EL TEATRO INMEDIATO (7)
Permítaseme una extraña
paradoja. Sólo hay una persona tan eficaz como un óptimo director, y es uno
pésimo. Sucede a veces que un director es tan malo, tan incapaz de imponer su
voluntad, que su falta de habilidad se convierte en factor positivo. Los
actores están al borde de la desesperación. Gradualmente su incompetencia levanta
un muro entre él y sus intérpretes, y al acercarse la noche del estreno la
inseguridad da paso al terror, que deriva en fuerza. En tales circunstancias se
ha dado el caso de que en los últimos momentos una compañía ha cobrado fuerza y
unidad como por arte de magia, ofreciendo un estreno que ha colmado de elogios
al director. De igual modo, quien sustituye a un director despedido suele
encontrarse con una tarea fácil. En cierta ocasión reelaboré en una noche el
montaje de otro director, y el resultado me proporcionó injusta alabanza. La
desesperación había preparado el terreno tan adecuadamente que bastó el toque
de un dedo para poner en pie la obra.
Cuando el director parece
bastante razonable, bastante estricto, bastante claro para granjearse la
confianza parcial de los actores, es facilísimo que el resultado sea un
fracaso. Incluso si el actor termina por no estar de acuerdo con algo de lo que
se dice, se quita el peso de encima pensando que el director “quizá esté en lo
cierto” o, al menos, que es vagamente “responsable” y que de algún modo “salvará
la noche” al director la responsabilidad final e impide que se formen las
condiciones para la espontánea combustión de una compañía. De quien menos cabe
confiar es del director sencillo, modesto, a menudo sumamente agradable.
Es muy posible que se
interprete mal lo que acabo de decir. Los directores que no desean ser déspotas
se ven a veces tentados a seguir el fatal curso de no hacer nada, de cultivar
la no intervención en la creencia de que esa es la única manera de respetar al
actor. Desafortunada falacia, ya que sin dirección un grupo es incapaz de
alcanzar un coherente resultado en un tiempo determinado. El director no está
libre de responsabilidad -es totalmente responsable-, y tampoco está libre del
proceso que sigue la obra, sino que es parte de él. De vez en cuando surge
algún actor que niega la necesidad del director: los intérpretes pueden
desarrollar su trabajo por sí solos. Quizá sea cierto. Pero ¿qué actores?
Tendrían que ser criaturas tan desarrolladas que apenas necesitaran los
ensayos; leerían el original y en un abrir y cerrar de ojos aparecería la
invisible sustancia de la obra plenamente articulada. Como eso es irreal, la
función del director consiste en ayudar al grupo a evolucionar hacia esa
situación ideal. El director está allí para atacar y ceder, provocar y
retirarse, hasta que comience a aflorar la invisible materia. El anti-director
desea que el director se aparte desde el primer ensayo; la verdad es que todo
director desaparece un poco más tarde, la noche del estreno. Más pronto o más tarde
el actor se encuentra solo y el conjunto ha de tomar el mando. La labor
directora consiste en captar dónde desea llegar el actor y qué le impide
alcanzar sus objetivos. Ningún director impone una manera de actuar. Todo lo
más capacita al intérprete a revelar su propio arte, que, sin su ayuda, pudiera
quedar oscurecido.
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