martes

OCÉANOS DE NÉCTAR (LA NOVELA CAPITAL DE LA CIENCIA FICCIÓN URUGUAYA) 18 - TARIK CARSON


DIECISÉIS (1)

El señor Rupérez no sintió menos abatimiento cuando Necat cerró la puerta. Sintió en el pecho el peso físico de la intolerable soledad del alma. Miró el reloj. Miró largamente el fajo de billetes sobre el escritorio, pero no lo tocó. Era temprano aun. Tenía aun ocho horas horribles por delante, hasta que anocheciera, y la acción lo distrajera e hiciera algo por él. Debía moverse, por lo menos. Fue el baño, se cambió de ropa, se lavó las manos y la cara con jabón. Luego se sentó al escritorio y permaneció silencioso, con la mirada perdida sobre la jaula del chimpancé. A mediodía le trajeron la comida, que ni tocó. Se quedaría sin una tarea interesante, de nuevo, y sentía, además, físicamente, la distancia del jefe y del protector. Ahora, recibiría tal vez órdenes de otro tan respetable como Necat. Temía que toda esa debilidad que lo atacó no tuviera remedio: era la nostalgia, la llamada de la madre Tierra. Tal vez sólo fuera eso, y aquel chimpancé, allí sin desearlo, se lo estaba diciendo… Se lo estaba diciendo a su manera…

Siguió durante horas en silencio, con la vista perdida, mientras su aspecto atrabiliario pareció crecer y fortalecerse más, erecto en la silla, respirando. Al fin, movió un brazo y encendió la pequeña placa. Trató de sintonizar las estaciones de la Tierra. La misa desde San Pedro, algún partido de fútbol. En la pantallita sólo pudo captar la tormenta magnética que rasgaba el sonido y las imágenes. Tomó la bolsa con el fajo de billetes y la guardó en un fichero, sin abrirla. Extrajo del archivo metálico el Consolador Psíquico (que prefería por sobre la docena y media de otras drogas e ingenios que atesoraba allí), y antes de colocárselo cerró la puerta con el pasador de acero. El abatimiento comenzaba a resultarle intolerable. Con la mirada perdida en la jaula del chimpancé, y el Consolador aferrado a la cabeza, lloró. Lloró en silencio, sin moverse. Lloró por la Tierra, que sentía como su madre, por el Buenos Aires de su niñez y formación espiritual… Poco a poco, el Consolador lo fue librando de aquel peso atroz, lo fue haciendo olvidar, y su cara delgada y pálida en el fondo oscuro del sótano, con la mirada roja ennegrecida y brillante, y sus escasos pelos erectos, empezó a modificarse para captar cierta actitud beatífica, casi feliz. Pronto el Consolador chasqueó con la primera advertencia de sobrecarga. Rupérez abrió y cerró los ojos, se quitó cuidadosamente el aparato, lo guardó en el estuche y lo devolvió al archivador al que puso llave. Se acercó a la jaula donde se movía en silencio el chimpancé y se detuvo a mirarlo con los brazos en jarra. El animal se acurrucó aterrorizado en un rincón y empezó a mecerse y a gemir golpeándose desesperado contra el tejido de acero. Rupérez se encogió de hombros, aun extenuado por la decepción, y volvió lentamente hasta la silla del escritorio.

Más tarde, llamó al “médico” y le ordenó que preparara al paciente para la noche.

-Tiene que caminar -le dijo-. Cincuenta metros. No importa cómo lo hace, pero lo quiero caminando.

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