miércoles

PETER BROOK - EL ESPACIO VACÍO (46)


EL TEATRO TOSCO (16)


Si por un momento imaginamos que Medida por medida y El cuento de invierno han sido escritas por Sartre, cabe suponer que Isabela no se arrodillaría por Ángelo, con lo que la obra terminaría con el estampido de los fusiles del pelotón de ejecución, y, por otra parte, la estatua no cobraría vida, con lo que Leontes habría de hacer frente a las duras consecuencias de sus actos. Tanto Shakespeare como Sartre habrían construido las obras de acuerdo con su sentido de la verdad: el material interno de un autor contiene diferentes indicios del material de otro. El error sería tomar los hechos o episodios de una obra y discutirlos a la luz de alguna tercera norma externa de plausibilidad, como “realidad” o “verdad”. La clase de obra que nos ofrece Shakespeare nunca es una serie de hechos: resulta mucho más fácil comprenderlo si consideramos las obras como objetos, como complejos con muchas facetas de forma y significado en los cuales la línea narrativa no es más que uno de los numerosos aspectos, que no se puede provechosamente representar o estudiar por sí sola. Experimentalmente podemos acercarnos a El rey Lear no como narrativo lineal, sino como racimo de relaciones. En primer lugar intentamos liberarnos de la idea de que, como el título de la obra se refiere al rey Lear, se trata primordialmente de la historia de un individuo. Elegimos un punto de la amplia estructura, la muerte de Cordelia y, en lugar de mirar hacia el rey, volvemos a la conclusión de que es con mucho el personaje más atractivo. Nos concentramos en este personaje, Edmundo, y comenzamos a recorrer la obra de un lado a otro, tamizando los hechos, intentando descubrir quién es este Edmundo. Se trata sin lugar a dudas de un bellaco, cualesquiera que sean nuestras normas de juicio, ya que, al asesinar a Cordelia, comete el acto de crueldad más gratuito de toda la obra; sin embargo, si consideramos la impresión que nos causa en las primeras escenas, llevamos los ojos hacia el responsable de su muerte. Al comienzo de la obra existe una negación de la vida en el torpe y riguroso poder de Lear; Gloster es irritable, inquieto y necio, ciego a todo lo que no sea la infatuada imagen de su propia importancia, y en dramático contraste observamos la relajada libertad de su hijo bastardo. Aunque en teoría comprendamos que su manera de tener a Gloster agarrado por las narices no es moral, instintivamente nos ponemos al lado de su natural anarquía. No sólo simpatizamos con Gonerila y Regania por enamorarse de él, sino que tendemos a compartir con ellas su juicio de que Edmundo es admirablemente malvado, ya que afirma una vida que la esclerosis de los ancianos parece negar. ¿Mantenemos esta misma actitud de admiración hacia Edmundo después de haber matado a Cordelia? Si no es así, ¿por qué razón? ¿Qué ha cambiado? ¿Ha cambiado Edmundo debido a los acontecimientos exteriores o es sólo el contexto lo que resulta diferente? ¿Queda implicada una escala de valores? ¿Cuáles son los valores de Shakespeare? ¿Cuál es el valor de una vida? Volvemos de nuevo a la obra y encontramos un incidente situado en lugar estratégico, que no guarda relación con el tema principal y que se cita a menudo como ejemplo de la descuidada construcción shakespereana. Se trata de la lucha entre Edmundo y Edgardo, en la cual nos sorprende que no gane el fuerte Edmundo, sino su hermano más joven. Al comienzo de la obra, Edmundo engaña con toda facilidad a Edgardo; cinco actos después, Edgardo domina en singular combate. Si aceptamos esto como verdad dramática, no como convención romántica, tenemos que preguntarnos a qué se debe este cambio. ¿Cabe explicarlo sencillamente como una evolución de índole moral -Edgardo ha madurado, Edmundo ha decaído-, o bien toda la cuestión del indudable paso de Edgardo desde la naiveté hasta la comprensión -así como el visible cambio de Edmundo desde la libertad hasta la trabazón- es mucho más que un firme juicio sobre el triunfo del bien? ¿No nos vemos obligados, de hecho, a relacionarlo con la evidencia de la dualidad desarrollo y ocaso, es decir, juventud y vejez, o sea, fuerza y debilidad? Si por un momento aceptamos este punto de vista, de repente toda la obra parece referirse a la esclerosis que se opone al flujo de la existencia, a las cataratas que se disuelven, a las rígidas actitudes que ceden, mientras que al mismo tiempo se forman las obsesiones y las posiciones se endurecen. Claro está que la obra trata también del sentido de la vista y de la ceguera, de lo que supone la primera y de lo que significa la segunda, de cómo los ojos de Lear no observan lo que capta el instinto del bufón, de cómo los ojos de Gloster pasan por alto lo que su ceguera conoce. Pero el objeto tiene muchas facetas; muchos temas entrecruzan su forma prismática. Quedémonos con los hilos de la vejez y de la juventud, y en pos de ellos pasemos a las últimas líneas de la obra. Al oírlas o leerlas nuestra primera reacción es esta: “Es evidente. ¡Qué trivialidad!”; ya que Edgardo dice:

“Nosotros, que somos jóvenes, no veremos tantas cosas ni viviremos tantos años”

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