EL TEATRO TOSCO (17)
De todas las obras
existentes. Ninguna es tan desconcertante y esquiva como La tempestad.
Una vez descubrimos que el único modo de encontrar un significado compensador
es tomar la pieza como un todo. Como argumento carece de interés; como pretexto
para la exhibición de trajes, efectos escénicos y música, apenas vale la pena
revivirla; como mezcla de estilo atractivo y tumultuoso, a lo máximo que puede
aspirar es a complacer a unos cuantos espectadores de sesión de tarde, y por lo
general sólo sirve para apartar del teatro a generaciones de escolares. No
obstante, cuando observamos que en la obra nada es lo que parece, que se
desarrolla en una isla y no en una isla, durante un día y no durante un día,
con una tempestad que desencadena una serie de acontecimientos que siguen
dentro de la tempestad incluso cuando ha desaparecido la tormenta, que el encantador
drama bucólico para niños encierra violación, asesinato, conspiración y
violencia; cuando comenzamos a desenterrar los temas que tan cuidadosamente
enterró Shakespeare, comprendemos que esta es su completa y última declaración
y que ella trata de la entera condición del hombre. De manera similar, la primera
obra de Shakespeare, Tito Andrónico, descubre sus secretos en cuando
dejamos de considerarla como una serie de gratuitos golpes melodramáticos y
buscamos su integridad. Todo en Tito está ligado a una oscura corriente de la
que surgen los horrores, rítmica y lógicamente relacionados; vista de este modo
cabe encontrar la expresión de un poderoso y finalmente hermoso ritual bárbaro.
Sin embargo, este enfoque es comparativamente simple: hoy día podemos encontrar
siempre nuestro camino hacia el violento subconsciente. La tempestad es
otra cuestión. Desde la primera hasta su última obra, Shakespeare se movió a
través de muchos limbos: tal vez en la actualidad no pueden hallarse las
condiciones que nos revelen plenamente la naturaleza de la obra. Hasta que se
encuentre un medio de ponerla en escena, al menos hemos de ser cautos para no
caer, al forcejear con el texto, en confusos e infructíferos intentos. Si bien
hoy día es irrepresentable, no deja de ser un ejemplo de cómo una obra
metafísica puede hallar un idioma natural que es sagrado, cómico y tosco.
Resulta, pues, que en la
segunda mitad del siglo XX en Inglaterra, donde escribo estas palabras, nos
enfrentamos al irritante hecho de que Shakespeare sigue siendo nuestro modelo.
A este respecto, nuestra labor en la puesta escénica de Shakespeare consiste siempre
en hacer “modernas” sus obras, ya que sólo así el público entra en contacto
directo con los temas que el tiempo y las convenciones desvanecen. De la misma
manera, cuando nos acercamos al teatro moderno, en cualquiera de sus formas, ya
sea la obra con pocos personajes, el happening o la pieza con numerosos
personajes y escenas, el problema es siempre el mismo: ¿dónde están los
equivalentes de la fuerza del teatro isabelino, en el sentido de alcance y
extensión? ¿Qué forma, en términos modernos, podría adoptar ese rico teatro? Grotowski,
como un monje que descubriera un universo en un grano de arena, llama teatro de
pobreza a su teatro sagrado. El teatro isabelino, que abarcaba todo lo de la
vida, incluso la suciedad y miseria de la pobreza, es un teatro tosco de extraordinaria
riqueza. Ambos no están tan separados como pudiera parecer.
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