(UNA NOVELA
CONCEBIDA EN EL PARÍS DE LOS AÑOS 70, CUANDO LA PANDEMIA ESPIRITUAL DE LA
TRANSMODERNIDAD YA NOS HABÍA JAQUEADO MORTALMENTE)
1ª edición
bilingüe: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020
Prólogo de
MARYSE RENAUD
Traducción al
francés: CARL D’ABLEIGES
para Bénédicte Froissart
SAINT-TROPEZ
QUEDABAN MUY pocos días para irnos, pero por las dudas
me largué aquella tarde mismo hasta Chez Marlene a ver si conseguía la cita con
el médico. Encontré cerrado. Pregunté en el restaurant conexo y me dijeron que
Marlene acababa de irse a la villa de Li. “La llamaron por teléfono hace cinco
minutos” me explicó el chef, en mangas de camisa: “Es una lástima. Recién se fue.
¿Puedo ayudarte en algo?”. “Necesito un remedio” dije poniendo cara de
moribundo: “¿Cómo hago para llegar a la villa de Li? Ya me llevaron una vez,
pero ahora no tengo la menor-”. El muchacho sonrió, entre disciplicente y
simpático. “Mirá” murmuró: “No tendría que decírtelo. Pero si caminás por acá
abajo -bordeando las costas privadas- llegás en un rato. Yendo por allá arriba
tenés que tomar un taxímetro y dar doscientas vueltas. Abajo hay un muellecito
con un cartel que dice Werewolves”.
“¿Cómo?” puso cara de curioso inofensivo Abel. “Werewolves” repitió el chef: “Es una palabra perteneciente a una
vieja superstición judía. Son las personas que se vuelven lobos y se comen a
otras, o algo así. Lo sé porque soy judío, of course”. Abel agradeció
levantando un pulgar, aunque sin sonreír.
No fue nada complicado caminar por las rocas. Me hizo
acordar a mi niñez, en la playita de los Ingleses. Acá también había alguna que
otra playita, al pie de los acantilados señoriales. “Eh, los de arriba” jadeó
Abel en cierto momento, sudando como un chivo: “¿Tienen felicidad?”. Después
trepó un rocaje color sangre vieja y encontró el Werewolves casi frente a su cara mientras oía una especie de
graznido humano, explotando allá arriba. Abel trató de remontar lo más
rápidamente posible la escalera que llevaba a la villa. Claro que no me ahogaba
el asma, solamente: el graznido pasó a ser chillido y después aullido, a medida
que me acercaba. Se sucedía con cortísimas interrupciones.
Lo primero que vi a través de los ventanales traseros
fue la irradiación verdosa de la piscina: no vi ninguna sombra colgando del
trampolín, en ese momento. O mejor dicho: no vi el trampolín. Atravesé un
jardín cubierto oyendo con asombro la vibración que producía el griterío en los
cristales. Cuando entré al suntuoso espacio abierto de la piscina Marlene
levantó la cabeza y me observó como si yo fuera de la casa. Yo torcí la cabeza
y vi primero al San José cornudo que parecía mirar burlonamente a Li desde
abajo del agua. Li colgaba -desnuda y ahorcada- del trampolín.
“Y vos qué hacés aquí, si se puede saber” demoró mucho
en preguntarme el muchacho, cuando se le pasó la pataleta. “Andaba buscando a
Marlene” dije: “La fui a buscar al restaurant y me explicaron que recién había
salido para acá”. En ese momento Marlene estaba mirando a Li desde muy cerca,
me dio la impresión. La capté apenas de reojo, porque no quería profundizar mi
visión del cadáver. Ya había tenido suficiente con Sinclair. El policía se secó
bien la cara y prendió un cigarrillo. Marlene taconeó hacia nosotros: ahora le
relampagueaba intermitentemente la furia, debajo de la gelidez. “Como lo veo
mucho más calmo se lo voy a volver a preguntar. Y a ver si no le da otro
ataque” chilló, dirigiéndose al muchacho: “¿Por qué están tan seguro que no la mataron?”. “Perdone, pero yo no se lo voy a
volver a explicar” la cortó el ex-matoncito, amablemente: “Ya está por venir la
técnica y eso va a confirmar todo, no se preocupe”. La mujer dio una patada en
el suelo y se fue de la villa.
Abel prendió un Peter Stuyvesant y se sentó al lado
del muchacho. Se dio cuenta de que el otro tendría su edad, más o menos: sus
ojos ya no le parecieron ni inocentes ni degenerados. “¿Hace cuánto pasó?”
pregunté. “Una hora y media, más o menos. Acabábamos de hacer el amor en serio,
por primera vez. Yo salí a buscar un champagne especial en el auto, para
festejar. El champagne especial lo pidió ella. Yo soy del pueblo, viejo. Soy
policía, pero me cago en los explotadores”. Entonces puso los ojos en la
ahorcada y murmuró: “Cómo me enamoré, mierda. Jamás podré entender cómo me fui
a meter de esa manera”.
Abel terminó el cigarrillo en silencio y le pidió
permiso al muchacho para irse. Él movió la cabeza, asintiendo. “¿Qué hay del
caso de París? El del ex-marido de ella” me animé a preguntar, ya parado. “No
sé” me contestó, levantando los hombros: “Yo tenía mi función de vigilancia
acá. Hace días que no sé nada de cómo va lo otro”. “¿Y los negros?”. “Los
negros están presos en Cannes desde ayer” dijo el muchacho: “Se les fue la mano
con la carga que trajeron. Pero pueden zafar. Con un poco de suerte, zafan”.
Abel le dio la mano al ex-matoncito. “Si
va pal montón del rico / el pobre que piensa poco / detrás de los equivócos /
se vienen los perjudicos” le recité en español. No sé si me entendió, pero
me hizo una melancólica guiñada de complicidad. Abel salió por la escalera del
fondo, sin volver a mirar la desnudez de Li. Cuando pasé junto al Werewolves me pregunté si la
superstición judía contemplaría los casos de las mujeres-lobo que terminaban
por devorarse a sí mismas. “Malditos matriarcados” dije tirando una piedra
contra el Mediterráneo.
CHAMBRE 22
UNA CHIQUILINA y un hombre cruzan la rue Monsieur-le-Prince después de
haber salido del hotel Stella a mediodía, el último sábado de julio. No hacen
buena pareja. El hombre camina mirando el suelo, aunque sin tomar en cuenta los
declives que le convienen para nivelar el centímetro que le lleva la infanta:
ella apenas sonríe. Entran al bar-tabac de la esquina de la rue Racine y él
saluda nerviosamente al barman y pide dos cervezas. La chiquilina aplaude. El
barman trae las copas y el hombre hunde encorvadamente su desesperación en el
redondel blanco. Cuando sube la cara la chiquilina le borra con un dedo la
espuma de los bigotes y él vuelve a sorber sin respirar bajo el reflujo pálido
de su recién asesinada adolescencia. Al terminar la copa ya sonríe, mientras cuenta
la historia de su primera y única borrachera liceal. La muchacha señala los dos
demis al barman, que la observa juzgándola como una copera en potencia. Al
vaciar la segunda cerveza el hombre ya desagua palabras desvalidas y asciende
hacia otra sed. Entonces habla ella: él recibe cada palabra como si se saciara.
Después saltan de las banquetas y remontan la rue Monsieur-le-Prince hasta la
esquina de la estación del Lux. Se besan lentamente las comisuras de las
sonrisas antes de que la infanta desaparezca para tomar el tren. El hombre
retorna por la tarde calcinada y al llegar al hotel se entrepara a mirar
desesperadamente la esquina de la rue Racine donde está el bar-tabac.
CUANDO ME desperté era tarde, aunque Ray siguió roncando como una hora
más. Abel esperó el primer mate para fumar el primer cigarrillo, y entonces me
puse a pensar en qué posibilidades tenía de conseguir prestados los quinientos
francos y mandarme mudar a Cannes lo antes posible. Tuve una idea muy loca,
aunque no totalmente descartable. Al rato cayó Faruk a avisarme que me llamaban
por teléfono. Era la nena: quería que nos despidiéramos en un boliche, en una
media hora. D’accord. De vuelta para la chambre, le golpeé a Pedrito y le avisé
a través de la puerta que apenas consiguiera la guita nos íbamos a Cannes.
Cuando volví a pisar la chambre del león, Ray estaba despierto: tenía
los ojos rojísimos aunque opacos, todavía. No hablamos nada. Abel aprovechó
para lavarse y vestirse y bajó a esperar a Bénédicte. Ella apareció enseguida, y
mientras cruzábamos el bar-tabac de la esquina sentí crecer la desesperación
como a una ola hawaiana. Me sentí sin tabla para surfearla, además. La primera
cerveza me calmó, aunque ya con la segunda recordé dónde estaba y lo que había
pasado la noche anterior. Caballero
caballero / el de la Triste Figura / ¿qué se fizo tu aventura? -payé
moviendo apenas los labios. Abel observó la prodigiosa belleza mareada de la
chiquilina que se le había escapado para siempre, y sintió olor a muerte: olor
a muerte, en todo. “Le he hecho mal a la gente” murmuré. Bénédicte me miró con
indolencia. “Estás loco” se rio: “Lo que pasa es que estás tan loco y a veces
sos tan bueno que uno no sabe bien cómo quererte. Es como si uno se enamorara
de algo que tenés adentro pero que-”. “Pero que no soy yo” dijo Abel. “Bueno,
no sé” sacudió la cabeza la chiquilina: “Me tengo que ir temprano. ¿Me acompañás
al Lux?”. Se despidieron sin poder intercambiarse direcciones para escribirse
durante el verano. Ella se iba a acampar con la clase pero no estaba decidido
adónde, todavía. “No hay problema cosita” mintió Abel: “El tiempo pasa rápido.
A la vuelta nos vemos”. Iba a agregar Portate bien, pero no agregué nada.
Cuando volví al hotel Ray ya se había borrado. Lo
volví a encontrar de noche, en el Morvan. Estábamos sentados en la vereda
tomando cerveza con el Cordobés Pedrito y otros dos músicos del barrio, y el
riverense dijo Buenas noches justo atrás mío y yo supe que la Gárgola ya se le
había iluminado. Traté de no mirarlo durante mucho rato, hasta que al Cordobés
se le ocurrió conseguir una tumbadora a toda costa. “En serio, guaso: lo que
precisaríamos allá en el sur es una buena tumba” porfió, con entusiasmo.
“Cigarrito, Abel” me pidió inmediatamente Ray, acariciándome un hombro.
Entonces lo miré. Él sonreía, pero la fosforecencia verde del sótano del mundo
me volvió a traspasar. Abel no se cayó, esta vez -aunque bajó la cara como
hacen los culpables. “Eso está bien” le murmuró Ray en la oreja: “Se precisa
una tumba, de apuro. Eso está bien, Abel. No vayas a olvidarte”.
LA IDEA muy loca que había tenido aquella mañana para
conseguir los quinientos francos me volvió a acorralar a medianoche, en La
Reja. No me quedaba otra salvación, a esta altura del partido. Abel le pidió un
ron puro a Pepillo y se acercó al teléfono envalentonadamente y discó el número
del Inspector Bugeia, componiendo algo así como un rostro de hijo pródigo. Me
atendió el mismo Marc, con un gruñido más hastiado que soñoliento. “No esperaba
encontrarte a esta hora” le dije: “Estás volviendo temprano, viejo”. “Muy
gracioso” dijo Marc: “Lo que pasa es que retrasmitían una semifinal bastante
menos aburrida que el caso Sinclair”. No dio para reírse. Entonces Abel apuró
el ron y se mandó el discurso: “Escuchame, viejo: en este momento te estoy
llamando porque no está mi padre aquí en París. Ando en líos. Tendría que verte
mañana mismo, si tuvieras un minuto”. Se oyó con claridad la violenta
exhalación del humo hecha por el Inspector en la alcantarilla del teléfono.
“Dónde estás” preguntó fríamente: “¿En la taberna española? ¿Dónde es que
queda?”. “No” protesté: “Ahora no. Dormí tranquilo, en serio. Y nos vemos
mañana de mañana, en todo caso”. “Nadie va a dormir tranquilo” ladró Bugeia:
“Dónde estás”. Abel se fregó la cabeza: “En la rue de Cossonerie casi
Sébastopol. Es una callecita que sobrevivió al costado de la excavación
Pompidou. Entre la Berger y la Rambuteau. No tenés cómo perderte: la taberna se
llama La Reja y hay un cartel afuera. Pero el viaje es muy largo, Marc”. “A
nosotros nos pagan la nafta, No te preocupes, hijo” retrucó el inspector,
resoplando otra humareda: “Una sola pregunta: ¿te molesta que vaya con
Arlette?”. “No” dije: “No hay ningún problema”. Y terminé el ron de apuro y
corrí a cantar un bolero espantoso con cara de extasiado.
Demoraron bastante poco en llegar. Marc le llevaba una
cabeza limpia a Arlette, y no parecían cansados de convivir. Abel los hizo
sentar en el fondo del bodegón y pidió sangría especial de la casa. “Ça va
Maigret” pregunté, para entrar en calor. Eso le causó mucha gracia a Arlette,
que después de un trago largo se había puesto radiante. Era realmente agradable,
la petisa. Además debe hacer años que no la sacan a una boîte, pensé
autoconsolándome. “Yo ando descuartizado” declaré entonces, a boca de jarro:
“Es una historia muy extraña y podés crérmela o no, Marc. Tengo que irme de
París lo antes posible. Un loco del barrio quiere matarme. Un paranoico. Amigo
mío, además. Y te adelanto desde ya que
esto no tiene nada que ver con el caso Sinclair. Palabra de hombre”. “¿O
palabra de detective privado?” preguntó Marc, tratando inútilmente de no poner
ojos policíacos. Yo miré a Arlette sonriendo como pude, pero la mujer se había
endurecido tanto que terminé clavándome los dedos en los párpados.
“Palabra de hombre” repetí: “Lo que necesito es pagar
una deuda de meses en el hotel, nada más. Después me las arreglo”. Hubo un
denso silencio. De repente me rozaron el brazo. Cuando levanté los ojos vi la
chequera de Marc y la birome al lado. “Poné la cifra que quieras” dijo: “Está
en blanco”. Abel temblaba tanto que le costó hasta dibujar los ceros del 500.
“Nos vamos a Cannes” explicó, siempre mirando para abajo: “Allá se trabaja
bien. A fin de temporada te los devuelvo, viejo”. “Me los devolvés cuando los
tengas” corrigió Marc: “¿No tenés nada más para decirme, Abel? ¿Nada más? ¿De
verdad?”. “No. De verdad” mentí. “Gracias por la sangría” ladró el Inspector,
ya parado: “El que te quiere matar de veras te
mata, hijo. Eso no tiene solución. Pero cualquier problema-”. En ese
momento fue la mujer la que se lo llevó a rastras, después de desearme suerte
con voz enrarecida.
AQUELLA MADRUGADA no me animé a meterme en la chambre
del león. Abel invitó a Pedrito a volver caminando por Sébastopol, y de paso organizar
más tranquilos los detalles del viaje. “Así que el cana te prestó la guita,
nomás. Qué tarro” reflexionó el chiquilín, apenas se sentaron en la terraza de
un boliche de la place Saint-Michel para ver amanecer sobre Notre-Dame. Todavía
estaba fresco, y el azul de París estremecía hasta el desamparo las chuzas de
Pedrito. “¿Quiere poner algún disco, nono?” me preguntó de repente, irguiendo
su metro noventa y frotándose las manos con un sobreactuado entusiasmo
infantil. Pidió su clásica mamadera de Coca-Cola, además. “No” dije: “Elegí
vos. Yo ya no sé ni qué canciones hay”.
Estuvimos viendo amanecer y escuchando la misma clase
de baladitas melancólicas que le vendieron a mi generación: algunas no tan
malas, y otras inexistentes. Pero eso no nos importaba demasiado. Uno podía
poner la radio al mínimo volumen y cruzar el insomnio soñando consoladoramente
(o llorando suavemente incluso, bocabajo en la almohada) con la felicidad. Y
nunca se nos prometió una felicidad con
sacrificio con generosidad con valentía con muerte y con resurrección:
nunca. “Cristo” casi grité, fregándome los pelos.
Pedrito me miró. “Mi abuelo era albañil” dije
estudiando el contraluz violáceo de Notre-Dame: “Y trabajó en unas cuantas
iglesias, me contaba mi madre. En la del Cerrito en la de la Cruz en una
goticoide que hay allá por Larrañaga cerca del Prado, y no sé en cuál otra.
Antes de la ley de ocho horas. En invierno empezaban a las cinco de la mañana y
ponían los ladrillos sin sentir las manos: horas enteras trabajando así. Cuando
mi abuelo tenía catorce años lo metieron a laburar en una obra del puerto y a
veces se iban caminando desde Belvedere para poder escaparse de noche a la
ópera con los vintenes del tranvía. Cada vez que en mi casa se nombraba la
ópera al viejo todavía se le prendían las lámparas. Pero no decía nada. Casi
nunca decía nada. Fue mi madre la que me contó que una vuelta el capataz de la
obra (que era un recontrapariente recién llegado de Italia) lo siguió y lo vio
entrar al teatro y le loreó a mi bisabuelo y mi bisabuelo casi lo mata a
cinturonazos y nunca más fue a la ópera. Siguió toda la vida laburando de
albañil. Era batllista a muerte el viejo, y tenía un carácter brutal y morfaba
como una bestia y cuando se jubiló se pasaba sentado en el frente tomando mate
y armando tabaco Puerto Rico hasta que la arterioesclerosis lo derrumbó de
golpe -aunque yo nunca le conocí una gripe. Pero me dijo dos frases que no me
olvidé nunca. La primera fue cuando yo estaba en el liceo y habían empezado las
huelgas, allá por el sesenta y poco. Una vuelta salí de casa comentando que a
lo mejor iba a haber huelga para que no mataran a Caryl Chessman y mi abuelo me
ladró desde atrás: Mirá que lo peor que
hay en la vida es ser carnero, Abel. Y se calló hasta unos cinco años después,
cuando ya habían matado al Che y Pacheco nos mandaba balear en Dieciocho. Un
día me siento a tomar mate al lado de él y de repente me dice: Yo no sé qué le pueden ver de malo al
socialismo si es para que todo el mundo viva como la gente, carajo. Y se calló
la boca hasta que se murió”.
“Uy: eso tiene que escribirlo, nono. Así como lo
contó, nomás” dijo Pedrito, con cara de copado. “Sí” dijo Abel: “Algún día voy
a sacármelo de arriba. Si vivo lo voy a meter, perdé cuidado”. Ya hacía calor,
y Abel pidió su segundo Saint-James para mantener a raya a la desesperación.
“Bueno” dije después de terminar la copa: “Yo me voy directamente a arreglar
las cosas en Provoya, nene. A ver si
nos podemos borrar esta noche mismo”. “Mirá que el Cordobés va a querer quedarse
por lo menos una noche más” me advirtió Pedrito. “El Cordobés que haga lo que
quiera. Que reviente, si quiere”. “¿Y Ray, che? ¿Qué va a ser de la vida de
Ray?”. “No sé, loco. En este momento no sé ni qué va a ser de mi vida. ¿Por qué
no vas y se lo preguntás a Ray, mejor?”.
ABEL CAMINÓ por Saint-Germain hasta la oficina de Provoya, pero la encontró clausurada.
París ya estaba caliente como el infierno, y yo chorreaba menos de miedo que de
asombro. Cerré los ojos un momento y me balanceé sobre los talones y elegí
creer en la existencia de Provoya. Lo
que tenía que hacer era encontrarla, entonces. Estuve hablando con gente de
toda la cuadra hasta que un farmacéutico con cara de apóstol disfrazado me
apuntó la nueva dirección. Seguí trotando por París. La inminencia de Ray me
cercaba por todos lados: nunca pensé que podía haber tanta gente parecida a él.
Y era terrible darse cuenta de eso.
Abel consiguió un coche a Cannes recién para la
madrugada: era el coche de un mago profesional, le explicó el funcionario de Provoya con cierto encantamiento. Abel
se sentía tan aliviado que levantó el pulgar a la romana, como si le hubiera
tocado viajar en el batimóvil. Después fui a cambiar el cheque de Marc y a
buscar yerba a Fauchon y me apuré
para llegar al Stella antes del mediodía, porque había decidido mandarme mudar
lo antes posible de la maldita chambre 22. En la chambre estaba el león, boca
arriba en la cama: tenía la Gárgola apagada, pero cuando le dije que había que
tomárselas dentro de un rato puso cara de matón del Far-West. “Qué apuro que
tenés, botija” se paseó un fósforo por los labios rojísimos: “Mejor nos
quedamos hasta mañana ¿no? ¿No te vas a ir mañana?”. “Sí” dijo Abel, aceptando
el chantaje acaso con el último rostro de niñez absoluta que le entregó a la
vida.
Aquella tardecita avisamos en la taberna que nos
íbamos, y casi nos agarran a patadas. El Poeta me miró con piedad, en cambio.
La despedida fue organizada en la chambre de Pedrito: se compró vino pollo
asado y hasch. Pero yo no quise fumar ni en broma. Colette estaba triste (a
pesar de las promesas de Pedrito de mandarla buscar lo antes posible) y Ray
levantó vuelo de una manera extraña: hubo un momento en que me animé a mirarle
los ojos y vi resplandecer la Gárgola como con un fervor enamorado. “A ver,
botija” dijo de repente: “Vamos a inventar algún jueguito inteligente. ¿Te
acordás de lo bien que pasábamos allá en la chambre 9? Imaginate que esta fuera
la última noche que tuvieras para defender algo. Algo grave que hiciste. Algo
muy grave, pibe. Qué argumentos darías, a ver”. Y clavó los ojos en Abel con
horrible bondad. Abel no pude verlo, sin embargo: había bajado la cara y la
mantuvo así durante un rato largo, hasta que dijo mansamente: “No tengo nada
que defender, hermano”. Entonces Ray pegó un salto en la cama donde estaba
sentado y salió a las zancadas de la chambre. “Uy: empezó a aclarar” dijo
Pedrito: “¿Ya armó el equipaje, nono?”. “No” empecé a sudar hielo: “Ahora
subo”.
Estuve a punto de pedirle que me acompañara, pero me aguanté.
Me acerqué al lavatorio y me mojé la cara y la cabeza, aprovechando el tremolar
del toallón para empalmar un cuchillo sin que se dieran cuenta. Entré a la
chambre 22 con la cabeza gacha. Todos somos culpables, señor Fiscal. El
problema es que también podemos ser inocentes. La vida juzgará. El amanecer se
filtraba verdosamente por la persiana y Ray me estaba esperando, parado frente
a mi valija. Abel se paró enfrente y levantó los ojos durante un momento y
encontró aquella luz, matándolo y matándolo. Entonces Ray empezó a juntar mi
ropa a los manotones y yo colaboré. De vez en cuando nos mirábamos y yo ya
tenía cojones como para tantear disimuladamente el cuchillo que llevaba
escondido en el gabán.
Después bajamos a buscar a Pedrito. El Cordobés había
quedado de ir a encontrarse con nosotros en la casa del mago, y salimos a
buscar un taxi con el chiquilín por el aceitunado socavón desierto de la
Monsieur-le-Prince. Abel se cortó solo y empezó a silabear algunos versos de un
poema que le enseñó su padre cuando él era muy chico. Él le había preguntado en
una sobremesa quién era un tal García Lorca mencionado ese día por la maestra,
y su padre puso ojos melancólicos y le recitó de memoria la segunda Canción de jinete. Enseguida pareció
arrepentirse y le dijo que Federico era mucho más que eso, pero ahora Abel
silabeaba con pálida dulzura: Aunque sepa
los caminos / yo nunca llegaré a Córdoba. / Por el llano, por el viento, / jaca
negra, luna roja. / La muerte me está mirando / desde las torres de Córdoba. /
Ay qué camino tan largo / Ay mi jaca valerosa / Ay que la muerte me espera, /
antes de llegar a Córdoba.
Volvimos al hotel en el taxi, y Pedrito bajó a
despedirse de Colette. Entonces Ray me alcanzó la valija la máquina de escribir
y el bolso con gestos de sirviente, y cerró con violencia la puerta del coche y
me dijo algo bastante largo -y en voz bastante alta- que no alcancé a entender.
Estaba sordo. “Qué” le preguntó Abel, con cara de inocente. El otro se dio
vuelta fastidiado y se escapó dando grandes pasos por la Monsieur-le-Prince.
SAINT-TROPEZ
AQUELLA NOCHE decidieron irse de Saint-Tropez. Pedrito
y el Cordobés habían enganchado a otras dos italianas que subían a París y me
ofrecieron acomodarme con ellos. “No, gracias” ladró Abel: “No me gusta viajar
en la valija”. La verdad es que hubiera ahorrado bastante yéndome en coche,
pero de golpe me tentó la idea de quedarme unos días más en el puertito.
Tranquilo. Escribiendo. Laburando con canilla libre en Chez Marlene. Y no
teniendo que enfrentarme con Ray De Deus, por supuesto.
Pedrito y el Cordobés salieron a las diez de la noche
y yo me fui a cenar al Gorille. Ya casi no quedaba turismo a la vista. La noche
estaba triste pero muy serena, y no me importó quemar unos francos tomando un
whisky antes de los calamaretti. Qué mal viven los pobres -pensó Abel
ensoñándose, en el momento en que una voz muy conocida le pidió que mirara
hacia su derecha. Abel torció la cabeza y la Miguela le sacó una foto desde una
mesa donde se acababa de sentar con un viejo teñido. “Listo, majo” cacareó el
marica, levantándose para venir a saludarme: “Me voy a Italia en yate ¿sabes?
Me ha invitado este tío, que es una de las maravillas del mundo. Si me das tu
dirección puedo mandarte la fotografía. Ahora soy un gran fotógrafo. Mira la
camarota que me regaló mi Amadeus”. Y me alcanzó la Pentax.
“Oye: ¿pero por qué te has puesto a temblar de esa
manera?” me preguntó el marica, entre divertido y asustado. “Nada” le dije:
“Rien de tout, varón. Estoy tomando un poco de más últimamente. ¿No sabés si tu
Amadeus traía esta Pentax de París, por casualidad?”. “Sí” dijo la Miguela, con
un rictus de orgullo: “Me dijo que era una Pentax recién comprada en París.
Está un poquito chamuscada aquí ¿ves? Pero es maravillosa”. “Sí” dije: “Fui yo
el que la quemé. Esta Pentax se la robó tu Amadeus a un tipo que era mi mejor
amigo”. “Uy, pero qué horror” chilló el marica. “Oye, majo. ¿Y qué le vas a
decir a tu mejor amigo cuando vuelvas a verlo?”. Abel terminó el whisky y se
pasó las manos por la frente. “No sé” murmuró: “Lo que sé es que pensaba
quedarme unos días pero me voy esta noche mismo. Ahora mismo, después que
coma”. “Vale. Pero no me mires así que yo no te hice nada, majo” suspiró la
Miguela: “La verdad es que asustan esos ojos que tienes”.
ERA IMPOSIBLE cargar la valija el bolso la guitarra y
la máquina de escribir al mismo tiempo. Abel los iba transportando por turno,
cómicamente: avanzaba con dos cosas durante unos metros, y dejaba las otras a
la vista y volvía a buscarlas corriendo. Y así sucesivamente desde la terminal
de ómnibus tropeziana hasta la estación de Saint-Raphael.
Estuve un rato solo y a oscuras en el compartimiento
del tren, antes de que arrancara. ¿En dónde andaría Mozart? ¿Sería cierta mi
teoría del asesino-ladrón, entonces? ¿Qué baraja se guardaba el ex-matoncito
para asegurar con tanto desparpajo que a Li no la habían limpiado? ¿Ray estaría
en París o seguiría por aquí cerca? “El
de la triste figura / tiene de nuevo aventura. / ¿Qué se fizo su locura?”
murmuré sonriendo. Pero qué terriblemente difícil que es investigar de verdad,
pensé después. Tengo que llamar a Marc apenas baje del tren. Marc no me va a
perdonar nunca que no le haya contado lo de la Pentax. Nunca.
En el corredor del tren se encendió una luz suave que
me hizo ver reflejado sobre la ventanilla. La Gárgola no estaba: ni en la
noche, ni en mí. Abel prendió un Peter Stuyvesant y miró el estrellerío sin
fondo sobre la que brillaba el reflejo de su rostro. Sintió necesidad -por
primera vez en la vida- de tener hijos.
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