2ª edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2019
DIECISÉIS (2)
Entrada la noche, en la casa segura no quedaba más que el personal de guardia, los detectores automáticos y los perros de presa. El señor Rupérez se vistió con ropa de calle, extrajo de su portafolios la cuerda de piano con las manijas y las guardó en el bolsillo. En la pieza de tareas, el “médico” había vestido al doctor Pigot con un traje que le quedaba demasiado grande, el cuerpo estaba inerte, tirado sobre el catre.
-Está inconsciente.
-Eso no me interesa -dijo Rupérez-. Levántelo. Hágalo caminar.
-Pues hágalo usted -replicó el “médico”-. ¿No ve cómo está?
El señor Rupérez se agachó hasta el catre.
-Está bien. ¿Qué más da?... Pero tendrá que ayudarme.
En la puerta de salida, el oficial de guardia los roció con el vaporizador y apagó algunas luces externas a pedido de Rupérez.
-¿A él también? -preguntó señalando a Pigot.
-¿Quiere que las bestias lo faenen antes de que cumpla con mi deber, señor? -Rupérez habló entre dientes, con una media sonrisa. -¿No les da de comer a sus bestias, señor?
El hombre roció el cuerpo de Pigot, que estaba en los brazos del “médico”. Los tres hombres salieron al patio. La noche era apacible y limpia, sin ninguna tormenta de polvo en el horizonte, y del suelo, hacia donde se mirara, se elevaba el rojo resplandor del planeta.
La jauría de perros se lanzó hacia ellos y se detuvo, drásticamente, a unos metros.
-No perdamos tiempo -dijo Rupérez, dirigiéndose al fondo del patio.
-Esto es totalmente irregular. Esta no es mi tarea -protestó jadeando el “médico”, tratando de seguir los largos y rápidos pasos del otro-. Parece que no, pero pesa…
Se detuvieron contra el alto muro, frente a la sepultura. Al lado había un gran cajón lleno de arena, dispuesto para ser abierto por un costado y soterrar la fosa.
-Colóquelo al borde, con las piernas hacia adentro -dijo Rupérez sacando la cuerda del piano del bolsillo.
-Creí que iba a ser más expeditivo -observó el “médico”.
-Cierre la boca, y haga lo que le ordeno.
El “médico” quiso acomodar al doctor Pigot cuidadosamente en el borde, evitando que cayera al pozo. Pero el cuerpo se le escapó y lanzó un quejido al golpear el suelo. De inmediato, como advertido de que la muerte lo estaba por cargar, el doctor recuperó la conciencia, alcanzó a percibir a los dos hombres, y dijo con una voz desgarrada y sorprendentemente lúcida:
-¿Dónde estoy? ¿Qué me van a hacer?
El señor Rupérez y el “médico” se miraron en silencio.
-Rápido, tómelo de las manos -dijo Rupérez.
El “médico” titubeó durante un segundo y entonces el moribundo, desesperado, se agarró a la pierna del señor Rupérez, quien al instante vio que la cuerda del piano, inesperadamente, se le había enredado. Los tres hombres empezaron a forcejear entre la jauría que, observando las inefables formas de la muerte, empezó a aullar con un ataque de furia no común. Rupérez golpeó con furia la cabeza al doctor Pigot y este resbaló por el borde del pozo arrastrando al otro por una pierna.
-¡Le dije que fuera más expeditivo! -sentenció el “médico”, tomando a Rupérez por la solapa del saco antes de que desapareciera en la sepultura.
-¡Maldito sea! ¡Sosténgame, imbécil!
-¡No puedo! ¡No puedo! -gritó el “médico” quedándose con la solapa en la mano.
Sin embargo, el señor Rupérez recuperó la suerte profesional que parecía haber perdido. Cayó clavándola una rodilla al pecho del pequeño cuerpo moribundo, que lanzó un postrero y espantoso estertor. Arriba, el “médico” no tardó en encender una linterna para iluminar el fondo del pozo, que no tenía más de dos metros de profundidad.
-¡Está bien eso! -aprobó Rupérez con cierto agitado alivio en la voz-. Ilumíneme, que ya termino.
Estaba encima del doctor Pigot, con las rodillas sobre su pecho, y le temblaban tanto las manos que no podía deshacer el nudo de la cuerda de piano. Al fin, sin lograrlo y presa de un repentino ataque de rabia, tiró de los extremos de la cuerda hasta que el múltiple nudo se corrió, achicándose en el centro de la cuerda. Rupérez sonrió de sopetón. No era tonto. Captó la idea al vuelo: sin hacer nada de su parte, el destino una vez más perfeccionó por él un instrumento inapreciable. Aquel nudo en el medio del acerado hilo, daría a cualquier trabajo el toque del artista. (Vio y raciocinó en un segundo, acaso; y en el segundo siguiente, pensó con agudeza: “y el vulgo cree que somos bárbaros retardados que sólo cumplimos órdenes de los ricos.”)
Entonces, ya sin prisa, levantó los brazos con elegancia, como si dirigiera una sinfónica, y agarró por los cabellos al doctor, desplazó el acero por su cuello y comenzó a tirar con la terrible potestad que le daba el sentido del deber.
Desde arriba, el “médico” observaba agachado contra el borde. Cuando el señor Rupérez introdujo los dedos en las fosas oculares, el “médico” no pudo soportarlo y apagó la linterna tirándose hacia atrás.
-¡Sabandija cobarde! ¡Deme la mano! -gritó Rupérez algo después, desde el fondo.
Cuando volvían a la casa segura, cansinos y sucios de tierra, rodeados por la furiosa jauría de perros que los seguía zumbando como un enjambre, el señor Rupérez, orgulloso, retumbó con la sentencia:
-¡Todos ustedes, los rabas, quieren ser ricachos y figurones de televisión!... ¡Pero no hacen nada para serlo!... ¡Malditos cobardes del diablo!... ¡Malditas ranas del demonio!...
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