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Fui hasta el cuarto de
baño, agarré un poco de papel higiénico y traté de parar la hemorragia. El
papel se empapó. Agarré otro montón de papel y me lo puse en la espalda durante
un rato largo. Entonces busqué el yodo y traté de llegar hasta la herida. Era
difícil. Al final me rendí. ¿A quién puede importarle una espalda infectada? O
te morías o seguías viviendo. A ningún boludo se le había ocurrido jamás
amputar una espalda.
Volví a mi cuarto y me
tiré en la cama, con la manta subida hasta el cuello. Me quedé mirando el techo
y hablando conmigo mismo.
Bueno, Dios, decime si
realmente estás allí. Vos me metiste en este lío. Querés probarme. Ahora suponete
que yo te pruebo a Vos. Suponete que digo que no estás aquí. Ya me pusiste una
prueba suprema con mis padres y mis granos. Creo que salvé el examen. Soy más
duro que vos. Si ahora mismo bajaras hasta aquí, te escupiría la cara, si es
que tenés cara. ¿Y cagás, también? El cura jamás me contestó esa pregunta. No
dijo que no teníamos que dudar. ¿Dudar de qué? Creo que Vos ya me estás
jodiendo hace demasiado tiempo, así que te pido que bajes hasta aquí para que
te pueda poner a prueba.
Esperé. Nada. Esperé a
Dios. Creo que al final me dormí.
Nunca me había dormido de
espaldas. Me di cuenta cuando me desperté. Tenía las piernas dobladas y las
rodillas formaban dos montañitas abajo de la manta. Y mientras las miraba vi
aparecer dos ojos. Eran oscuros, negros, vacíos… y parecían mirarme desde abajo
de una capucha puntiaguda como las que usan los del Ku-Klux-Klan. Me seguían
mirando fijo y me aterroricé. Pensé que eran los ojos de Dios, aunque se
suponía que Dios no te miraba así.
No la podía aguantar. Y
tampoco moverme. La mirada seguía allí, entre las montañitas de mis rodillas.
Era poderosa y negra y amenazadora.
Tuve la sensación de que
ya habían pasado horas y ella seguía clavada en mí.
Y de golpe desapareció…
Yo me quedé en la cama,
meditando.
No podía creer que
aquella mirada fuera la de Dios. Hubiera sido un truco muy barato aparecer
vestido así.
Había tenido una
alucinación, por supuesto.
Me quedé pensando diez o
quince minutos y después me levanté y busqué una caja marrón que me había
regalado mi abuela hacía años. Adentro había rollitos de papel con citas de la
Biblia. Cada uno tenía su casillero. Decían que si uno hacía una pregunta iba a
encontrar una contestación en el rollito que sacaras. Ya había probado una vez
y me pareció inútil. Ahora probé de nuevo.
-¿Qué significan esos
ojos que acabo de ver? -le pregunté a la caja marrón.
Entonces saqué un
papelito blanco y lo desenrrollé.
-DIOS TE HA ABANDONADO.
Lo enrollé y volví a ponerlo
en su casillero. No le creí un carajo. Volví a la cama y me quedé pensando. Era
demasiado simple, demasiado directo. Traté de hacerme la paja para volver a la
realidad. Todavía no le creía. Entonces me volví a levantar y me puse a
desenrollar todos los papelitos de la caja. Buscaba el que tenía la frase “DIOS
TE HA ABANDONADO”. Pero no había ninguno que tuviera esa frase. Los leí uno por
uno y los guardé, cada en su lugar.
Los granos seguían empeorando.
Yo seguía tomando el tranvía de la línea 7 para ir al Hospital General del
Condado de Los Angeles donde me estaba enamorando de la señorita Ackermann, la
enfermera que me atendía. Ella nunca iba a ser cómo me fortalecía el ánimo cada
terrible pinchazo. Porque a pesar del horror de la sangre y el pus, ella
siempre era humana y amable. Lo único que yo quería era que me envolviera con
su blancura almidonada y desapareciéramos junto del mundo. Pero eso no pasó jamás.
Ella era demasiado práctica. Lo único que hacía era recordarme cuando era la
próxima sesión.
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