martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (89)


El sitio de la Mulita (14)

El Macá repetía en demasía, innecesariamente las pasadas de cuchillo por un mismo sitio de la luciente piel de bayo. Era que, ahora, tendía su atención hacia las palabras de su jefe, a quien, por haberse situado de espaldas, no veía. Afirmaciones de tal naturaleza a un representante de la autoridad y que es clase, además, no se oyen dos veces en la vida. Sin embargo, el Asistente presintió que debía de ser una verdad grande como un rancho. Y luego de exclamar:

-¡Ah, sí, seguro! -se quedó semejante a quien aguarda encogido a que lo empujen por detrás para salir deslizado suave y con creciente rapidez por un declive.

-Ese bayo que vos ves ahí… bueno, habés de saber que ese bayo…

El Sargento bajó más la voz. Y casi en un susurro; porque al principio a él mismo se le estaba haciendo un poco cuesta arriba lo que imaginaba, terminó:

-…¡es regalo de matrero!

Iba a agregar “Sí, aunque no lo quieras creer, de matrero” ayudando, a la vez, un poco, con una ancha sonrisa convincente, cuando hizo a esta innecesaria, aunque el otro la hubiera podido presenciar, un nuevo

-¡Ah, sí, seguro! -rotundo, del Asistente, que como cerro pretendía afirmar al Cimarrón en sus dichos.

El Macá había suspendido su tarea para tornarse hacia su jefe. Este, alzando las piernas de la barranca, giró sin incorporarse y, ahora, tuvo atrás el arroyo de donde, a la distancia, iba ya la caballada ascendiendo, y empezaba a ser arrastrada hacia el campamento entre el vocerío de los soldados que apuraban para no dejarla revolcar.

Con la firmeza del que ya está viendo patente lo que menciona, el veterano Cimarrón confiaba:

-Figurate vos que yo, recién entrado al servicio de la frontera, me topo con que un Coatí más malo que un salado, tenía resabiada a la policía y había muerto a una muchedumbre. Cuando me presenté, el Comisario nuevo, con su luto al brazo por el otro Comisario, que era su tío carnal, me sacó aparte creo que para no desmerecer a los otros; sí, en fija que fue por esa razón, y me habló: “Mire, yo he oído las mentas de usté. Lo recibo gustoso. Y sepamé que le pongo las jinetas de cabo si usté me acaba con esa plaga”.

Nada contenía la imaginación del Macá que, a impulso de aquellas palabras, se iba, no más que por una cuesta abajo:

-¡Ah, sí, seguro! Y usté me lo ha agarrado una siestita y…

Con todo el brazo reiteró una amplia negación el Cimarrón, exclamando:

-¡Estás muy equivocado!

Hizo una pausa, se rehízo con paciencia del efecto perturbante de la intromisión y, luego, apurando para no darle alce al que se le estaba saliendo de la vaina, siguió, clavándole los ojos, sujetándose las ganas de hablar, con la mirada:

-Salía yo de un montecito al lado del camino real, allá por Bañado de Medina, y me lo topé que venía al trote en un bayo, con su gran sombrero de paja, canturreando bajito. Y figúrate vos que, sin parar el talareo y el bayo, ya me había descerrajado su trabuco. Como de rebote, mi pistola le dio respuesta. Se le soltó su arma al Coatí, abrió los brazos asombrado, medio como no queriendo creer todavía lo que le había pasado, y se desmoronó al lado del bayo, de sombrero puesto siempre, porque lo tenía con barbijo. “¡O senhor me tem ferido! ¡De facto, um Valente tem dado norte a outro valente!...” Yo me tiré al suelo y…

Ante los dilatados ojos del Asistente, bajo los ojos fijos, también del lindo bayo, el Sargento Cimarrón se había puesto de pie en la barranca. Hizo como que amagaba a guardar presuroso una pistola descomunal; avanzó dos pasos… Luego, pasando de golpe en aquella agitación a una solemnidad lenta, se quitó el quepis, lo mantuvo a la altura del hombro.

-…y me acerqué con el quepis en la mano porque, sepaló, mi amigo, y no se me olvide nunca (esto es orden, como superior que yo soy suyo; esto es consejo, porque, por su edá, usté es como un hijo) sepa que, sea quien sea el muerto por usté, usté tiene que respetarlo. “¡O senhor me tem matado em boa lei! ¡De facto, a culpa foi minha! ¡Aceite o meu bayo velho como atençao de un vincido, e sem despreço a seu pangaré soberbio!”

Para ir a hablar ya abría tamaña boca el Asistente, cuando una mirada de su jefe como con tapón se la cerró y se le fue hasta las vísceras. Mas el Cimarrón, por el esfuerzo de la vista, había sido desensimismado. Meneó, él, la cabeza; se la volvió a cubrir, y ordenó con sequedad:

-¡Agarrá el cuchillo y arreglale el vaso!

Contrariado, el Asistente fundó en tierra una rodilla, en la otra apoyó la mano dócilmente flexionada del caballo, y con el cuchillo empezó a contornear el casco, quitando delgadísimas lonjas coreáceas para emparejarlo. El Sargento Cimarrón, luego de observar un momento, se apartó por no inquietar al bayo, a sigiloso paso. Al fin ya a prudente distancia, bien resuelto enderezó hacia el campamento. Arrastraba, entonces sí, con fuerza, las espuelas. Pero al pisar una eminencia del terreno, se sujetó, como si el panorama que se le tendió de súbito le hiciera fuerza de adelante. A la manera de quien, a medias entrado en el agua, se detiene y estrecha los brazos, cruzándolos sobre el pecho… y a dos manos se los restrega, escalofriado, así, en un movimiento instintivo, el Sargento Primero pareció intentar arrancarse las jinetas. Bajo los árboles ya estaban otra vez en sus estacas los caballos de la tropa. Dos o tres calderas agrupaban en su torno al milicaje, resguardado también del aire encendido. Más allá, la gran piedra, el horno, el barril del agua, el palenque, alguna mata florida, el pequeño corral de palo a pique. ¡Y la oscura entrada del pasadizo!... ante la cual, inexorable, iba y venía una carabina, posada en ese instante sobre el hombro del Soldado Pajero, y, por encima de todo esto, pasaba y seguía su marcha alguna nube indiferente.

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