miércoles

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 41


31

Al otro día estaba sentado en mi sillita metálica verde esperando que me llamaran. Enfrente había un hombre que tenía algo raro en la nariz. Era muy roja y tosca y gruesa y grande y parecía que recién ahora estuviera empezándole a crecer. Se podía distinguir cómo una parte le había crecido sobre la otra. Traté de no volver a mirarla para que no me pescara espiándolo, porque me imaginé cómo podría sentirse. Pero él parecía seguir allí sentado muy cómodo: era gordo y estaba medio dormido.

Lo llamaron a él primero:

-¿Sr. Sleeth?

Él apenas se movió.

-¿Leeth? ¿Richard Sleeth?

-¿Eh? Sí, soy yo…

Entonces se levantó y caminó hasta la puerta.

-¿Cómo se siente, Sr, Sleeth?

-Muy bien… perfectamente bien.

Y entró al consultorio junto con el doctor.

A mí me llamaron casi una hora después. Seguí al doctor atravesando una puerta giratoria y entramos en otra sala. Era más grande que el consultorio. Me dijeron que me desnudara y me sentara arriba de una mesa. El doctor me miró.

-¿Te das cuenta de que lo tuyo es un caso especial, no es cierto?

-Sí.

Y me apretó uno de los forúnculos de la espalda.

-¿Te dolió?

-Claro.

-Bueno -dijo. -Vamos a tratar de sacártelos.

Y prendió una máquina que chirriaba y zumbaba. Se podía oler cómo se le calentaba el aceite.

-¿Pronto? -preguntó.

-Sí.

Entonces me empezó a perforar la espalda con una aguja eléctrica. El dolor era espantoso. Parecía que llenaba toda la sala. Sentí cómo me corría la sangre por la espalda.

-Ahora vamos a sacarte los demás -explicó el doctor.

Y volvió a clavarme la aguja en otro grano y después en otro. Había dos hombres parados alrededor. Parecían ser doctores.

-Nunca vi a ningún muchacho aguantar esto así -dijo uno de los hombres.

-No se queja para nada -dijo el otro.

-¿Por qué no se van a pincharle el culo a alguna enfermera? -les pregunté.

-¡No no hables de ese modo, pendejo!

La aguja se me volvió a clavar en la espalda. Yo me quedé callado.

-Este pendejo debe de ser un terrible amargado…

-Sí, terrible.

Los tipos se fueron.

-Estos hombres son unos extraordinarios profesionales -dijo mi doctor. -No los trates así.

-Usted siga perforando -le contesté.

Y él siguió y siguió sin importarle que se le recalentara la aguja. Me perforó completamente la espalda y después me hizo darme vuelta para pincharme el pecho, el cuello y la cara.

De golpe entró una enfermera y le dio instrucciones:

-Séquele estas pústulas, señorita Ackermann. Y cuando empiecen a sangrar, siga apretando. Que le queden bien vacías.

-Sí, Dr. Grundy.

-Después aplíquele el aparato de rayos ultravioletas. Empiece poniéndoselo dos minutos en cada lado.

-Sí, Dr. Grundy.

La señorita Ackermann me llevó a otra sala. Me dijo que me tirara sobre la mesa. Agarró una gasa y me la aplicó en el primer grano.

-¿Te duele?

-No se preocupe.

-Pobre…

-No se preocupe. A mí lo único que me molesta es que la estén obligando a hacer esto.

-Pobre…

La señorita Ackermann fue la primera persona que me trató amabilidad. Me sentí raro. Era una enfermera petisa y rechoncha que andaría por los treinta años.

-¿Vas al colegio? -preguntó.

-No, me tuvieron que sacar.

Ella seguía extrayendo y apretando mientras hablaba.

-¿Y qué hacés todos los días?

-Me quedo en la cama.

-Qué horrible.

-No. A mí me gusta.

-¿Te duele?

-No, siga. Está bien.

-¿Y qué es lo que tiene de lindo estar todo el día en la cama?

-No tener que ver a nadie.

-¿Y eso te gusta?

-Claro.

-¿Y qué hacés?

-A veces escucho la radio.

-¿Qué escuchás?

-Música. Y gente que habla.

-¿No pensás en las chiquilinas?

-Claro. Pero están prohibidas.

-Entonces no querrías vivir así.

-Lo que hago son esquemas sobre los aviones que pasan por arriba de mi casa, todos los días a la misma hora. Los tengo cronometrados. Por ejemplo, sé que va a pasar uno a las 11.15 de la mañana. A eso de las 11.10 apronto el oído para detectarle los motores. Trato de escuchar el primer zumbido. A veces me parece que lo oí aunque me sienta muy seguro y entonces empiezo a oírlo. Y el sonido crece. Hasta que a las 11.15 pasa por arriba de casa con el sonido bien fuerte.

-¿Y hacés eso todos los días?

-Cuando vengo aquí no.

-Date vuelta -dijo la señorita Ackermann.

Y cuando me di vuelta empezó a chillar un hombre en la sala de al lado. Gritaba como una bestia.

-¿Qué le están haciendo? -le pregunté a la señorita Ackermann.

-Está en la ducha.

-¿Y eso lo hace chillar así?

-Sí.

-Entonces yo debo estar peor que él.

-No, no estás peor que él.

Me gustaba la señorita Ackermann. La viché de reojo. Tenía la cara redonda y no era muy linda pero el gorrito de enfermera le quedaba coqueto sobre los grandes ojos marrón oscuro. Eran sus ojos. La miré mientras iba a tirar unas gasas apelotonadas. Bueno, no era la señorita Gredis, y yo había visto muchas otras mujeres más lindas, pero ella era amable. No se pasaba todo el tiempo exhibiéndose como una mujer.

-Apenas termine con tu cara -dijo-, te voy a poner abajo del aparato de rayos ultravioletas. La próxima cita es pasado mañana a las 8.30.

Después no hablamos más.

Cuando terminó me puse unos lentes y la señorita Ackermann conectó el aparato de rayos ultravioletas.

Tenía un sonido como de tic-tac. Era suave. Debía ser el reloj automático, o el reflector metálico de la lámpara que estaba calentándose. Aquello me hacía bien, pero de golpe me di cuenta de que todo lo que me estaban haciéndole era inútil. Sentí que la menos mala de las agujas me iba dejar marcado por el resto de mi vida. Aunque eso no era lo peor. Lo que me preocupaba de verdad era que ellos no sabían cómo curarme. Me daba cuenta por la forma cómo discutían. Siempre estaban incómodos y dudaban de todo, además de sentirse desinteresados y aburridos. Al final me dejó de importar todo. Porque entendí que me estaban haciendo cualquier cosa nada más que para no parecer poco profesionales.

Experimentaban con los pobres y si la cosa funcionaba le aplicaban el tratamiento a los ricos. Al rato volvió la señorita Ackermann, me hizo dar vuelta, reajustó la máquina y se fue. Era la persona más amable que había conocido en ocho años.

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