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Mi madre perdió su
trabajo. Mi padre seguía saliendo todas las mañanas en su coche como si fuera a
trabajar. “Soy ingeniero” le decía a la gente. Siempre había querido ser
ingeniero.
Un día decidieron
mandarme al Hospital General del Condado de Los Angeles. Me dieron una gran
tarjeta blanca y subí al tranvía de la línea 7. El boleto costaba 7 centésimos
(los abonos de cuatro valían 27 centésimos. Cuando me dieron el boleto fui
hasta el fondo del tranvía. Tenía cita para las 8.30 de la mañana.
Unas pocas paradas después
subieron una mujer y un chiquilín. La mujer era gorda y el chiquilín tendría
cerca de cuatro años. Se sentaron adelante mío. Yo miraba por la ventanilla. Me
gustaba aquel tranvía que iba realmente rápido y cabeceaba para adelante y para
atrás entre un sol muy brillante.
-Mamá -dijo de golpe el niño.
-¿Qué tiene ese señor en la cara?
La mujer no le contestó.
El niño le volvió a
preguntar lo mismo.
Ella seguía callada.
Entonces el chiquilín chilló:
-¡Mamá! ¿Qué es lo
que tiene ese señor en la cara?
-¡Callate! ¡No sé qué es
lo que tiene en la cara!
En la ventanilla de Admisiones
del hospital me mandaron hasta el cuarto piso. Una enfermera que estaba sentada
frente a una mesa apuntó mi nombre y me dijo que me sentara en una de las dos
largas filas de sillas metálicas y verdes llenas de mejicanos, blancos y negros.
No había ningún oriental. No había nada para leer. Algunos leían diarios
viejos. Eran tipos de todas las edades, gordos y flacos, altos y bajos, viejos y
jóvenes. Pero nadie hablaba. Todo el mundo parecía cansado. Veíamos enfermeros que
iban de un lado para otro y a veces alguna enfermera, pero a ningún doctor.
Pasaron una o dos horas y no llamaron a nadie. Me levanté a tomar agua. En los
pequeños consultorios no se veían doctores ni pacientes.
Fui hasta la mesa. La
enfermera estaba mirando un grueso libro lleno de nombres. Sonó el teléfono y
ella contestó.
-El Dr. Menen todavía no
llegó. -Colgó el teléfono.
-Perdóneme -le dije.
-¿Sí? -me preguntó ella.
-Los doctores todavía no
llegaron. ¿Puedo volver más tarde?
-No.
-Pero si aquí no hay
nadie.
-Los doctores ya están
avisados.
-Pero yo tenía una cita a
las 8:30.
-Todos los que están aquí
fueron citados a las 8:30.
Había 45 o 50 personas esperando.
-Yo estoy anotado en la
lista de espera. Me imagino que si vuelvo dentro de dos horas todavía voy a
encontrar a algún médico.
-Si se va ahora pierde
automáticamente su cita. Si quiere que lo atiendan tiene que volver mañana.
Entonces volví a mi
silla. Nadie protestó. Había muy poco movimiento. De vez en cuando veíamos cruzar
a dos o tres enfermeras riéndose. Al rato pasaron empujando una silla de ruedas
con un viejo enfermo. Tenía las dos piernas completamente vendadas y le habían
amputado una oreja. Tenía un agujero negro que parecía haber sido cuadriculado
por una araña. Nosotros seguimos esperando hasta dos horas después del
mediodía. Y de golpe alguien dijo:
-¡Ahí viene un doctor!
El hombre se metió en un
consultorio y cerró la puerta. Nos quedamos todos mirando, pero no pasó nada. Entonces
entró en una enfermera y la escuchamos reírse. Cinco o diez minutos después de
que ella saliera apareció el doctor con una lista en la mano.
-¿Martínez? -preguntó.
-¿José Martínez?
Un mejicano viejo y flaco
se levantó y empezó a caminar hasta el consultorio.
-¿Martínez? ¿Cómo estás, muchacho?
-Enfermo, doctor… Creo
que voy a morirme…
-Bueno… Ahora súbase ahí…
Martínez estuvo un rato
largo en el consultorio. Agarré un diario viejo y traté de leerlo. Pero todos estábamos
pensando en Martínez. Cuando él saliera, iba a entrar uno de nosotros.
Enetonces Martínez
chilló: ¡AA H H H H H! ¡AAA H H H H! ¡DEJEMÉ! ¡DEJEMÉ! ¡A H H H H! ¡PIEDAD!¡OH
DIOS! ¡DEJEMÉ, POR FAVOR!
-Vamos, vamos, esto no le
hace nada… -dijo el doctor.
Martínez volvió a aullar.
Una enfermera entró corriendo en el consultorio. Había mucho silencio. Lo único
que podíamos ver era la sombra de la puerta entreabierta. Entonces un enfermero
entró corriendo en el consultorio. Martínez ahora gorgoteaba. La enfermera y el
enfermero lo sacaron en una camilla y recorrieron el pasillo hasta llegar a
unas puertas giratorias. Había tapado a Martínez con una sábana aunque no debía
estar muerto, porque no le cubría la cara.
El doctor se quedó otros
diez minutos en el consultorio. Al final salió con la lista en la mano.
-¿Jefferson Williams?
-preguntó.
Nadie le contestó.
-¿Jefferson Williams está
presente?
No hubo respuesta.
-¿Mary Blackthorne?
Más silencio.
-¿Harry Lewis?
-¿Sí, doctor?
-Pase, por favor…
Aquello era terriblemente
lento. El doctor atendió a otros cinco pacientes. Después salió del
consultorio, se paró frente a la mesa de la enfermera, prendió un cigarrillo y
se quedaron hablando como quince minutos. Parecía ser un tipo muy inteligente.
Tenía un tic en lado derecho de la cara que se le contraía constantemente, y un
pelo rojo con mechones grises. Usaba lentes, y se los sacaba y se los volvía a
poner a cada momento. Se acercó otra enfermera para llevarle una taza de café.
Él tomó un sorbo y caminó sosteniendo el café en un mano. Empujó las puertas
giratorias con la otra y desapareció.
La enfermera de turno
salió de atrás de la mesa con nuestras grandes tarjetas blancas y nos fue llamando
de a uno. A medida que respondíamos, nos entregaba las tarjetas.
-Poy hoy cerramos. Pueden
volver mañana, por favor. La hora de la cita está impresa en las tarjetas.
Miré la mía. Mi cita
estaba marcada para las 8:30.
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