Capítulo VII
La
pulpería (30)
Era oro sobre esmeralda
la colina por la cual ascendían. Era vidrio azul el cielo. Pero no era viento
lo que tendía los ponchos como bandera; era el galope, de raudo.
Detrás del edificio de “La
Flor del Día”, ocultas tras la pila de leña, las tres peonas de la cocina, la
Chancha Negra y las Nutrias, manchadas de harina caras y ropas, vichaban desde
hacía rato. Si hasta entonces se agarraban la cabeza con frecuencia, ahora
estaban contentísimas, en la ignorancia de que, a sus espaldas, por la tronera
del horno ya subía hacia la serenidad celeste un fosco humo cada vez más negro,
denuncia infructuosa de que ciertas tortas se estaban transmutando en carbón. A
la izquierda de ellas, en la ventana, el Comisario Tigre, prendido de los
inconmovibles barrotes, se sacudía, cuando a sus espuelas les vino un frenesí.
Fue por estar viendo allá lejos, en el declive de la ladera, que maniobraban en
su caballo, que lo montaban y que se lo perdían, no más, entre el grupo de los
alzados contra la Ley.
-¡Se cuenta y no se cree!
Aunque ya había concebido
la idea de ordenar al dueño de casa que si los matreros se le fueron con la
llave derribara, no más, la puerta, él no podía dejar la ventana, como si lo
ligaran cadenas a aquellas frías rejas que dos surcos le marcaban en la cara.
En una, de potente sacudón, salió dando vueltas y se clavó junto a la
enclaustrada salida.
-¡Pulpero! ¡Traiga esa
llave! ¡Y si se la llevaron los perdularios, eche abajo, no más, la puerta, a
la Autoridá! -gritó a voz en cuello, calculando que el pulpero estaría por la
enramada, de mucha contemplación del espectáculo.
Entre los mirones, en
efecto, don Vizcacha se sobresaltó al ser sacado con tal rudeza de su pesadilla
para sumergirse en una angustia aun mayor. Y llevándose por delante al Biguá y
al Hurón, diciendo:
-¡Con permiso,
caballeros!-
A los dos Patos de las
golillas blancas y siempre como para retratarse de echados para atrás y de
quietos, tropezando con don Lechuzón, quien sin querer se le atravesó en el
cruce, el pulpero entró en el salón, sus dos dependientes en pos, mientras los
del público, que habían tornado la cabeza hacia los gritos del Comisario,
volvían a recobrar su estupefacción al tender otra vez la vista hacia los seis
rítmicos galopes cada vez más distantes.
Avanzados pocos pasos en
el recinto don Vizcacha se detuvo. Era que cierta idea le hizo un cambiazo en
la mente, por completo retiró el desaliento, y le llenó el sitio con una calma
de fierro, de pesada.
-¡Momento, Comisario!...
Usté… tenga pacencia. En seguidita estamos -tranquilizó.
Y sabiendo muy bien que
la llave se aflojaba en el bolsillo del alejante don Juan, se dirigió en busca
de una barreta, porque no era cosa de deshacer la puerta sin antes, con
cautela, probar de abrirla a las buenas.
-Este se cree que no es
más que romper -se decía el dueño de casa-. Rompa, rompa, no más, y, después,
él sale lo más campante del cuarto, y el que paga los platos rotos soy yo. ¡Mirá
qué lindo! ¡Y no sé para qué tanto apuro! De a pie él y su gente, y desarmados…
¡Pero mire que se las han hecho bonito! Hay cosas que uno las cuenta y no se
las creen ni los gurises. ¡Por un lado, no; pero por otro, me alegro!
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