El sitio de la Mulita (1)
Como quien, caminando muy
campante, siente de pronto que se le pierden los pies, y cuando quiere acordar
se encuentra hasta la cintura en un pozo; igual a aquel que, en un oscurecer,
ya apreciando casi llegado el fin de su viaje, diera un tropezón y se hallara
con que por los cuatro costados arrímansele y arrímansele lianas sigilosas,
uñeríos de zarzas, frías raíces aun con su tan entristecedor olor a tierra, y
que tuvieran asimismo el poder de desplazarse llevando a sus árboles consigo…
así salió la Mulita de la paz de su pesado sueño y abrió dilatadamente los
ojos. De adelante, las cosas de la casa se le vinieron encima; por detrás,
hicieron aparición en su memoria todas las terribles circunstancias de los días
anteriores; en seguida, un bulto inmóvil, yacente, como estaqueado, se recortó
al frente: el de su tío, el Peludo, a pie junto a otra figura, la de Don Juan,
el Zorro, quien, sobre el tostado de gran alzada, destacábase en una planicie
sin una mata de pasto, como de roca, la cual planicie de pronto se le desplomó
a la Mulita, quién sabe hacia el fondo de qué abismos, por el lado de su tío,
para dejar solo a Don Juan cada vez envolviéndose más en una vegetación, de
improviso llegada, que acentuaba su maraña y entre la que surgían hacia arriba,
enormes troncos de viraroes, molles, urundays y hasta de lapachos. Don Juan
estaba inmóvil, perdidos los ojos como en un punto muy lejano; su caballo ni
las orejas movía. Y esa rigidez era lo más angustioso para la Mulita porque
daba a sugerir que ni bruto ni jinete advertían la espantosa soledad que
acrecíales en torno; el imponente ensancharse del monte cada vez más poblado de
miedos, a los que arreaban con sigilo tan aleve unos ruidos misteriosos, unas
sombras impenetrables, unos aires fríos y muy húmedos, sobrecogedores por su
sin pausa, lentísimo seguir.
-¡Ay, lo van a matar!
-sollozó, arrojándose de la cama la Mulita-. ¡Lo van a amatar, y por culpa mía!
¡Y por culpa mía se murió mi tío, y yo no sé qué tengo ahora, que no hago más
que daño, sin querer!
Calmada luego,
tristemente fue lavándose la cara y se secó. Y al mirarse en el pequeño espejo,
su imagen igual que si diera en el arroyo, emergió temblada y como con ganas de
desquiciarse. Era que los ojos de la Mulita seguían manando, inagotables…
Cuando entró a la cocina y en su silla de vaqueta ella, como con un tierno
cuidado, se sentó de inclinada que tenía la cabeza fue sobre sus faldas que
rodaban las lágrimas amargas. Las que no le caían una sobre otra, parecían
desvanecerse porque eran extendidas con rapidez y por la zaraza de la pollera
en evidente afán de borrarlas y de que no fueran vistas ya más nunca. Pero
pronto aquellas gotas se encimaron, y el lloro se hizo una mancha que no se
extendió más porque el sol ya iniciaba por el piso su angosta franja cotiana y,
ante su muda presencia amiga, la Mulita se desensimismó, advirtió que estaba
llorando, sacó su pañuelo, se enjugó los ojos.
Despacio, diríase que
como con dulce cautela, la luz comenzó a dorar las patas de la silla gemela de
la que, fogón por medio, ocupaba la Mulita, y cuyo asiento vacío afligentemente
acentuaba aun más la soledad.
-¡Qué cosa! -pensaba la Mulita-.
¡Qué cosa tan grande!
El campo debía de
sentirse muy solitario, porque ni el menor rumor llegaba de afuera. Y adentro,
si el silencio se entreabría, era sólo para recibir un tembloroso suspiro, un
entregado gemir de la Mulita, y volver a cerrarse allí como la única puerta de
un muro inexorable que, de tan alto, llegase al cielo.
Ratos hacía que sollozaba,
ahora sacudida, las manos en la cara.
Había tratado de ocuparse
en algo. Sacó del viejo arcón, junto con una lata de yerba, dos ya bien curados
mates para reponer los que se habían llevado tan sin disimulo los fríos acompañantes
del velorio; intentó, sobre todo, barrer, dejar como jaspe el suelo, donde muy
cortitos puchos se diseminaban por todas partes. Se abstraía, pero por lo menos
de restos de cigarros dejó limpios hasta los rincones. Era que la atraída, más
que cosa alguna, la presencia de los visitantes de la noche anterior; le
exponían a lo vivo la melosidad pegajosa y la codicia del Ñacurutú, la
confianza desaprensiva e hiriente de la Lechuza y, del mayor de los Aperiá, la rapacidad
impávida.
-¡El único bueno era él!
-pensaba al envolver aun en su reconocimiento a aquel callado acompañante que
le ofreciera, único, el mate calentito.
Mas resultaba inútil a la
Mulita hacer algo para distraerse; y no le era dada la paz de recordar separado
de los otros, solo, al menor de los Aperiá. En su imaginación, detrás de él,
amontonados, surgían los demás, estirados los pescuezos, empinando sus caras
muy serias hacia adelante -sin dejar translucir ninguna que ellos se estaban apretando
a los codazos-, como cuando todos queremos salir retratados o ver algo triste
tendido en el suelo.
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