miércoles

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 45


33

El aparato de rayos ultravioletas se apagó haciendo un clic. Ya me lo habían aplicado sobre el pecho y sobre la espalda. Me saqué los lentes y empecé a vestirme. Entonces entró la señorita Ackermann.

-Todavía no -me dijo-, sacate la ropa.

¿Qué me va a hacer?, pensé.

-Sentate al borde de la mesa.

Después que me senté empezó a untarme la cara con una pomada espesa y cremosa.

-Los doctores decidieron aplicarte otro tratamiento. Vamos a vendarte la cara para acelerar el drenaje.

-Señorita Ackermann, ¿qué pasó con aquel hombre que tenía una nariz que se le iba poniendo cada vez más grande?

-¿El señor Sleeth?

-Sí. El narigueta.

-Ese era el señor Sleeth.

-No lo volví a ver. ¿Se curó.?

-Se murió.

-¿Por culpa de la nariz?

-Se suicidió -siguió embadurnándome con la pomada la señorita Ackermann.

Entonces escuché aullar a un hombre en el cuarto de al lado:

-Joe, ¿dónde estás? ¡dijiste que ibas a volver! Joe, ¿dónde estás?

El alarido sonaba terriblemente triste y agónico.

-Hace una semana que se pasa gritando lo mismo toda la tarde -dijo la señorita Ackermann-, y Joe no volvió a buscarlo.

-¿No lo pueden ayudar?

-No sé. Al final todos se tranquilizan. Ahora dame un dedo y sostené este taco mientras te vendo. Así. Muy bien.

-¡Joe! ¡Joe! ¡Dijiste que ibas a volver! ¿Dónde estás, Joe?

-Dale, seguí sosteniendo el taco. ¡Te voy a vendar muy bien! Aguantá hasta que te asegure los vendajes.

Y terminó enseguida.

-Muy bien, vestite. Te espero pasado mañana. Adiós, Henry.

-Adiós, señorita Ackermann.

Cuando salí de la sala y crucé el pasillo hasta el vestíbulo de la entrada encontré un espejo sobre una máquina de cigarrillos. Me miré. Era fantástico. Tenía la cabeza completamente vendada. Absolutamente blanca. Lo único que se me distinguía eran los ojos, la boca, las orejas y algún mechón de pelo. Me sentía escondido. Era maravilloso. Prendí un cigarrillo mirando a algunos pacientes internos que estaban sentados leyendo periódicos y revistas. Me sentí excepcional y maligno. Nadie podía saber lo que me había pasado. Un accidente de auto. Una pelea a muerte. Un intento de asesinato. Un incendio. Nadie podía hacerse una idea.

Cuando salí a la calle todavía podía oír el alarido: ¡Joe! ¡Joe! ¿Dónde estás, Joe?

Joe no iba a venir nunca. No valía la pena confiar en ningún otro ser humano. Ningún hombre se merecía esa confianza.

Al volver a casa me senté en el fondo del tranvía, haciendo sobresalir los cigarrillos de mi cabeza vendada. La gente me miraba pero me importaba un pito. Tenían más miedo que espanto en la mirada. Sentí ganas de que siempre fuera así.

Cuando me bajé del tranvía ya empezaba a anochecer y me paré a observar a la gente en la esquina del Boulevard Washington y la Avenida Westview. Los pocos que trabajaban ya estaban volviendo a sus casas. Mi padre iba a llegar pronto desde su empleo inexistente. Yo no iba a la escuela ni trabajaba. No hacía nada. Estaba vendado y parado en una esquina, fumando. Me sentía un tipo duro, peligroso. Había aprendido muchas cosas. Sleeth se había suicidado… Yo no iba a suicidarme. Mejor matar a alguien. Podía matar a cuatro o a cinco y mostrarles lo peligroso que es jugar conmigo.

De golpe una mujer cruzó la calle en mi dirección. Tenía unas piernas preciosas. La miré directamente a los ojos y después le miré mejor las piernas y después que pasó le fotografié el culo. Pude memorizar cómo eran las costuras de sus medias de seda y la forma del culo.

Nunca hubiera podido hacer eso sin las vendas.

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