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Mi adolescencia apareció
de golpe. Cuando estaba en 8º grado y a punto de llegar al 9º, me invadió el
acné. La mayoría de los chiquilines lo sufrían, pero nadie tanto como yo. El
mío fue realmente terrible. Era el peor caso de la ciudad. Tenía granos y
erupciones en toda la cara, la espalda, el cuello e y hasta en el pecho. Y
aquello me pasó justo cuando empezaba a ser aceptado como líder y tipo duro.
Nunca dejé de ser un duro, pero ahora era diferente. Tuve que aislarme y mirar
a la gente desde lejos, como si estuvieran en un escenario y yo fuera el único
espectador. Siempre tuve problemas con las chiquilinas, pero con el acné se me volvieron
más inaccesibles que nunca. Algunas eran verdaderamente lindas: los vestidos,
el pelo, los ojos y la forma de moverse. Nada más que poder caminar con alguna de
ellas de tardecita hablando de cualquier cosa me hubiera hecho sentirme muy
bien. Pero ahora era imposible.
Además siempre había algo
adentro mío que me traía problemas. A la mayoría de los profesores no les caía bien
o desconfiaban de mí, especialmente las profesoras. Yo nunca decía nada fuera
de lugar, pero ellas no soportaban algo que llamaban “mi actitud”: una cosa que
tenía que ver con mi manera de recostarme en el pupitre y el “tono de mi voz”. Me
acusaban de “burlarme” de ellas, aunque yo nunca fui consciente de eso. A cada
rato me echaban de la clase o me mandaban al despacho del director. Y el
director siempre me hacía quedar parado adentro de su casilla telefónica, con la
puerta cerrada. Lo único que podía leer allí era la Revista del Hogar Femenino.
Aquello era una tortura deliberada, y llegué a leerme todos los números. Me consolaba
pensar que por lo menos iba a aprender algo sobre las mujeres.
Cuando llegó el día de la
graduación ya debía tener cerca de 5.000 puntos bajos, pero eso no le importaba
a nadie. Querían librarse de mí. Yo estaba parado en la fila que se había formado
a la entrada la sala de actos, cada cual con su birrete y su toga baratos que
se heredaban de generación en generación. Podíamos oír cómo anunciaban el
nombre de cada alumno mientras iba cruzando por el estrado. Estaban haciendo
una comedia de mierda con nuestra ceremonia de graduación, mientras la banda de
música tocaba nuestro himno colegial:
Oh, Mt. Justin, Oh, Mt. Justin
Seremos leales
Nuestros corazones cantan
con fervor
Y nuestros horizontes son
azules…
Nosotros esperábamos
parados en la fila el momento de subir al estrado. Entre la gente estaban
nuestros padres y nuestros amigos.
-Estoy por vomitar -dijo
uno de los chiquilines.
-Salimos de una mierda y
nos metemos en otra -dijo otro.
Las chiquilinas se lo
tomaban mucho más en serio. Y eso era lo que nos hacían desconfiar de ellas.
Parecían haberse juntado en una especie de bando contrario. Las chiquilinas y
la escuela marchaban al ritmo del himno.
-Esto me deprime -dijo
uno de los chiquilines-. Me gustaría pegar una pitada.
-Tomá…
Un compañero le alcanzó
un cigarrillo y lo hicimos circular entre cuatro o cinco. Pegué una pitada y
eché el humo por la nariz. Entonces vi venir hacia nosotros a Curly Wagner.
-¡Estamos jodidos! -dije.
-¡Ahí viene Wagner con su cagalera mental!
Estaba vestido, como
todas las veces que lo vi en mi vida, con el chandal gris sobre la camiseta
sudada. Se me paró enfrente.
-¡Escuchá! -dijo. -¡Vos te
creés que vas a zafar de mí porque te vas de la escuela, pero estás equivocado.
¡Te voy a perseguir durante el resto de tu vida hasta el fin de la tierra hasta
que te agarre!
Yo me quedé mirándolo sin
decir nada hasta que se fue. El discursito de graduación de Wagner no logró
nada más que hacerme sobresalir frente a los demás. Pensaron que yo debía haber
hecho algo tremendamente importante pata que él se sulfurara de esa manera.
Pero no era verdad. Wagner era nada más que un pobre imbécil.
Cada vez estábamos más
cerca de la entrada de la sala de actos. Ahora podíamos oír cada nombre que se
anunciaba seguidos por los aplausos, y además ver a la gente.
Entonces me tocó a mí.
-Henry Chinaski -anunció
el director por el micrófono, y yo pasé adelante. Nadie aplaudió, menos un alma
bendita que golpeó dos o tres veces las manos.
Había varias filas de
asientos colocados en el escenario para los alumnos recién graduados. Nos
sentamos y esperamos. El director pronunció su discurso sobre la oportunidad
que se nos daba para triunfar en América. Y al rato terminó el acto. La banda
volvió a atacar con el himno del colegio. Entonces los estudiantes se
levantaron para juntarse con sus padres y sus amigos. Yo busqué a mis padres
entre la gente pero no los encontré. Di un par de vueltas más para estar seguro
y no hubo caso.
Me daba lo mismo. Un tipo
duro nos los precisaba. Me saqué el viejo birrete y la toga y se los di al
chiquilín que estaba al fondo del pasillo, haciendo de portero. Él los dobló
para que pudieran seguir siendo usados la próxima vez.
Fui el primero en salir a
la calle. ¿Pero adónde podía ir? Tenía once centésimos en el bolsillo. Entonces
volví caminando al lugar donde vivía.
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