miércoles

CAMILA ESTEVES - LA VOZ ANIMAL


Una sombra tosió atrás mío. Fue la voz ronca de un león viejo que rugió suplicante. Su aliento me llegó a la altura del brazo.

Adiviné, con ese ruido que dejó salir de su pulmón, que me pedía permiso. Di un paso contra el público para abrirle camino, y al quitar mi brazo perdió un poco el equilibrio. Lanzó pronto sus garras para prenderse del travesaño próximo, demostrando su habilidad y extensa experiencia en el circo, que es la vida.

Yo observaba con paciencia el descenso torpe y eterno del pasajero. Sentí sed, sentí picor en la garganta, sentí desesperación por gritar: “¡Abran la puerta, dejen bajar al viejo que necesita llegar a su copa de vino, por favor!”.

No estoy segura de dónde surgió esta empatía, como si fuera un chiste que no me causó gracia.

Al pisar la calle supe que lo que precisaba era una buena bocanada de aire propio.

Caminé dos o tres cuadras hasta el kiosco de la peruana. Cobraba todo muy caro, pero esta vez andaba por inercia y con coraje.

-Lara -le dije: -Siempre quise saber si hablás el quechua.

-Bueno, yo a los ocho años me mudé el pueblo de mi madre y allí se hablaba el quechua como nosotros hablamos el español.

-Y ya no lo hablás.

-Práctica se pierde. Aquí nadie lo habla y a mí ya no me interesa. Ahora lo que quiero es hablar inglés.

-Pero te vas a olvidar del idioma de tu madre.

-No importa, mija. Yo no voy a volver. Aprenderé un idioma nuevo en lugar nuevo.

-Te entiendo, Lara. Yo creo que lo más importante es hacerte oír. A cualquier palabra, en cualquier idioma, lo que no le tiene que faltar en este circo es el rugido del alma.

Ella sonrió. Y yo me fui abriendo una lata de cerveza.

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