2.
EL CICLO UNIVERSAL (1)
Como
la conciencia del individuo permanece en un mar de oscuridad al que desciende
en estado de letargo y del cual escapa misteriosamente al despertar, así en las
imágenes del mito, el universo es precipitado por un pasado intemporal en el
cual reposa y se disuelve de nuevo. Y como la salud mental y física del
individuo depende de un flujo ordenado de fuerzas vitales provenientes de la
oscuridad inconsciente en el campo del día y la conciencia, así también en el
mito la continuación del orden cósmico está asegurada sólo por un fluir
controlado de la fuerza que sale de la fuente. Los dioses son personificaciones
simbólicas de las fuerzas que gobiernan este flujo. Los dioses toman existencia
en el amanecer del mundo y se disuelven en el ocaso. No son eternos en el sentido
en que la noche es eterna. Sólo desde el corto período de la existencia humana parece
perdurable la vuelta de un eón cosmogónico.
El
ciclo cosmogónico representado como una repetición de sí mismo, mundo sin fin.
Durante cada gran ciclo quedan incluidas comúnmente disoluciones menores, como
el ciclo del sueño y la vigilia se suceden en el término de una vida. De
acuerdo con una versión azteca, cada uno de los cuatro elementos -agua, tierra,
aire y fuego- termina un período del mundo: el eón de las aguas terminó en un
diluvio, el de la tierra con un terremoto, el del aire con una tempestad y el
presente eón será destruido por las llamas. (11)
De
acuerdo con la doctrina estoica de la conflagración cíclica, todas las almas se
resuelven en el alma del mundo o en el fuego primario. Cuando termina esta disolución
universal, empieza la formación de un nuevo universo (la renovatio de
Cicerón) y todas las cosas se repiten a sí mismas, cada divinidad, cada
persona, repite su papel anterior. Séneca describió esta destrucción en su De
Consolatione ad Marciam, y parece que esperaba vivir de nuevo en un ciclo
futuro.
Una
visión magnífica del ciclo cosmogónico está presentada en la mitología de los
jainistas. El profeta y salvador más reciente de esta antigua secta hindú fue
Mahavira, contemporáneo del Buddha (siglo VI a. C.). Sus padres eran seguidores
de un salvador profeta jainista muy anterior, Parshvanatha, a quien se
representa con serpientes que brotan de sus hombros y se dice que vivió de 872
a 772 a. C. Siglos antes que Parshvanatha, vivió el salvador jainista
Neminatha, de quien se dice que era primo de la venerada encarnación hindú
Krishna. Y antes que él hubo exactamente otros veintiuno hasta llegar a
Rishabhanatha, que existió en una edad pasada del mundo, cuando los hombres y
las mujeres nacían en parejas casadas, eran de dos millas de alto y vivían
durante un incontable período de años. Rishabhanatha instruyó a su pueblo en
las setenta y cuatro cualidades de las mujeres (cocinar, coser, etc.) y en las
cien artes (cerámica, hilado, pintura, herrería, barbería, etc.); también los
instruyó en la política y estableció un reinado.
Antes
de su época, tales innovaciones hubieran sido superfluas, porque las gentes del
período anterior, que tenían cuatro millas de altura, tenían ciento veintiocho
costillas y vivían dos períodos de incontables
años, satisfacían todas sus necesidades por medio de diez árboles que les
concedían sus deseos (kalpa vriksha), que daban frutas dulces, hojas que
tenían formas de vasijas y cacerolas, hojas que cantaban dulcemente, hojas que
daban luz de noche, flores deliciosas a la vista y al olfato, alimento perfecto
a la vista y al sabor, hojas que podían usarse como alhajas, y corteza de la
que se hacía hermosa ropa. Uno de los árboles era como un palacio de muchos
pisos en el cual se podía vivir, otro despedía un suave fulgor, como si tuviera
muchas lámparas pequeñas. La tierra era dulce como el azúcar y el océano
delicioso como el vino. Y antes de esas edad feliz, había habido un período
todavía más feliz -precisamente el doble- cuando los hombres y las mujeres
tenían ocho millas de alto y cada uno de ellos poseía doscientas cincuenta y
seis costillas. Cuando ese pueblo superlativo murió, pasó directamente al mundo
de los dioses, sin haber sabido nunca de la religión, porque su virtud natural
era tan perfecta como su belleza.
Notas
(11)
Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Historia de la nación chichimeca (1608),
cap. I (publicado por Lord Kingsborough, Antiquites of México, Londres,
1830-48, vol. IX, p. 205; también por
Alfredo Chavero, Obras históricas de Alva Ixtlilxóchitl; México,
1891-92, vol. II, pp. 21-22).
(12) Hastings, Encyclopaedia
of Religion and Ethics, vol. 5, p. 375.
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