martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (87)


El sitio de la Mulita (11)

Se estremecieron los sitiados, soltando el pico el Aperiá, y la Mulita, la pala, al oír el ruido de machetes. Ninguno de los dos reveló que, con brusca iluminación de esperanza, una misma imagen a ambos se les había aparecido al escucharlo: la del grupo de Don Juan y sus amigos llegados presurosos a correr de la “autoridad”; a libertarlos y a llevárselos con ellos hacia su escondido refugio de los montes. No lo dijeron, pero el penoso dialogado, que el estrépito interrumpiera, tardó en recobrar, al continuarse, su reconfortante estímulo; mayor, es claro, sobre el ánimo ingenuo de la Mulita que para el criterioso Aperiá.

Las herramientas del rincón, traídas por el Peludo cuando plantó los frutales, le habían sugerido al Aperiá la idea de hacer un túnel a través de la pared que no era de roca (la del lado de la tinaja y del caballete del apero del finado), buscar algunas raíces y abrir salida detrás de ellas. Pero no escapaba a su agudez que el trabajo sería abrumador por la rapidez con que habría que obrar dado la escasez de alimentos y la posibilidad, muy remota pero admisible, de un ataque en cualquier momento por el pasadizo. O algo peor, aun: humo, fuego: ¡el horror!

Con cuidado de no hacer ruido, lo que obligaba a procesar todavía con mayor lentitud, retiraron entre los dos el caballete del recado y, pronto, iniciaban ya el hueco de la esperanza. A pesar de que la Mulita constituía muy menguada ayuda, el Aperiá calculaba que para el anochecer el túnel podría llegar hasta un poco más atrás del horno, a espaldas de la casa. Por consiguiente el boquete quedaría oculto a los soldados, cuyo fogón, a juzgar por las voces, estaba situado en el lado opuesto, de donde ya llegaba olorcillo de carne que se asaba.

La tierra, a poco, era arenosa, fácil de excavar y de retirar hacia adentro, con la pala. Además, en el pronunciado declive, la humedad aumentaba hacia arriba, porque la lluvia caída días antes (demasiado fuerte, por lo que lavó el suelo y corrió) había penetrado algo, sin embargo. El Aperiá, que a fin de afirmarse mejor se había quitado las alpargatas -calcetines no tenía- paraba de cuando en cuando su trabajo, más que para descansar él, para dar resuello a la Mulita, de cuya frente el sudor manaba inagotable.

-¡Hace un calor! -decía el Aperiá sonriendo con esfuerzo-. ¡Pero, después, afuera, ya verá que va a estar fresquito!

Y otra sonrisa le permitía ocultar la idea de que, una vez as campo raso, los esperaban peligros intrincados y que, aunque la Mulita y él ganaran distancia, aquellos peligros los seguirían sin perderles el rastro hasta el momento justo en que Don Juan o alguno de los suyos los pudieran ver desde el monte, si es que tenían la suerte de llegar a alcanzarlo.

Con frecuencia resonaban voces de la soldadesca, alguna inocente risotada que al penetrar se hacía corrosiva. Sin embargo, la angustia oprimía más el corazón del Aperiá cuando el silencio se prolongaba mucho. Entonces detenía su empeño, iba hasta el estrecho pasadizo, aguzaba el oído… Por su parte, la Mulita, asustada, cuando eso, se recostaba a la pared opuesta y soltaba la pala creyendo que algún ruido sospechoso, que ella no oía, hubiera llegado a su compañero.

Mas, allá arriba, nadie pensaba en desatender las órdenes del Comisario. Al contrario, estas se cumplían punto por punto. Bajo el ombú de la alta loma, primeramente el voluntario Terutero avizoró durante horas el horizonte, pronto a dar la señal de alarma. Hasta que después, claro, de la hora del rancho, lo relevó el soldado Tamanduá. Frente a la boca del pasadizo, sustituyendo al Soldado Flamenco, un viejo Avestruz armado de carabina montaba guardia ahora al rayo del sol, con la mirada siempre junto a la salida, como si allí la hubiera atado a estaca. Y ya el Sargento Cimarrón tenía resuelto que, desde el anochecer, el valeroso Cabo Lobo se apostara con dos hombres de confianza sobre el paso del Sarandí, y el Cabo Pato, con otros dos veteranos, en la picada de la Tapera.

Poco después del bullicio provocado por el almuerzo del destacamento, el Aperiá interrumpió con más frecuencia su zapa porque reinaba un silencio sobrecogedor. Y había que prestar mucho oído, internándose hasta el fin del pasadizo, para percibir ya la presencia de la soldadesca.

Era que en el campo marcial no se hablaba más que en cuchicheos, en atención a que el superior hacía su siesta. Pero en el interior de la carpa, como si sus rígidas botas apoyadas en el rincón cabecero lo estuvieran haciendo objeto a él también de severa vigilancia, el Cimarrón se daba vueltas en su recado, sin poder conciliar el sueño. Veía claro que la Mulita y su defensor tenían las horas, a lo sumo los días, contados. Y que, muy pronto, el sol iba a hinchar, primero, y a reventar, después, dos cuerpos inocentes, abandonados en el campo…

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