martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (76)

El sitio de la Mulita (1)

Como quien, caminando muy campante, siente de pronto que se le pierden los pies, y cuando quiere acordar se encuentra hasta la cintura en un pozo; igual a aquel que, en un oscurecer, ya apreciando casi llegado el fin de su viaje, diera un tropezón y se hallara con que por los cuatro costados arrímansele y arrímansele lianas sigilosas, uñeríos de zarzas, frías raíces aun con su tan entristecedor olor a tierra, y que tuvieran asimismo el poder de desplazarse llevando a sus árboles consigo… así salió la Mulita de la paz de su pesado sueño y abrió dilatadamente los ojos. De adelante, las cosas de la casa se le vinieron encima; por detrás, hicieron aparición en su memoria todas las terribles circunstancias de los días anteriores; en seguida, un bulto inmóvil, yacente, como estaqueado, se recortó al frente: el de su tío, el Peludo, a pie junto a otra figura, la de Don Juan, el Zorro, quien, sobre el tostado de gran alzada, destacábase en una planicie sin una mata de pasto, como de roca, la cual planicie de pronto se le desplomó a la Mulita, quién sabe hacia el fondo de qué abismos, por el lado de su tío, para dejar solo a Don Juan cada vez envolviéndose más en una vegetación, de improviso llegada, que acentuaba su maraña y entre la que surgían hacia arriba, enormes troncos de viraroes, molles, urundays y hasta de lapachos. Don Juan estaba inmóvil, perdidos los ojos como en un punto muy lejano; su caballo ni las orejas movía. Y esa rigidez era lo más angustioso para la Mulita porque daba a sugerir que ni bruto ni jinete advertían la espantosa soledad que acrecíales en torno; el imponente ensancharse del monte cada vez más poblado de miedos, a los que arreaban con sigilo tan aleve unos ruidos misteriosos, unas sombras impenetrables, unos aires fríos y muy húmedos, sobrecogedores por su sin pausa, lentísimo seguir.

-¡Ay, lo van a matar! -sollozó, arrojándose de la cama la Mulita-. ¡Lo van a amatar, y por culpa mía! ¡Y por culpa mía se murió mi tío, y yo no sé qué tengo ahora, que no hago más que daño, sin querer!

Calmada luego, tristemente fue lavándose la cara y se secó. Y al mirarse en el pequeño espejo, su imagen igual que si diera en el arroyo, emergió temblada y como con ganas de desquiciarse. Era que los ojos de la Mulita seguían manando, inagotables… Cuando entró a la cocina y en su silla de vaqueta ella, como con un tierno cuidado, se sentó de inclinada que tenía la cabeza fue sobre sus faldas que rodaban las lágrimas amargas. Las que no le caían una sobre otra, parecían desvanecerse porque eran extendidas con rapidez y por la zaraza de la pollera en evidente afán de borrarlas y de que no fueran vistas ya más nunca. Pero pronto aquellas gotas se encimaron, y el lloro se hizo una mancha que no se extendió más porque el sol ya iniciaba por el piso su angosta franja cotiana y, ante su muda presencia amiga, la Mulita se desensimismó, advirtió que estaba llorando, sacó su pañuelo, se enjugó los ojos.

Despacio, diríase que como con dulce cautela, la luz comenzó a dorar las patas de la silla gemela de la que, fogón por medio, ocupaba la Mulita, y cuyo asiento vacío afligentemente acentuaba aun más la soledad.

-¡Qué cosa! -pensaba la Mulita-. ¡Qué cosa tan grande!

El campo debía de sentirse muy solitario, porque ni el menor rumor llegaba de afuera. Y adentro, si el silencio se entreabría, era sólo para recibir un tembloroso suspiro, un entregado gemir de la Mulita, y volver a cerrarse allí como la única puerta de un muro inexorable que, de tan alto, llegase al cielo.

Ratos hacía que sollozaba, ahora sacudida, las manos en la cara.

Había tratado de ocuparse en algo. Sacó del viejo arcón, junto con una lata de yerba, dos ya bien curados mates para reponer los que se habían llevado tan sin disimulo los fríos acompañantes del velorio; intentó, sobre todo, barrer, dejar como jaspe el suelo, donde muy cortitos puchos se diseminaban por todas partes. Se abstraía, pero por lo menos de restos de cigarros dejó limpios hasta los rincones. Era que la atraída, más que cosa alguna, la presencia de los visitantes de la noche anterior; le exponían a lo vivo la melosidad pegajosa y la codicia del Ñacurutú, la confianza desaprensiva e hiriente de la Lechuza y, del mayor de los Aperiá, la rapacidad impávida.

-¡El único bueno era él! -pensaba al envolver aun en su reconocimiento a aquel callado acompañante que le ofreciera, único, el mate calentito.

Mas resultaba inútil a la Mulita hacer algo para distraerse; y no le era dada la paz de recordar separado de los otros, solo, al menor de los Aperiá. En su imaginación, detrás de él, amontonados, surgían los demás, estirados los pescuezos, empinando sus caras muy serias hacia adelante -sin dejar translucir ninguna que ellos se estaban apretando a los codazos-, como cuando todos queremos salir retratados o ver algo triste tendido en el suelo.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+