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Al otro día estaba
sentado en mi sillita metálica verde esperando que me llamaran. Enfrente había un
hombre que tenía algo raro en la nariz. Era muy roja y tosca y gruesa y grande
y parecía que recién ahora estuviera empezándole a crecer. Se podía distinguir
cómo una parte le había crecido sobre la otra. Traté de no volver a mirarla para
que no me pescara espiándolo, porque me imaginé cómo podría sentirse. Pero él parecía
seguir allí sentado muy cómodo: era gordo y estaba medio dormido.
Lo llamaron a él primero:
-¿Sr. Sleeth?
Él apenas se movió.
-¿Leeth? ¿Richard Sleeth?
-¿Eh? Sí, soy yo…
Entonces se levantó y
caminó hasta la puerta.
-¿Cómo se siente, Sr,
Sleeth?
-Muy bien… perfectamente
bien.
Y entró al consultorio
junto con el doctor.
A mí me llamaron casi una
hora después. Seguí al doctor atravesando una puerta giratoria y entramos en
otra sala. Era más grande que el consultorio. Me dijeron que me desnudara y me
sentara arriba de una mesa. El doctor me miró.
-¿Te das cuenta de que lo
tuyo es un caso especial, no es cierto?
-Sí.
Y me apretó uno de los
forúnculos de la espalda.
-¿Te dolió?
-Claro.
-Bueno -dijo. -Vamos a
tratar de sacártelos.
Y prendió una máquina que
chirriaba y zumbaba. Se podía oler cómo se le calentaba el aceite.
-¿Pronto? -preguntó.
-Sí.
Entonces me empezó a perforar
la espalda con una aguja eléctrica. El dolor era espantoso. Parecía que llenaba
toda la sala. Sentí cómo me corría la sangre por la espalda.
-Ahora vamos a sacarte los
demás -explicó el doctor.
Y volvió a clavarme la
aguja en otro grano y después en otro. Había dos hombres parados alrededor. Parecían
ser doctores.
-Nunca vi a ningún
muchacho aguantar esto así -dijo uno de los hombres.
-No se queja para nada
-dijo el otro.
-¿Por qué no se van a
pincharle el culo a alguna enfermera? -les pregunté.
-¡No no hables de ese
modo, pendejo!
La aguja se me volvió a
clavar en la espalda. Yo me quedé callado.
-Este pendejo debe de ser
un terrible amargado…
-Sí, terrible.
Los tipos se fueron.
-Estos hombres son unos
extraordinarios profesionales -dijo mi doctor. -No los trates así.
-Usted siga perforando
-le contesté.
Y él siguió y siguió sin
importarle que se le recalentara la aguja. Me perforó completamente la espalda
y después me hizo darme vuelta para pincharme el pecho, el cuello y la cara.
De golpe entró una
enfermera y le dio instrucciones:
-Séquele estas pústulas,
señorita Ackermann. Y cuando empiecen a sangrar, siga apretando. Que le queden bien
vacías.
-Sí, Dr. Grundy.
-Después aplíquele el
aparato de rayos ultravioletas. Empiece poniéndoselo dos minutos en cada lado.
-Sí, Dr. Grundy.
La señorita Ackermann me
llevó a otra sala. Me dijo que me tirara sobre la mesa. Agarró una gasa y me la
aplicó en el primer grano.
-¿Te duele?
-No se preocupe.
-Pobre…
-No se preocupe. A mí lo
único que me molesta es que la estén obligando a hacer esto.
-Pobre…
La señorita Ackermann fue
la primera persona que me trató amabilidad. Me sentí raro. Era una enfermera petisa
y rechoncha que andaría por los treinta años.
-¿Vas al colegio?
-preguntó.
-No, me tuvieron que
sacar.
Ella seguía extrayendo y
apretando mientras hablaba.
-¿Y qué hacés todos los
días?
-Me quedo en la cama.
-Qué horrible.
-No. A mí me gusta.
-¿Te duele?
-No, siga. Está bien.
-¿Y qué es lo que tiene
de lindo estar todo el día en la cama?
-No tener que ver a
nadie.
-¿Y eso te gusta?
-Claro.
-¿Y qué hacés?
-A veces escucho la
radio.
-¿Qué escuchás?
-Música. Y gente que
habla.
-¿No pensás en las chiquilinas?
-Claro. Pero están prohibidas.
-Entonces no querrías
vivir así.
-Lo que hago son esquemas
sobre los aviones que pasan por arriba de mi casa, todos los días a la misma
hora. Los tengo cronometrados. Por ejemplo, sé que va a pasar uno a las 11.15
de la mañana. A eso de las 11.10 apronto el oído para detectarle los motores.
Trato de escuchar el primer zumbido. A veces me parece que lo oí aunque me
sienta muy seguro y entonces empiezo a oírlo. Y el sonido crece. Hasta que a
las 11.15 pasa por arriba de casa con el sonido bien fuerte.
-¿Y hacés eso todos los
días?
-Cuando vengo aquí no.
-Date vuelta -dijo la
señorita Ackermann.
Y cuando me di vuelta
empezó a chillar un hombre en la sala de al lado. Gritaba como una bestia.
-¿Qué le están haciendo?
-le pregunté a la señorita Ackermann.
-Está en la ducha.
-¿Y eso lo hace chillar
así?
-Sí.
-Entonces yo debo estar
peor que él.
-No, no estás peor que
él.
Me gustaba la señorita
Ackermann. La viché de reojo. Tenía la cara redonda y no era muy linda pero el
gorrito de enfermera le quedaba coqueto sobre los grandes ojos marrón oscuro. Eran
sus ojos. La miré mientras iba a tirar unas gasas apelotonadas. Bueno, no era
la señorita Gredis, y yo había visto muchas otras mujeres más lindas, pero ella
era amable. No se pasaba todo el tiempo exhibiéndose como una mujer.
-Apenas termine con tu
cara -dijo-, te voy a poner abajo del aparato de rayos ultravioletas. La
próxima cita es pasado mañana a las 8.30.
Después no hablamos más.
Cuando terminó me puse
unos lentes y la señorita Ackermann conectó el aparato de rayos ultravioletas.
Tenía un sonido como de
tic-tac. Era suave. Debía ser el reloj automático, o el reflector metálico de
la lámpara que estaba calentándose. Aquello me hacía bien, pero de golpe me di
cuenta de que todo lo que me estaban haciéndole era inútil. Sentí que la menos mala
de las agujas me iba dejar marcado por el resto de mi vida. Aunque eso no era
lo peor. Lo que me preocupaba de verdad era que ellos no sabían cómo curarme.
Me daba cuenta por la forma cómo discutían. Siempre estaban incómodos y dudaban
de todo, además de sentirse desinteresados y aburridos. Al final me dejó de
importar todo. Porque entendí que me estaban haciendo cualquier cosa nada más
que para no parecer poco profesionales.
Experimentaban con los
pobres y si la cosa funcionaba le aplicaban el tratamiento a los ricos. Al rato
volvió la señorita Ackermann, me hizo dar vuelta, reajustó la máquina y se fue.
Era la persona más amable que había conocido en ocho años.
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