El sitio de la Mulita (4)
Rocoso era el sitio donde
se sujetó la partida. Por eso, las voces enardecidas del Comisario Tigre, el
clamoreo de los soldados acentuaban su dureza al recortarse sobre el rumor de
entrechocar de palos producido por los cascos sin herrar que, bajo la iracundia
de los jinetes, golpeaban, ellos también enardecidos, el sitio, rayando a
resbalones el suelo en las pechadas y llevadas por delante con las ancas, pues
se amontonaban en muy apretada confesión.
Adelante, el Comisario
Tigre parecía que se le había enhorquetado a un potro recién boleado. -¿Ah, sí?
¿No contestan? -Luego de haber esperado un tiempo prudencial, profirió arriba
de los saltos de su overo, la mano bien abierta apretando de arriba el quepis.
-¡Pues ya van a tener que salir algún día!
Y tal ciega calentura le
hizo agarrar una costalada del caballo, que, a punto de rajarle la boca del tirón,
casi, casi suelta lo que quería mantener en rigurosa reserva para los sitiados:
-¡Ya pueden irse dando por
sentenciados a muerte!
Pero logró contenerse
gracias al inútil esfuerzo que tuvo que hacer para sujetar su cabalgadura, cura
resbalada sacudió al Soldado Gato Pajero sobre su picazo, el cual largó un par
de patadas al rosado del Cabo Pato, dándolo sobre el rabicano del Tamanduá,
quien por no caerse se afirmó en el hombro del Soldado Águila y lo aplastó como
jerga en su rosillo al tiempo que, a los brincos de un doradillo media sangre,
de coces y encontronazos trataba de desviarse ese Cabo Lobo…
Consiguió zafarse del
remolino el Tigre, hizo caracolear a su overo y, ya dando el frente a la
inquietud de bombachas rojas, de azules chaquetillas, de golillas coloradas y
aquellos quepis, él quedó tieso.
Ante semejante actitud
-era una estatua pronta para ser llevada a la plaza y subirla el Comisario- los
caballos sintieron el imperio de la disciplina. Así, atentas las orejas,
fuéronse rápidamente serenando. Clarito se oyeron las respiraciones de ellos y
las de los que tenían encima.
-Soldado Cigüeña y Soldado
Carao, ¡de frente, marchen!
Los mencionados
avanzaron, apartándose del grupo.
-¡Alto!...
-¡Sargento Cimarrón!
El aludido adelantó dos
pasos su caballo, se estiró en los estribos y se hizo palo.
-¡Usté me va a acampar aquí
con el resto de la gente, Sargento!
-¡Pie a tierra! -previno
el cimarrón a la soldadesca. Y ordenó:
-¡Tierra!
Nuevo fragor de cascos, y
brusco chocar de espuelas desde el grupo de unos quince o dieciséis solados que
obedeció a la orden. Un poco a retaguardia, alguien, uno que contrastaba por vestir
de particular y por el poncho, descabalgó también: el Terutero que ya conocimos.
Se había incorporado como voluntario; tan voluntario que ni al Comisario ni a
la soldadesca les había caído en gracia lo entrometido del aporte.
-¡Desensillen y maneen…!
¡Des!
El Sargento volvió a
enderezar a su bayo hacia el superior, echó pie a tierra, también, y, de ojos
encapotados, bajo la ráfaga del chasquido que provocó a sus espuelas y a su
sable, quedó como poste haciendo la venia.
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