miércoles

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (73)


La pulpería (28)


Se dirigió a la enramada seguido por el Zorrino. Entre una inquietud de orejitas, echó pie a tierra. Sr inclinaba ya para desabotonar la manea del tostado de Don Juan, cuando un quejido brotado a los metros, a su izquierda, lo enderezó con alarma. Pero se tranquilizó al advertir que el doliente era el prisionero Comadreja.

En dos zancadas estuvo entre los cajones.

-¿Qué te pasa ahora, vamos a ver?

-¡Que usté me depositó las costillas arriba de un ladrillo o cosa así, de duro, parece mentira!

Se agachó el Carpincho, empujó, haciéndolo rodar, aquel liado cilindro uniformado… y dejó evidenciado tamaño cascote. Lo tiró lejos. Volvió al revés al Soldado.

-Bueno, ahora vas a estar con comodidá. Y no me pongas esa cara de dolor de muelas, pedazo de grandote, que yo no soy de piedra viendoté; y que bastantes barullos tengo en la cabeza para que les agregués otro dijusto. No tratés de gritar buscando que te oigan en la pulpería. Portate bien, como hasta ahora. Pensá que no todas van a ser flores en la vida. -Y agregó, vuelta a despertársele una intriga que hacía un rato lo había punzado-. Pero… decime la verdá, vos…

Iba a preguntarle de dónde sacó los hijos por los que le imploraba el Montés cuando entre los caballos de la enramada este le abocó la pistola; mas lo contuvo la llegada del Zorrino.

-¿Y esto?

-Esto, don, es un prisionero.

-¡Pero no me diga! Y ahora lo va a degollar, ¿no?

Inútilmente por lo bien que lo ligaba el sobeo, trató de hacerse ovillo el Soldado Comadreja; y boca abajo como estaba, trazó con el mentón un surco en la gramilla, mezquinando su gañote.

-¡Qué esperanza! ¡Ni que estuviéramos en tiempo de guerra, compañero!

-Yo preguntaba, no más. Aunque no me va a negar que esto es que como si fuera una revolución. Pero, ¡bueno!; aquí no tenemos nada que hacer. Su conversación estará muy linda, pero vamos de una vez a tener pronta la caballada, como usted mismito dijo.

Mientras avanzaban hacia las cabalgaduras, el Carpincho justificaba su dilación.

-Es que uno tiene lástima, don. Prisionero… y en el suelo atao de pies y manos… ¡y milico, para peor! ¡Parte el alma!

-Dejeló que se joda él… y todita la Autoridá!

-Sí, está bien, don; pero… Usté vaya agarrando los cabrestos. Yo desmaneo…

-¡Mo me toque, no me toque a mi moro, compañero! A ese lo desmaneo yo. A usté lo va a desconocer y capaz que lo levanta de un mordiscón… ¿Pero cuándo caray van a salir estos? ¿También se han puesto a consolar a sus presos?

Mas las cosas no podían urgirse tanto en la pulpería. Demasiado diligentemente se andaba. Pues ya estaban bien amarradas a sus respectivas bolsas las pertenencias civiles y militares; ya el payador tenía su guitarra a la espalda y al brazo el livianito poncho de vicuña; ya entre los Charabones llevaron al lado de las demás bolsas la que, junto con tantas cosas, contenía el gran paquete de sal…

-¡Al fin. al fin de mandan mudar! -exclamó para sí el pulpero desde su mostrador, al oír que Don Juan decía:

-¡A ver, pronto; algún candidato que lleve esos bultos a la enramada!

Se echó una bolsa al hombro el Biguá. Y, con tanto peso, ahí no más hubiera quedado hecho bosta de no acudir en ayuda el tuerto Avestruz gorra de vasco, cuyo ojo sano estaba en todo.

-¿No ve que son fierros?

-Usté agarre una punta y yo agarro la otra punta… ¡Arriba!

Sí, todo se realizaba con premura y, además, con inteligencia. Al punto de que Don Juan se dirigió a la puerta de los presos y, pensando que podrían estar en algún intento de liberación, por las dudas, para mantener la intranquilidad, golpeó con el mango de la pistola y tronó:

-¿Qué es eso? ¿Quieren bala?

Fue como si en un patio, a la siesta, y de golpe, el gallinero quedara hundido muchos metros bajo tierra. Tal la brusquedad del silencio… salvo el rumor de alguna espuela al cauteloso cambiar su pie de posición, y un levísimo, prolongado chistido que permitió ser ayudado, gracias al ya haberse habituado todos a la oscuridad, por el tieso dedo que el Comisario Tigre -aunque tenía la bocaza crispada por la ira- situó entre sus colmillos inferiores.

Esto de la dentadura, digamos de paso, era lo que acentuaba su eterno mal humor cuando se miraba al espejo. El que cierta vez hiciera añicos a uno de estos con lindo marco dorado, pisoteándolo arriba, no es de extrañar mucho. Que se levante uno alunado, se lave la cara, agarre la toalla y se seque con ganas de morderla, y manotee la peinilla, y se mire y se vea riendo, ¡la fresca! Y no podía enfurecerse más el Tigre porque, entonces, ya le aparecían también los colmillos de arriba, y era peor.

Cuando tornaba Don Juan hacia la concurrencia, los ancianos Carancho y Chimango le salieron al cruce.

-Cuente de firme con nosotros dos -prometió ásperamente, como a serruchadas, el primero.

-Nos incorporamos a usté, igual que ha cumplido el compadre Zorrino -ratificó el Chimango.

Por no negarse de plano, saltó Don Juan con simulada alarma:

-¿Y me abandonan la retaguardia? ¿Pero quién me pasa el parte de lo que suceda aquí y del movimiento de las partidas que va a movilizar el Comisario?

-¿Es orden?

-No, es un pedido de amigo.

-Más que orden, entonces. Esté tranquilo. Sus espaldas van a quedar más protegidas que si las tuviese recostadas a la paré.

-¿Y dónde lo buscamos a usté para pasarle cualquier novedá?

-Háganse ver por la Picada de las Tunas. Allí habrá guardia.

-Está.

Hecho de nuevo dos palos de nuevo dos palos emponchados los dejó Don Juan. Y se dirigió al público.

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