La pulpería (31)
Mientras seguía divagando y seguía revolviendo
en el cajón de las herramientas, algo de su pensar se había quedado como con
cabresto en la imagen de la puerta trancada. Tal vez por lo que ello
significaba de desastre, tal vez porque ya se había visto sacando el dinero del
cajón para pagar la compostura, posiblemente por ambas cosas, un fantaseo
compensador vino de lejos hacia él y se deslizó taimado, por otro cauce, hasta
conseguir que fueran dos las exclamaciones jubilosas en que prorrumpió:
-¡Desaparecido el Peludo,
se acabó “La Blanqueada”…! ¡Mirá la barreta!- a las que siguieron, tras la
sólida puerta:
-¿Pero se han muerto
todos o han juido a matrerear, también? ¡Pucha que se precisa pacencia!
Se interrumpió y se puso
a escupir rabioso el Comisario porque el cigarro, al ser mascado en la gran
nerviosidad, se le deshizo, acre, en la boca.
Justo en el mismo
instante, allá lejos, Don Juan, con el Venado a la cabeza de sus esforzados
compañeros, aminoraban el galope al coronar la alta cuchilla, ponía al trote su
caballo y, luego, lo sujetaba con tal expresión sombría, que los demás contuvieron
los suyos.
Testerando, giró a la
insinuación de la rienda el noble tostado, y se adelantó entre los pingos.
Estos, por cortés discreción de sus jinetes, fueron obligados a permanecer inmóviles
cuando pretendieron seguir en su vuelta al que montaba Don Juan. Y quedaron de
orejita parada, chicoteando las colas, sin que sus gauchos miraran hacia atrás.
Así, pues, de frente a la
mansa inmensidad que estaban dejando a las espaldas, se mantuvo Don Juan; un
poco inclinado sobre el flete, las puntas de la golilla desviadas sobre los
hombros por el reciente impulso de la carrera, pareciendo más abatido aun para
la, en algún momento, furtiva contemplación de sus amigos debió a los pendientes
pliegues del poncho de vicuña. No como en su alocada inconstancia vuela la
mariposa, que llega, pisa una flor y ni siquiera la ha mecido y ya anda por
encima de otras flores y nos hace advertir que se no le importa mucho de
ninguna; no como la abeja, que con ansia se empecina en una sola corola, y ya cuando ella no le
puede dar más es que la deja; no como el picaflor, el cual parece siempre andar
con delito y como que ha salido por gran necesidad y que está deseando ganar la
espesura; ni menos como la paloma, que sale y, al corto trecho, ya se echa a
plomo; no, así no se comportaba la mirada de Don Juan por el mundo callado que
debía abandonar. De total, de amplia y de suspensa, era más bien como la
contemplación que hace la nube cuando el viento le da tregua y, así, desde la
altura del cielo puede, a la vez, ver y meditar, salir y estar en sí al mismo
tiempo, hasta que vuelve el viento a aparecerse y a dar la orden de marcha, sin
saber nadie a punto fijo ni la ruta ni el punto de destino: nada, nada más que
la oscura imposición de seguir; y de seguir aprisa. Así era aquello.
El puño de Don Juan
ascendió con las riendas y se contrajo contra el pecho reteniendo a su tostado,
al que un encontronazo con el anca en caracoleos del tordillo del Venado había
impulsado hacia adelante. Pero esto no alcanzó a perturbar la penosa
contemplación de aquella mancha, verde hasta muy lejos, a la que el sol, ahora
en toda su altura, casi arrancaba como un brillo. Por el medio del inmenso
esmeralda surgía una franja oscura y larga, encajonada entre dos cuchillas. Y
un poco a la izquierda, el montecito aquel donde horas antes con su primo
esperaran y esperaran inútilmente el ataque de la partida del Sargento Primero
Cimarrón. Eran la pradera, el chilcal, el monte del pago que, a pesar del poco
tiempo de vivir allí, había llegado a querer como suyo, y que, por defender a
la inocente Mulita, ya era sólo el del peligro, el de las celdas, el de la
muerte, ahora con sus reales sentados en él.
-¡Pobre Mulita! ¡Qué va a
ser de ella, tan sola!... ¡Y yo sin haberla podido conocer personalmente
todavía!
Volvió a contener a su
tostado, que se revolvió al sentir el brusco pararse de su jinete en los estribos.
El Venado había tornado
hacia él su tordillo. Respetuoso y sin adelantarse, tenía los ojos fijos en su
reciente y ya entrañado amigo. El Zorrino y el Montés, el Recluta y el tuerto
Avestruz, comprendiendo la tristeza del momento, permanecían mudos, gachas las
cabezas, envueltos en el vaho de calor que la tierra desprendía dulzón y lleno
de los olores de la grama…
Con tal violencia se le
hincaron al tostado las espuelas que, ante la simultánea y dura contención de
la rienda, se vio obligado a girar en dos patas, abierta la boca.
-¡Adelante, caballeros!
Tenemos que estar en la Picada de las Tunas antes de caer la noche.
Don Juan alzó los hombros
y picó espuelas seguidos por los cinco.
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