La pulpería (28)
Se dirigió a la enramada
seguido por el Zorrino. Entre una inquietud de orejitas, echó pie a tierra. Sr
inclinaba ya para desabotonar la manea del tostado de Don Juan, cuando un
quejido brotado a los metros, a su izquierda, lo enderezó con alarma. Pero se
tranquilizó al advertir que el doliente era el prisionero Comadreja.
En dos zancadas estuvo
entre los cajones.
-¿Qué te pasa ahora,
vamos a ver?
-¡Que usté me depositó
las costillas arriba de un ladrillo o cosa así, de duro, parece mentira!
Se agachó el Carpincho,
empujó, haciéndolo rodar, aquel liado cilindro uniformado… y dejó evidenciado
tamaño cascote. Lo tiró lejos. Volvió al revés al Soldado.
-Bueno, ahora vas a estar
con comodidá. Y no me pongas esa cara de dolor de muelas, pedazo de grandote,
que yo no soy de piedra viendoté; y que bastantes barullos tengo en la cabeza
para que les agregués otro dijusto. No tratés de gritar buscando que te oigan
en la pulpería. Portate bien, como hasta ahora. Pensá que no todas van a ser flores
en la vida. -Y agregó, vuelta a despertársele una intriga que hacía un rato lo
había punzado-. Pero… decime la verdá, vos…
Iba a preguntarle de
dónde sacó los hijos por los que le imploraba el Montés cuando entre los
caballos de la enramada este le abocó la pistola; mas lo contuvo la llegada del
Zorrino.
-¿Y esto?
-Esto, don, es un
prisionero.
-¡Pero no me diga! Y
ahora lo va a degollar, ¿no?
Inútilmente por lo bien
que lo ligaba el sobeo, trató de hacerse ovillo el Soldado Comadreja; y boca
abajo como estaba, trazó con el mentón un surco en la gramilla, mezquinando su
gañote.
-¡Qué esperanza! ¡Ni que
estuviéramos en tiempo de guerra, compañero!
-Yo preguntaba, no más.
Aunque no me va a negar que esto es que como si fuera una revolución. Pero,
¡bueno!; aquí no tenemos nada que hacer. Su conversación estará muy linda, pero
vamos de una vez a tener pronta la caballada, como usted mismito dijo.
Mientras avanzaban hacia
las cabalgaduras, el Carpincho justificaba su dilación.
-Es que uno tiene
lástima, don. Prisionero… y en el suelo atao de pies y manos… ¡y milico, para
peor! ¡Parte el alma!
-Dejeló que se joda él… y
todita la Autoridá!
-Sí, está bien, don; pero…
Usté vaya agarrando los cabrestos. Yo desmaneo…
-¡Mo me toque, no me
toque a mi moro, compañero! A ese lo desmaneo yo. A usté lo va a desconocer y
capaz que lo levanta de un mordiscón… ¿Pero cuándo caray van a salir estos?
¿También se han puesto a consolar a sus presos?
Mas las cosas no podían
urgirse tanto en la pulpería. Demasiado diligentemente se andaba. Pues ya
estaban bien amarradas a sus respectivas bolsas las pertenencias civiles y
militares; ya el payador tenía su guitarra a la espalda y al brazo el livianito
poncho de vicuña; ya entre los Charabones llevaron al lado de las demás bolsas
la que, junto con tantas cosas, contenía el gran paquete de sal…
-¡Al fin. al fin de mandan
mudar! -exclamó para sí el pulpero desde su mostrador, al oír que Don Juan
decía:
-¡A ver, pronto; algún
candidato que lleve esos bultos a la enramada!
Se echó una bolsa al
hombro el Biguá. Y, con tanto peso, ahí no más hubiera quedado hecho bosta de
no acudir en ayuda el tuerto Avestruz gorra de vasco, cuyo ojo sano estaba en
todo.
-¿No ve que son fierros?
-Usté agarre una punta y
yo agarro la otra punta… ¡Arriba!
Sí, todo se realizaba con
premura y, además, con inteligencia. Al punto de que Don Juan se dirigió a la
puerta de los presos y, pensando que podrían estar en algún intento de
liberación, por las dudas, para mantener la intranquilidad, golpeó con el mango
de la pistola y tronó:
-¿Qué es eso? ¿Quieren
bala?
Fue como si en un patio,
a la siesta, y de golpe, el gallinero quedara hundido muchos metros bajo tierra.
Tal la brusquedad del silencio… salvo el rumor de alguna espuela al cauteloso
cambiar su pie de posición, y un levísimo, prolongado chistido que permitió ser
ayudado, gracias al ya haberse habituado todos a la oscuridad, por el tieso
dedo que el Comisario Tigre -aunque tenía la bocaza crispada por la ira- situó
entre sus colmillos inferiores.
Esto de la dentadura, digamos
de paso, era lo que acentuaba su eterno mal humor cuando se miraba al espejo.
El que cierta vez hiciera añicos a uno de estos con lindo marco dorado,
pisoteándolo arriba, no es de extrañar mucho. Que se levante uno alunado, se
lave la cara, agarre la toalla y se seque con ganas de morderla, y manotee la
peinilla, y se mire y se vea riendo, ¡la fresca! Y no podía enfurecerse más el
Tigre porque, entonces, ya le aparecían también los colmillos de arriba, y era
peor.
Cuando tornaba Don Juan hacia
la concurrencia, los ancianos Carancho y Chimango le salieron al cruce.
-Cuente de firme con
nosotros dos -prometió ásperamente, como a serruchadas, el primero.
-Nos incorporamos a usté,
igual que ha cumplido el compadre Zorrino -ratificó el Chimango.
Por no negarse de plano,
saltó Don Juan con simulada alarma:
-¿Y me abandonan la
retaguardia? ¿Pero quién me pasa el parte de lo que suceda aquí y del
movimiento de las partidas que va a movilizar el Comisario?
-¿Es orden?
-No, es un pedido de
amigo.
-Más que orden, entonces.
Esté tranquilo. Sus espaldas van a quedar más protegidas que si las tuviese
recostadas a la paré.
-¿Y dónde lo buscamos a
usté para pasarle cualquier novedá?
-Háganse ver por la
Picada de las Tunas. Allí habrá guardia.
-Está.
Hecho de nuevo dos palos de
nuevo dos palos emponchados los dejó Don Juan. Y se dirigió al público.
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