota. Al rato salí a ver qué pasaba y ya no lo encontré. Más tarde llegó Ramón, con Eva. Venían a poner a prueba la paella de la casa, dijeron. “Pero además tengo que darte una noticia sensacional” sonrió el gigante con la mirada aterciopelada, aunque demasiado negra: “Después lo conversamos, mejor. Laburen tranquilos que al final conversamos”.

Tocamos felices. Abel tomó tres cubalibres muy cargados y no sólo se olvidó completamente de la amenazadora aparición de Ray sino que por primera vez logró verse bajando del avión en Montevideo y abrazando a su gente hasta la saciedad. Después me imaginé militando en la clandestinidad y hasta eso me pareció precioso. Al terminar el último pasaje Ramón nos invitó a sentarnos en su mesa. “Nada del otro mundo la paella de estos gallegos, che” comentó en voz muy alta: “Pero en fin. Se comió”. “A mí me gustó” dijo Eva, haciéndome una guiñada. “Bueno, muchachos” dijo el gigante, casi protocolar: “Salió un laburo en Londres. Para nosotros cuatro. Bien pago. En un boliche. La onda es armar un grupo acústico con bajo eléctrico anexado y chau. Yo lo propuse así y los tipos locos de la vida. En principio serían unos ocho o diez días, y si la cosa camina nos quedamos del todo. ¿Cómo la ves, petiso?”. “Bien” le dije: “El problema es que a mí me están por mandar el pasaje de vuelta de un momento a otro. Pero yo agarro igual. El pasaje conserva validez durante meses”.

Ramón lo miró fijo, y Abel tuvo la sensación de que así como existen las “noches de brujas” también se podría hablar en el futuro de las “noches de Gárgolas”. Cuestión de incorporarlo al folklore satánico -me divagué, fregándome los ojos. “Ahí está” dijo el gigante, con voz de malo de las películas: “Te llevamos a Londres y en vez de coparnos en paz te escuchamos hablar todo el día del pasaje de vuelta y de tu papá tu mamá tu hermanita Liverpool el fascismo la revolución y todas esas pendejadas. Mirá, loco: hay días que parece que olés a no sé qué porquería. Es como si todo agarrara tu olor ¿entendés?”. “Entiendo” dijo Abel: “¿Y cuándo se irían, che?”. “Mañana” le contestó el gigante: “Pero si no rompés demasiado podés venir. No hay problema”. Entonces miré a Eva -que presenciaba mi ejecución con los ojos brumosos- y Ramón la obligó a levantarse y la abrazó como había hecho con su hija en Saint-Tropez. “Chau, muchachos” ladró, sin volver a mirarme: “Nos encontramos a medianoche en casa y arreglamos todo. Habría que ensayar algo, también. Díganle a los gallegos que la paella es un asco”.

Pedrito quedó agarrándose la cabeza. “Perdoná, nono” me dijo: “Pero los Baffa siempre fuimos -todos- unos hijos de puta. No sé por qué, te juro. Vení a Londres, igual. A mi hermano le dan estas viarazas y se le van en diez minutos. Ya sabés cómo es”. “No” Pedrito, le dije: “La verdad es que no sé muy bien cómo es tu hermano. Y no me interesa mucho saberlo, tampoco. Además de que me queda alguna cosa que hacer acá en París, todavía”. Entonces el Cordobés se arrancó de su silla y me apretó la mano hasta el dolor. Fue la primera y última vez que le vi la cara: era realmente un niño. Desamparado. Escrachado. Estafado. “Quería decirte que te tengo fe, guaso” jadeó: “Siempre te tuve fe pero nunca te lo dije. Fuerza, en el Uruguay”.

Después ellos se despidieron de los gallegos y yo formalicé para seguir cantando solo -compartiendo la cartelera con Picaflor y Pepe el Sopo. Los acompañé hasta la calle. El Cordobés me abrazó sin agregar una palabra y Pedrito me dijo nada más que Chau nono, con los ojos demasiado brillantes (lastimaban un poco). Tuvo que inclinarse mucho para que Abel pudiera besarle la frente.

BAJÉ A esperar a Picaflor, el cantor guatemalteco que había formado trío con los gemelos mafiosos hasta que ellos se borraron de apuro de París. Era un tipo macanudo, y esa madrugada -mientras caminábamos guitarra en mano por Sébastopol- le prometí escribir un cuento poniéndolo como personaje principal. “A lo mejor escribo algo con Pepe el Sopo, también” agregué: “Pero el tuyo es seguro”. Se quedó contentísimo. Cuando bajó a tomar su tren en la gare Saint-Michel sentí que alguien me gritaba desde una terraza. Era Pablo Regusci.

Abel corrió hasta el boliche tan exaltadamente, que se tropezó dos veces seguidas con su propia guitarra bamboleante y estuvo a punto de romperse la cabeza contra el cordón de la vereda. “Opa, che” se rio Pablo, sin levantarse de su mesa: “Tené cuidado que vas a dejar a Caín sin trabajo”. Nos dimos la mano. “¿Cómo te acordabas de lo de Caín?” pregunté: “¿Cómo andás? ¿Estás viviendo acá? ¿Vas a quedarte o qué?”. “Qué reportaje largo” dijo Pablo: “Como musicastro que soy te voy a contestar en orden descendente y en modo mayor, sin desalterar los intervalos ¿tamo? Ahí va: pienso casarme con una uruguaya exiliada cuando vuelva de una girita que tengo en Alemania (salgo dentro de un rato). Estuve viviendo acá después que volví del sur, porque cayó mi primo -el hijo de tío Pacho- de visita. No ando bien. Nadie se olvida de los disparates que cuenta un loco como vos (lo cual no me vas a negar que desde el punto de vista novelístico te representa una enorme ventaja)”.

Abel pidió un ron Saint-James y estudió a su gemelo mayor y lo encontró casi peor que él. “Pero qué te pasó” pregunté: “En el sur andabas fenómeno”. “Sí” dijo el otro: “Andaba bien. Pero parece que ahora me di cuenta que mi compañera está exiliada y yo estoy borrado. Me di cuenta de veras, quiero decir. Lo que te provoca el correspondiente complejo de culpa con el correspondiente traslado a la culpa universal, etc., etc. Lo que de veras siento -y es bastante jodido- es que viniéndome del todo para París me robé algo a mí mismo ¿entendés?”. “Claro, claro” le dije, con los ojos clavados en la fuente de la place Saint-Michel: “Si entenderé los problemas que trae robarse algo a sí mismo”. “Bueno, tengo que ir arrancando” suspiró el otro: “Aquí está mi dirección. Guardala. ¿Cuándo te las tomás, al final?”. “Cuestión de días” le contesté: “Falta que llegue el pasaje, todavía. Y muy poca cosa más”.

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