El sitio de la Mulita (4)
La Mulita se había puesto
de pie.
-¿Y por qué no nos vamos ya?
¡Ay, qué vida! ¡Lléveme ahora, don Aperiá, se lo pido de rodillas! ¡Sí, nos
vamos los dos con Don Juan!... ¡Ahí está la salvación de nosotros!
-¡No, no se apure, déjeme
estribar, compañera! -exclamó el amigo, abandonando su silla y tomándole la
mano-. Usté, consérvese serena. Salir del pago no es juguete. Y de día, ni qué
pensar ¿sabe usté? Ni qué pensar por las partidas del Comisario Tigre que ya
andan buscando presa. Para bien de poder zafarse hay que marchar a pie, de
noche, en la escuridá. Yo soy baquiano. Dándole fuerte, antes de las barras del
día bien podríamos estar en el monte que hay antes de llegar al estero grande.
Allí nos guareceremos y descansamos todo el día. Y para la otra noche llegamos
al río. Mi hermano fue a buscar unas armas que los matreros le habían dejado en
la Tapera de las Garzas, y se encontró en el camino con un quinchador que le
dijo que en esa dirección marchaba Don Juan con los suyos. Si a la luz del día nos
mantenemos costiando medio apartados de la orilla para que no nos tapen los
árboles, en una, Don Juan o alguno de los suyos nos tienen que ver y nos salen
a la cruzada.
-Sí, señor; Don Juan nos
ve y nos sale en seguida, ¡còmo no! Y usté dijo que Don Juan iba con otros;
¿con cuáles otros?
-Con unos cuantos amigos
viejos y con aliados de que se hizo en “La Flor del Día” cuando se armó una
gran trifulca con la policía, que hizo un papelón, pues el acompañamiento de
Don Juan la dejó hasta sin espadas y sin carabinas. Bueno, pero ahora, usté se
me queda calma. No salga ni aunque la llamen, óigamelo bien. Ni aunque se den
por amigos, sean quienes sean. Ni aunque le digan que vienen en nombre del
mismo Don Juan. Y yo voy a retroceder hasta la pulpería por ver de pialar
alguna noticia. Tome usté su mate tranquila. Si demoro, es porque ando en algo
suyo, ya sabe.
Agachándose para agarrar
su sombrero, el Aperiá salió sin darle tiempo a su amiga ni a dar las gracias.
Y la Mulita, para obedecer, se tornaba a coger el mate que había quedado junto
al azucarero… cuando sintió a alguien trancar la puerta y precipitarse
corriendo en la cocina: ¡el Aperiá, otra vez! Pero ahora con los ojos
dilatados, saltados, enrojecidos, ¡y sin el sombrero!
-¡La policía se viene!
¡Me dieron la voz de Alto, pero me le desacaté! ¡Es un ejército, le garanto!
-¿Y qué quieren aquí, don
Aperiá?
Desplomándose en la silla
que antes ocupara la Mulita, el Aperiá respondió:
-¡Quién sabe! -por no
decir lo que presumía que ansiaban, carniceros: ¡la vida de ella!
-Bueno, vamos a ver qué
dicen que quieren…
Con los ojos muy
entornados, la Mulita parecía tranquila. Y hasta ella misma pudo haberlo
supuesto. Pero la verdad es que temblaba como vara verde cuando el Aperiá la
interrumpió para recomendarle desesperado:
-¡Por favor, no se mueva
y no conteste ni palabra! -mientras, dejando su asiento, la empujaba apiadado
hacia un rincón, contra la alacena.
En la entrada se había
detenido el milicaje, machetes en mano, en medio de un griterío ensordecedor.
¡Suerte que el pasadizo era tan angosto! Sin ese peligro -el de ser fusilados
de a uno al pretender adelantarse- los enardecidos milicianos se meten no más,
porque con poco trabajo hubieran podido echar abajo la puerta.
-¡Entreguensé! ¡Salí, Aperiá,
que te perdonamos la vida! ¡Y también se la perdonamos a la asesina!
La alacena sostuvo a la
Mulita; y en ella se apoyó para no caer redonda. El horror había ahogado la
fuente de las lágrimas y de los sollozos. Como en galopar sin freno, sólo
quedaban libres las palpitaciones.
-¡Salgan, salgan, que así
se están echando arriba todo el peso del Código! ¡Salgan a las buenas, con
todas las garantías!...
Y, al mismo tiempo, a su
gente el Comisario hacía señas negativas con la fulgente espada, dando a
entender que estas palabras eran engañifa y que para nada ellas contrariaban la
orden de hacer fuego a discreción sobre la Mulita en cuando la legítima
propietaria se asomara por el pasadizo. Muerta allí mismo, se proclamaría que
la prueba de su delito estaba patente en el hecho de haberse resistido a la
autoridad.
En la cocina, pegados a
la pared y agarrados de la mano, los sitiados permanecían todo oídos al espanto
que se agolpaba afuera.
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