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Ese verano -julio de
1934- mataron a John Dillinger a la salida de un cine en Chicago. Nunca tuvo
una oportunidad. La Dama de Rojo lo había señalado con el dedo. Hacía más de un
año que los bancos se habían fundido. La prohibición había terminado y mi padre
volvió a tomar cerveza Eastside. Pero lo peor era que Dillinger terminara
pagándolas así. A un montón de gente que admiraba a Dillinger aquello les
dolió. Roosevelt era el Presidente. Daba charlas de sobremesa por la radio y
todo el mundo lo escuchaba. Realmente sabía hablar. Y trató de organizar
programas para conseguirle trabajo a la gente. Pero las cosas todavía andaban
muy mal. Y mis forúnculos empeoraron y se pusieron increíblemente grandes.
Yo pensaba entrar a la
escuela superior de Woodhaven en setiembre, pero mi padre se empecinó en que
fuera a la de Chelsey.
-Chelsey no pertenece a
este distrito -le dije. -Queda demasiado lejos.
-Me vas a hacer caso y te
vas a matricular en la escuela superior de Chelsey.
Yo sabía por qué quería
que fuera allí. Porque estaba llena de niños ricos. Mi padre estaba loco.
Todavía pensaba en que podía hacerse rico. Cuando Baldy se enteró de que yo iba
a Chelsey, también decidió anotarse. No podía zafarme de él ni de mis forúnculos.
El primer día llegamos a
Chelsey en bicicleta y fue algo lastimoso. La mayoría de los muchachos, o por
lo menos los mayores, tenían sus propios autos, algunos convertibles, y eran
amarillos, verdes, naranjas y rojos. Brillantes. A la salida del colegio se
sentaban en sus coches a esperar que las chiquilinas se apelotonaran alrededor para
que las invitaran a salir. Y todos estaban muy bien vestidos, tanto ellos como
ellas. Tenían jerseys de cuello de cisne, relojes pulsera y zapatos a la última
moda. Parecían adultos elegantes y superiores. Y yo ahí con mi jersey casero,
mis pantalones raídos, mis zapatos gastados y para colmo lleno de granos y
forúnculos. Los muchachos de los coches no se preocupaban por el acné. Todos
eran pintunes, altos y limpios, tenían los dientes brillantes y no se lavaban
el pelo con jabón barato. Parecían saber algo que a mí se me escapaba. Y eso me
hacía sentir como el culo.
A Baldy y a mí nos daban
vergüenza las bicicletas. Al final empezamos a dejarlas en casa y a ir y volver
caminando al colegio, que nos quedaba a dos millas y media. Llevábamos la
comida en unas bolsas marrones. La mayoría de los estudiantes ni siquiera
comían en la cafetería del colegio. Iban a bares y heladerías, escuchaban la
música de los juke-boxes y se reían. Ya iban en camino a terminar siendo
elegidos para el Congreso.
A mí me enfermaban mis
granos. En Chelsey podías elegir entre hacer gimnasia o instrucción militar. Yo
elegí la instrucción porque no había que llevar equipo de gimnasia y nadie
podía verme las erupciones que me infestaban el cuerpo. Pero odiaba el
uniforme. La camisa de lana me irritaba los granos. Lo teníamos que llevar
desde el lunes hasta el jueves. El viernes nos permitían usar ropa normal.
Estudiábamos el Manual de
Armamentos. Trataba de estrategias bélicas y otras mierdas por el estilo.
Teníamos que dar exámenes. Nos obligaban a marchar por el campo. Practicábamos
el Manual, y cada vez que me colgaba el fusil durante los ejercicios la pasaba como
el culo porque tenía granos en los hombros y a veces se me reventaba alguno y
me empapaba la camisa. La tela de lana era tan gruesa que por lo menos las
manchas que la atravesaban no parecían de sangre.
Entonces le conté a mi
madre lo que me pasaba y ella me forró los hombros con trapos blancos, aunque
no me ayudaron mucho.
Una vez nos inspeccionó
un oficial y me sacó el fusil de las manos para mirar el cañón y comprobar que
no había polvo. Después me lo devolvió con brutalidad y de golpe me vio las
manchas del hombro.
-¡Chinaski! -me gritó el
oficial-, ¡tu fusil pierde aceite!
-Sí, señor.
A lo largo del primer
trimestre los granos empeoraron. Ahora eran grandes como nueces y me cubrían
toda la cara. Yo sentía una vergüenza horrible. Algunas veces me paraba frente
al espejo del cuarto de baño de mi casa y me reventaba un grano. Era como
pocitos llenos de mierda blanca. Por momentos me parecía morboso y fascinante
que estuvieran rellenos con toda esa basura, pero sabía muy bien que a los
demás no les gustaba mirarme la cara.
A mi padre le avisaron
algo desde el colegio. Así que después de ese trimestre me sacaron, me metieron
en la cama y me llenaron de ungüentos. Había una crema marrón que apestaba. Era
la preferida de mi padre. Y quemaba. Él insistía en ponérmela durante más tiempo
de lo que aconsejaban las instrucciones y una noche me la dejó durante horas.
Al final me desperté chillando, corrí a llenar la bañera y traté de sacarme aquella
porquería como pude. Tenía la cara, la espalda y el pecho quemados. Esa noche
la pasé sentado en el borde de la cama porque no podía acostarme.
Mi padre entró en mi
dormitorio.
-Te dije que te dejaras
puesto el ungüento.
-Mirá cómo estoy -le
mostré.
Después llegó mi madre.
-El hijo de puta no quiere
curarse -le explicó mi padre. -¿Por qué me habrá tocado tener un hijo como
este?
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