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-¡Vamos! -dijo mi padre,
haciéndome entrar en el baño. Él agarró la correa.
-Bajate los pantalones y
los calzoncillos -dijo.
No le hice caso. Él se me
puso enfrente, me desabrochó el cinturón y me hizo caer los pantalones. Después
me sacó los calzoncillos. Entonces hizo explotar un terrible correazo sobre mi
espalda.
-¡Vas a matar a tu madre!
-aullaba.
Me siguió latigueando. Pero
esta vez mis ojos permanecieron extrañamente secos. Pensé en matarlo. Tendría
que haber alguna manera. En un par de años iba a ser capaz de matarlo a golpes,
pero me hubiese gustado que fuera en ese momento. Él era un don nadie. Y a lo
mejor vez yo era un hijo adoptivo. A cada latigazo el dolor se volvía más
terrible, pero yo ya había perdido el miedo y el baño ni siquiera se me nublaba.
Podía ver todo muy claro. Mi padre notó el cambio y redobló la fuerza de los
golpes, pero yo ya ni los sentía. Algo había cambiado, y ahora el impotente parecía
ser él. Hasta que me dejó de pegar y escuché cómo colgaba la correa y salía
jadeando del baño.
-Oíme -le dije.
Mi padre se dio vuelta y
me miró.
-Seguí pegándome -le dije-,
Capaz que te sentís mejor.
-¡No te atrevas a
hablarme así! -me contestó.
Yo me quedé mirándole la
papada que le colgaba abajo del mentón y alrededor del pescuezo. Eran unas
arrugas tristes. Y el rostro tenía el color de la masilla resquebrajada. Estaba
en calzoncillos y la barriga le formaba pliegues en la camiseta. Sus ojos vacíos
habían perdido la fiereza y me esquivaban. Algo había pasado. Las toallas del
baño se daban cuenta. La cortina de la ducha se daba cuenta, el espejo y la
bañera y el water se daban cuenta. Mi padre se dio vuelta y se fue. Él también
se daba cuenta. Aquella fue la última paliza que recibí. De parte suya, por lo
menos.
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