El sitio de la Mulita (14)
El Macá repetía en
demasía, innecesariamente las pasadas de cuchillo por un mismo sitio de la
luciente piel de bayo. Era que, ahora, tendía su atención hacia las palabras de
su jefe, a quien, por haberse situado de espaldas, no veía. Afirmaciones de tal
naturaleza a un representante de la autoridad y que es clase, además, no se
oyen dos veces en la vida. Sin embargo, el Asistente presintió que debía de ser
una verdad grande como un rancho. Y luego de exclamar:
-¡Ah, sí, seguro! -se
quedó semejante a quien aguarda encogido a que lo empujen por detrás para salir
deslizado suave y con creciente rapidez por un declive.
-Ese bayo que vos ves ahí…
bueno, habés de saber que ese bayo…
El Sargento bajó más la
voz. Y casi en un susurro; porque al principio a él mismo se le estaba haciendo
un poco cuesta arriba lo que imaginaba, terminó:
-…¡es regalo de matrero!
Iba a agregar “Sí, aunque
no lo quieras creer, de matrero” ayudando, a la vez, un poco, con una ancha
sonrisa convincente, cuando hizo a esta innecesaria, aunque el otro la hubiera
podido presenciar, un nuevo
-¡Ah, sí, seguro!
-rotundo, del Asistente, que como cerro pretendía afirmar al Cimarrón en sus
dichos.
El Macá había suspendido
su tarea para tornarse hacia su jefe. Este, alzando las piernas de la barranca,
giró sin incorporarse y, ahora, tuvo atrás el arroyo de donde, a la distancia,
iba ya la caballada ascendiendo, y empezaba a ser arrastrada hacia el
campamento entre el vocerío de los soldados que apuraban para no dejarla revolcar.
Con la firmeza del que ya
está viendo patente lo que menciona, el veterano Cimarrón confiaba:
-Figurate vos que yo,
recién entrado al servicio de la frontera, me topo con que un Coatí más malo
que un salado, tenía resabiada a la policía y había muerto a una muchedumbre.
Cuando me presenté, el Comisario nuevo, con su luto al brazo por el otro
Comisario, que era su tío carnal, me sacó aparte creo que para no desmerecer a
los otros; sí, en fija que fue por esa razón, y me habló: “Mire, yo he oído las
mentas de usté. Lo recibo gustoso. Y sepamé que le pongo las jinetas de cabo si
usté me acaba con esa plaga”.
Nada contenía la
imaginación del Macá que, a impulso de aquellas palabras, se iba, no más que
por una cuesta abajo:
-¡Ah, sí, seguro! Y usté
me lo ha agarrado una siestita y…
Con todo el brazo reiteró
una amplia negación el Cimarrón, exclamando:
-¡Estás muy equivocado!
Hizo una pausa, se rehízo
con paciencia del efecto perturbante de la intromisión y, luego, apurando para
no darle alce al que se le estaba saliendo de la vaina, siguió, clavándole los
ojos, sujetándose las ganas de hablar, con la mirada:
-Salía yo de un montecito
al lado del camino real, allá por Bañado de Medina, y me lo topé que venía al
trote en un bayo, con su gran sombrero de paja, canturreando bajito. Y figúrate
vos que, sin parar el talareo y el bayo, ya me había descerrajado su trabuco.
Como de rebote, mi pistola le dio respuesta. Se le soltó su arma al Coatí, abrió
los brazos asombrado, medio como no queriendo creer todavía lo que le había
pasado, y se desmoronó al lado del bayo, de sombrero puesto siempre, porque lo
tenía con barbijo. “¡O senhor me tem ferido! ¡De facto, um Valente tem dado norte
a outro valente!...” Yo me tiré al suelo y…
Ante los dilatados ojos
del Asistente, bajo los ojos fijos, también del lindo bayo, el Sargento
Cimarrón se había puesto de pie en la barranca. Hizo como que amagaba a guardar
presuroso una pistola descomunal; avanzó dos pasos… Luego, pasando de golpe en
aquella agitación a una solemnidad lenta, se quitó el quepis, lo mantuvo a la
altura del hombro.
-…y me acerqué con el
quepis en la mano porque, sepaló, mi amigo, y no se me olvide nunca (esto es
orden, como superior que yo soy suyo; esto es consejo, porque, por su edá, usté
es como un hijo) sepa que, sea quien sea el muerto por usté, usté tiene que
respetarlo. “¡O senhor me tem matado em boa lei! ¡De facto, a culpa foi minha!
¡Aceite o meu bayo velho como atençao de un vincido, e sem despreço a seu
pangaré soberbio!”
Para ir a hablar ya abría
tamaña boca el Asistente, cuando una mirada de su jefe como con tapón se la
cerró y se le fue hasta las vísceras. Mas el Cimarrón, por el esfuerzo de la vista,
había sido desensimismado. Meneó, él, la cabeza; se la volvió a cubrir, y
ordenó con sequedad:
-¡Agarrá el cuchillo y
arreglale el vaso!
Contrariado, el Asistente
fundó en tierra una rodilla, en la otra apoyó la mano dócilmente flexionada del
caballo, y con el cuchillo empezó a contornear el casco, quitando delgadísimas
lonjas coreáceas para emparejarlo. El Sargento Cimarrón, luego de observar un
momento, se apartó por no inquietar al bayo, a sigiloso paso. Al fin ya a
prudente distancia, bien resuelto enderezó hacia el campamento. Arrastraba,
entonces sí, con fuerza, las espuelas. Pero al pisar una eminencia del terreno,
se sujetó, como si el panorama que se le tendió de súbito le hiciera fuerza de
adelante. A la manera de quien, a medias entrado en el agua, se detiene y
estrecha los brazos, cruzándolos sobre el pecho… y a dos manos se los restrega,
escalofriado, así, en un movimiento instintivo, el Sargento Primero pareció
intentar arrancarse las jinetas. Bajo los árboles ya estaban otra vez en sus
estacas los caballos de la tropa. Dos o tres calderas agrupaban en su torno al
milicaje, resguardado también del aire encendido. Más allá, la gran piedra, el
horno, el barril del agua, el palenque, alguna mata florida, el pequeño corral
de palo a pique. ¡Y la oscura entrada del pasadizo!... ante la cual,
inexorable, iba y venía una carabina, posada en ese instante sobre el hombro
del Soldado Pajero, y, por encima de todo esto, pasaba y seguía su marcha
alguna nube indiferente.
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