1ª edición WEB: Axxón / 1992
2ª edición WEB:
elMontevideano Laboratorio de Artes / 2019
EPÍLOGO
UNO (1)
La nave orgánica en forma
de burbuja había entrado por la ventana de la mansión y se había posado sobre
el pico de la botella de soda. Luego se movió, por razones de acústica, y se
posó sobre el borde del vaso del hombre mayor que había apartado el líquido con
desprecio manifiesto. Entonces el Cipher que conducía la nave consideró que esa
posición era plenamente segura.
La tripulación constaba
de seis seres Cipher. Un piloto, un experto en comunicaciones y cuatro peritos
de Inteligencia, especializados en la observación de los comportamientos
humanos. Junto a la nave, todos habían sido cipheados no hacía mucho, en una
profunda cueva cercana a la metrópoli marciana. Su finalidad era observar
aquella reunión y lo que pensaran, trataran y resolvieran en ella los tres
jefes.
Los seres Chiper era
similares a los humanos solamente en el arte de poseer cuatro miembros, un tronco
y una cabeza con algunos apocados sentidos. Eran disímiles en todo lo demás.
Tenían cuerpos translúcidos, con un brillo inestable; sus manos de dedos largos
tenían una articulación más; podían comunicarse con plenitud sin abrir la boca,
y, por ello, podían leer en la mente de sus congéneres sólo cuando se
comunicaban; cuando estaban frente a seres inferiores podían sentir sus
órganos, la molienda de sus mentes, el despliegue de sus sentimientos.
Sexualmente también eran distintos… Esas cosas no significaban mucho para
ellos, pero cuidaban la diferencia definitiva que les adjudicaba una
experiencia vital de ciento cincuenta y tres mil años de vida consciente y
responsable en el cosmos.
En tan prolongado
ejercicio, los Chiper habían percibido y luego hecho suyos algunos modestos
misterios y conocimientos de la vida universal. Un descubrimiento, en especial,
les había hecho perder, o apartar como inútil, cierta noción relacionada con
algunas dimensiones. Ese conocimiento les permitió el dominio del tamaño de la
materia densa hasta lo que denominaríamos unas once leguas y un cuarto. Esta
disposición fue, quizá, uno de los más útiles inventos de la raza para sobrevivir
a la inefable vorágine del Señor del Universo, el Caos. Aunque once leguas, en
medidas universales, sean algo insatisfactorias, el invento, en cambio, cumplió
con los parámetros de lo aceptable para la mente Cipher (ellos siempre fueron
en extremo modestos por conocer tan poco, y este grave defecto siempre les
impidió compararse en genio y figura al creador del Todo). Tal vez fuera esta
la razón de que jamás hubieran comprendido el concepto terráqueo del tamaño, la
suerte y los colores con los cuales nacían. A ellos les producía gran
desconcierto la importancia que en la Tierra le daban, por ejemplo, a unos ojos
de tal o cual color, o al tamaño de cierto reducido pedúnculo vergonzante, el
cual concentraba toda la energía y casi todo el tiempo y se mantenía en
absoluta vigilancia y ocultamiento. Tampoco comprendían, en su inconmensurable
ignorancia y en el espacio de lo superficial, la importancia de la conformación
de un determinado esqueleto, hecho que definía, tarde o temprano en la vida del
humano, ya fuera su bien momentáneo o su ruina final asegurada.
Ahora, como infinidad de
veces anteriores en diversos planetas de la Galaxia, habían recurrido al
cipheado en una cueva marciana. La cueva no era mayor, supongamos, que un
elefante terrestre, y ellos se habían adaptado a ese tamaño, considerando que
no eran más de cien observadores atentos al asunto. Se habían reducido a un
centímetro, con lo cual tendrían espacio para moverse con holgura, además de
poder acondicionar las naves, digamos, en la cabeza del elefante. Pero, para
penetrar en la sala de la inocente mansión, se habían tenido que volver a ciphear.
Se redujeron del tamaño antedicho al tamaño de unos micrones, proporción que
también tomó la nave burbuja con la cual llegaron a la soda y luego al vaso del
terráqueo más menoscabado por el tiempo.
Una vez allí, se
concentraron cómodamente sentados en sus butacas anatómicas adosadas a las
paredes de la burbuja. El piloto, muy confiado, dormitó sobre la consola de
mandos, mientras el experto en comunicaciones manejaba las registradoras, y los
peritos en comportamiento observaban los mínimos gestos, inflexiones de voz,
palpitaciones, funcionamiento de órganos, presión sanguínea, pensamientos,
etcétera, de los tres humanos sentados alrededor de la mesita llena de botellas
y vasos.
En eso, ocurrió el
accidente. El piloto, que había pronosticado una seguridad absoluta para la
estadía en el lugar, no se despabiló a tiempo (la falla fue de su reloj
interno, y no por el hecho de permitirse la pequeña siesta). Y además, como
declaraban los registros, la reacción psicológica del humano viejo uniforma fue
imprevisible. Se iba, ya había abierto la puerta y, de súbito, se desplazó y
puso el vaso en su boca, enviando el líquido, con la nave burbuja, a los
confines de su escoriado y apalanganado estómago.
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