martes

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 54


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Traté de que Jimmy eligiera un lugar de la playa donde no hubiera demasiada gente. Con la camisa puesta me sentía normal, pero cuando me la sacara iba a quedar expuesto. Odiaba a los malditos bañistas de cuerpos inmaculados. Odiaba a toda la maldita gente que estaba tomando el sol o bañándose o durmiendo o hablando o jugando a la pelota. Les odiaba los culos y las caras y los codos y los pelos y los ojos y los ombligos y los trajes de baño.

Me tiré en la arena a pensar. Tendría que haberle pegado al gordo hijo de puta. ¿Qué carajo podría saber él sobre las peleas que no supiera yo?

Jim se tiró al lado mío.

-¡Carajo! -dijo. -Vamos a nadar.

-Todavía no -le contesté.

El agua estaba llena de gente. ¿Qué era lo que les gustaba tanto de la playa? ¿No tenían otra cosa que hacer? Eran una basura con cerebro de gallina.

-Pensar que las mujeres entran al agua para mear -dijo Jim.

-Sí, y después vos te tragás las meadas.

Nunca iba a haber una manera de que yo aceptara a la gente. A lo mejor iba a terminar convirtiéndome en un monje. Fingiría creer en Dios y viviría en una celda, tocaría el órgano y me emborracharía tomando vino. No iba a cojer con nadie. Podría encerrarme en una celda a meditar durante meses, sin ver a nadie y haciéndome traer el vino. El problema era que los hábitos estaban tejidos con lana virgen. Peores que los uniformes de Instrucción. No iba a poder soportarlos. Tenía que pensar en dedicarme a otra cosa.

-Pa -dijo Jim.

-¿Qué pasa?

-Hay unas chiquilinas que nos están mirando.

-¿Y qué?

-Están hablando y riéndose. Me parece que van a venir a buscarnos.

-¿Te parece?

-Sí. Yo te aviso cuando vengan y te tirás boca abajo.

Yo tenía mucho menos marcas y granos en el pecho que en la espalda.

-¿Oíste? -repitió Jim. -Cuando yo te avise vos tirate boca abajo.

-Ya te oí.

Yo seguía con la cabeza apoyada en los brazos. Sabía que Jim seguía sonriéndole a las chiquilinas. Él tenía mucho gancho.

-Son conchas vulgares -me comentó. -Terriblemente estúpidas.

¿Por qué mierda habré venido a la playa? -pensé. -¿Por qué siempre hay que elegir entre lo malo y lo peor?

-Pa, Hank. ¡Ahí vienen!

Levanté la vista. Eran cinco, Me tiré de espaldas. Ellas se acercaron riéndose como idiotas hasta que una dijo:

-¡Qué lindos que son!

-¿Viven por aquí? -preguntó Jim.

-Sí -contestó una de ellas. -¡Dormimos con las gaviotas!

Y siguieron largando risitas idiotas.

-Bueno -dijo Jim. -Nosotros somos águilas. No sé cómo vamos a hacer con cinco gaviotas.

-¿Cómo se las arreglan los pájaros? -preguntó una de las chiquilinas.

-No tengo la menor idea -dijo Jim. -Pero podríamos averiguarlo.

-¿Por qué no vienen donde tenemos las toallas? -le preguntó otra.

-Bueno -contestó Jim.

Las dos muchachas que no habían hablado seguían estirándose las mallas para que no les viéramos todo.

-Yo no voy -dije.

-¿Qué le pasa a tu amigo? -preguntó una de las que se estaban tapando el culo.

-Es un tipo rato -le contestó Jim.

Y se fue con las chiquilinas. Yo cerré los ojos y escuché el ruido de las olas. Miles de peces devorándose unos a otros. Infinidad de bocas y de culos comiendo y cagando. El mundo entero no era nada más que bocas y culos devorando y cagando. Y cojiendo.

Después me di vuelta para mirar a Jim y a las cinco taradas. Estaba parado sacando pecho y haciendo lucir sus pelotas. No tenía mi pecho de barril ni mis piernas musculosas. Era esbelto y delgado, con su pelo negro y su boca traviesa llena de dientes perfectos, las orejitas redondas y el pescuezo largo. Yo casi no tenía pescuezo. Mi cabeza parecía estar pegada a mis hombros pero era fuerte. Claro que a las mujeres les gustaban los dandies. Sin embargo, si no fuera por mis granos y mis cicatrices ahora yo también podría estar mostrándoles un par de cosas. Estaba seguro de que todas sus cabecitas huecas iban a fijarse en mí. En mi vida de 50 centésimos a la semana.

Al rato las chiquilinas se pararon de un salto y se metieron en el agua con Jim. Se reían y chillaban como verdaderas taradas. … ¿Y qué? Ni siquiera eran lindas, pero por lo menos se reían. Las cosas eran divertidas. No tenía sentido vivir programándolas, D. H. Lawrence lo sabía. Necesitamos amor, pero no para ser dueños de nadie. El viejo D. H. Lawrence había entendido algo. Huxley era nada más que un intelectual, aunque maravilloso. Mejor que G. B. Shaw y su mente equilibrada que profundizaba demasiado en los orígenes, haciendo que tanto ingenio no lo dejara sentir nada, y que su brillantez oral, que desmenuzaba las mentes y las sensibilidades, terminaran hastiándote. Pero era extraordinario leerlos a todos. Porque aprendías que los pensamientos y las palabras pueden ser fascinantes, por más inútiles que sean.

Ahora Jim estaba salpicando a las chiquilinas. Y ellas adoraban al Rey Acuático. Él era la oportunidad y la promesa. Era alguien grande. Y sabía cómo actuar. Yo había leído muchos libros pero él había leído uno que yo no conocía. Era un artista, con su pequeño traje de baño y sus pelotas y sus orejas redondas y su sonrisa traviesa. Era el mejor. Y yo no tenía que desafiarlo como hice con el hijo de puta del descapotable verde y su mirona de melena rubia que flotaba en el viento. Los dos tenían lo que se merecían. Yo era una mierda de 50 centésimos boyando en el océano verde de la vida.

Al rato los miré salir del agua, relucientes, jóvenes y ganadores. Yo quería que me quisieran, aunque jamás por piedad. Y sabía que a pesar de sus cuerpos aterciopelados y virginales se estaban perdiendo algo muy importante porque la vida todavía no los había puesto a prueba. Y cuando les llegara la desgracia ya iba a ser demasiado tarde y no la soportarían. Yo, en cambio, estaba preparado. O eso me parecía.

Ahora Jim estaba secándose con la toalla de una de las chiquilinas. Entonces apareció un chiquilín de unos cuatro años y me tiró un puñado de arena en la cara y se quedó mirándome, feliz, con una victoriosa mueca enarenada. Era un soretito encantador, y le hice señas con el dedo para que se acercara. ¡Vení, vení! Pero se quedó quieto.

Después se dio vuelta y salió corriendo. Tenía un culo estúpido: dos nalgas con forma de pera que se bamboleaban como si estuvieran sueltas. Mejor. Otro enemigo que desparecía.

Entonces vi venir a Jim, el conquistador. Y él también estaba feliz.

-Se fueron -dijo, parándose adelante mío.

-¿Adónde fueron? -pregunté.

-¿Y eso qué mierda importa? Tengo los teléfonos de las dos mejores.

-¿Mejores para qué?

-Para cojer, idiota.

Me levanté.

-¿Idiota? Me parece que te voy a romper el culo.

-Tranquilo, Hank -se le retorció el rostro entre la brisa marina, mientras los pies blancos daban saltitos. -Mirá. ¡Te puedo dar los números de teléfono!

-¡Guardatelós! ¡Yo no soy tan jodido y estúpido como vos!

-Bueno, bueno. Somos amigos, ¿verdad?

Después fuimos a buscar las bicicletas que habíamos dejado atrás de la caseta y mientras caminábamos por la playa sabíamos quién había sido el ganador. Yo me di cuenta que romperle el culo a alguien no iba a cambiar las cosas, aunque hubiese ayudado un poco. Pero no lo suficiente. Y cuando volvimos a casa no traté de lucirme con la bici ni nada. Precisaba algo más. A lo mejor lo que me hacía falta era la rubia del descapotable verde con su larga melena flotando en el viento.

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