Una sombra tosió
atrás mío. Fue la voz ronca de un león viejo que rugió suplicante. Su aliento
me llegó a la altura del brazo.
Adiviné, con ese ruido que dejó salir de su pulmón, que me pedía permiso.
Di un paso contra el público para abrirle camino, y al quitar mi brazo perdió
un poco el equilibrio. Lanzó pronto sus garras para prenderse del travesaño
próximo, demostrando su habilidad y extensa experiencia en el circo, que es la
vida.
Yo observaba con paciencia el descenso torpe y eterno del pasajero. Sentí
sed, sentí picor en la garganta, sentí desesperación por gritar: “¡Abran la
puerta, dejen bajar al viejo que necesita llegar a su copa de vino, por
favor!”.
No estoy segura de dónde surgió esta empatía, como si fuera un chiste que
no me causó gracia.
Al pisar la calle supe que lo que precisaba era una buena bocanada de aire
propio.
Caminé dos o tres cuadras hasta el kiosco de la peruana. Cobraba todo muy
caro, pero esta vez andaba por inercia y con coraje.
-Lara -le dije: -Siempre quise saber si hablás el quechua.
-Bueno, yo a los ocho años me mudé el pueblo de mi madre y allí se hablaba
el quechua como nosotros hablamos el español.
-Y ya no lo hablás.
-Práctica se pierde. Aquí nadie lo habla y a mí ya no me interesa. Ahora lo
que quiero es hablar inglés.
-Pero te vas a olvidar del idioma de tu madre.
-No importa, mija. Yo no voy a volver. Aprenderé un idioma nuevo en lugar
nuevo.
-Te entiendo, Lara. Yo creo que lo más importante es hacerte oír. A cualquier
palabra, en cualquier idioma, lo que no le tiene que faltar en este circo es el
rugido del alma.
Ella sonrió. Y yo me fui abriendo una lata de cerveza.
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