miércoles

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (93)


El sitio de la Mulita (18)


Al primer toque de silencio y ya retirado a su carpa el Sargento Cimarrón, los soldados sin servicio se encaminaron a sus ranchejos, casi todos construidos bajo los árboles por mejor resguardo, para arrastrándose introducirse en donde, al abrigo del rocío, y del fin de la evaporación, ya estaban tendidos sus aperos.


Pero hubo un miliciano joven, precisamente quien resultó más confortablemente ubicado, que no se hizo “bendito”. Cuando por la mañana echaron pie a tierra, al contrario de sus conmilitones, que miraban suspensos al Comisario Tigre; al revés de este mismo, que con ira reconcentrada avizoraba la lejanía, el soldado Cuzco Overo, somo si nada, escrutó hecho un lince lo más inmediato de lo cercano para elegir donde dormir. Vio la gran piedra, vio el horno… y siguió, no más, oteando; y vio la batea de lavar la ropa, vio el barril del agua, muy campante sobre su rastra… y siguió fisgando; y vio el palenque, y, al llegar a ver el jardincillo de la Mulita, retrocedió la vista sin hacerle caso, pues bien se sabe que dormir respirando perfume de flores sobre todo de jazmín, de clavel, de nardo, es agarrarse en fija un dolor de cabeza para todo el día. Y tomó resolución, contento por sentirse seguro de que quedaba librado de andar buscando varas y ramas para hacerse su nocturna morada. A su apero él lo metería bajo el sostén del horno, el cual estaba como sombrero que con sumo cuidado, sin ni tocarle la copa, allí lo hubieran puesto de vista sobre un escaparate. Así decidido, al toque de desensillar, y en el instante en que el Comisario señalaba con el rebenque la distante loma del ombú hacia donde, mientras se cumplía la orden, sólo un par de ojos no tendió su mirar, el Cuzco Overo recogió presuroso apenas el sobrepuesto y los cojinillos por miedo de que alguien le ganara de mano, y corrió con ellos al sitio privilegiado para sentar su real. Después, ya sí con parsimonia, terminó de desensillar su caballo y condujo el resto del apero al lado del horno, recostado al cual también dejó el sable.


-¡Aquí voy a estar hecho un jefe!


Maditó un momento. Luego, sin mirar una sola vez hacia atrás, sin dispensar su atención al diseminarse de sus conmilitones con sus recados a cuestas en la búsqueda de propicios lugares, así, cual si estuviera solo en el mundo, adelantó cuchillo en mano hacia un saucecito, le tronchó una hojosa rama y, con ella por escoba, se arrodilló, metió la cabeza, bien gacha por miedo al cabezazo, abajo del horno y procedió a barrer carbones y cenizas en el sitio limitado por los cuatro toscos cilindros de ñandubay que parecían la plataforma donde su fundaba la cúpula de barro. Y cuando aquel piso quedó sin un brillito negro, ni una mota de polvo, aunque, sin embargo, reteniendo un uniformemente lindo color gris, entonces, recién entonces, el joven, siempre de rodillas, con prolijidad dispuso por encima: primero, bien abierta, la carona; después, las jergas. Palmeó, alisó y ya les echaba uno de los dos cojinillos cuando


-¡Puta! ¡Se han agarrado los buenos lugares, esos vivos! -pasó diciendo uno sin verlo por lo cabizbajo que le imponían marchar el rencor y el basto a cuestas. Y como enderezaba al macizo de floridas enredaderas del jardincillo, el Cuzco Overo le previno en momentos en que, por su parte, quitaba el poncho de la maleta:


-¡Ojo con el perfume! ¡Para ahí te aconsejo que no, Flamenco!


-Sí, ¿y a dónde?


-¡Pero muchacho! ¿Me vas a decir que se ha achicado el mundo? Correte para el lado de atrás o para los costados, que todos se vinieron para el lado de adelante.


-¡Puta: no se me había ocurrido!


Ahora, con el basto hizo cabecera, el joven, y sobre él colocó, en rollo, el otro cojinillo para su almohada. En seguida, plegó prolijamente al medio el poncho y lo tendió bien liso y sacó la cabeza y se incorporó con la mirada suspensa en el futuro dormitorio.


-El que esta noche me vea aquí se chasquea. ¡Mirá un ministro dormido!, capaz que se dice.


Exclamando esto, su mirar se proyectó sobre el cielo, en el norte un poco roído abajo por una sombra.


-Agua no va a caer hoy… y puede que ni mañana -se dijo recogiendo el sable y volviendo a colocarlo en su cadenilla. -Y en último caso, si llega a llover, me mando para adentro del horno, hago puerta con la carona y asunto concluido; sigo durmiendo en paz. ¡Como torta!


Y sonrió tiernamente.

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