martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (78)


El sitio de la Mulita (3)

Pronto el mate estuvo preparado y ella ya estuvo tomando; el azucarero en el suelo, junto a su sombrerito color café, ahorraba ya el visitante toda tarea que no fuera alargar el brazo para ofrecer. ¡Tenía, pues, que empezar a revelar el objeto de su presencia allí! ¡No había más remedio! Pero a cada palabra que pensaba, esta, en vez de atraerle compañeras, se quedaba, al principio, como cosa agarrada por detrás; y, en seguida, cortándose ella sola, provocaba un desenvolvimiento hacia el futuro por el que se llevaba al Aperiá consigo para mostrarle las versiones más embrolladas y crueles. El pensamiento del protector de la Mulita -desde ya se debe otorgarle, y con justicia, este honroso título- se sumergía allí. Y cuando el Aperiá podía retroceder y se recobraba, ya al ir a hablar veníansele otra vez turbiones terribles que le arrastraban aquello que se proponía decir.

Justo al revés del Aperiá, la Mulita se iba calmando poco a poco. Ahora, entre los entornados párpados del gesto aun compungido, su mirada descansaba reconfortándose en el que tenía al frente, porque aquella presencia era un refugio.

-¿Y vio, don, que el dependiente ni siquiera por cumplimiento ha aparecido?

El Aperiá no se resolvía a referirse a aquello para lo que, corriendo peligros de caer atrapado en la trama que tejían el dependiente de la pulpería y el Comisario Tigre, había venido. Mas, sin querer, la Mulita lo había situado ante el tema; y él sintiose ya como entre la espada y la pared. Así que se sacudió levemente el chiripá, le quitó un polvillo de azúcar muy brillante por el rayo de luz que le daba en la rodilla y, con amargura, empezó, ahogándose:

-Sepa usté… que ahora él dice… que no entrega nada… porque el finao le debía no sé cuántos años de sueldo, y que era habilitado, además.

-¡Pero eso es una gran mentira, don Aperiá!

La Mulita se había incorporado en el asiento, los ojos secos de la sorpresa.

-¡Ya sé, mi amiga, por favor! ¡Pero la cosa es que el Comisario dice que él es testigo de que no le pagaba desde hace más de cuatro años!

-¡Se embromó el dependiente, don Aperiá! ¡Si el Comisario hace solito dos años que está en el pago! ¿No ve que con mentir no se saca nada?

Al Aperiá le dio más pena, porque, demasiado sabía él que con mentiras se saca, ¡y mucho!, desde que el mundo es mundo. Y se le hacía cada vez más cuesta arriba el tener, con urgencia, que empezar a hacer añicos el candor de la Mulita con cada revelación como pedrada. El brusco enardecimiento que lo recogiera, y gracias al cual pudo, tal vez, animarse a seguir hablando si la tan triste hubiera permanecido callada, se le desvaneció enseguida, al atender y advertir lo lejos que estaba la Mulita del terreno sobre el que él debía situarla de inmediato. Ahora se hallaba el Aperiá de nuevo librado a sus propias fuerzas débiles para afrontar la violencia de comunicar, como ensañándose, lo que era tan apremiante; las bárbaras noticias cuya revelación lo colocaba a él igual que a quien, constatándole la inocencia, se ve obligado a dar rebencazos a un amarrado de pies y manos, que tiene mordaza. Sacó su pañuelo. Pero el amigo de la Mulita se halló sin una lágrima. Eran vidrios secos sus ojos.

-Mire -seguía ella, pensando la mar de cosas a la vez porque, como si le amaneciera una luz odiosa, ya algo, algo estaba intuyendo- lo que podemos hacer es que, por ahora… es que por ahora siga la pulpería como está…

-¡No, entiendamé…! -el Aperiá de incorporó en su asiento, demudado. Y soltó, golpeándose insistente la cadera con su pequeño puño crispado: -Sepa usté que se han confabulado el Comisario y el dependiente. ¡No! ¡Atiendamé! Usté tiene que entender que va a ser brava la lucha. Esos se encarnizan y no sueltan. Pero no se me desespere. Yo, usté ve, soy muy poca cosa; puede decirse que no sirvo para nada. Pero no se disguste, que mientras yo pueda agachar el lomo, necesidades usté no va a pasar.

Con su pobre trapillo a modo de pañuelo se secaba copioso el sudor, al finalizar.

-¿Pero, y por qué me dice eso? ¿Pero entonces usté cree… que estoy perdida?

No lloraba la Mulita. Había corrido al silla alrededor del fogón, y el otro debió girar la suya porque, si no, no podía verla de frente, tan al lado se le puso. Pero no la miró el Aperiá. Cuando iba a hacerlo, las palabras de ella le doblaron la vista hacia el suelo, sobre el azucarero y el color café de su chambergo, casi sin uso.

-¿Eh? ¡Hable, don Aperiá! ¿Entonces me sacan todo? ¿Entonces me desean males? ¿Entonces…? ¿Y Don Juan, donde andará? ¡Que con él no juegan, esos!

Revolviéndose en su asiento, siempre mirando el suelo donde el sol alargaba su tibia franja, y sin poder contener el pensamiento que se le iba hacia las horas y hasta hacia los próximos días ya más que envueltos en espesas sombras, el Aperiá respondió:

-Yo no creo que Don Juan tarde en hacerse ver de alguna manera; porque él se ha refugiado en el Arazatí. En cualquiera de estas noches, por venir a cubierto de la policía, se le aparece- Y, si no, esperamos unos días y, después, yo la hago a usté dar con él. Ganamos el monte, y yo le aseguro que lo hallamos.

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