EL TEATRO TOSCO (15)
La sutilísima construcción de El cuento de invierno gira
sobre los goznes del momento culminante en que una estatua cobra vida. A
menudo se ha calificado esto de torpe recurso, de manera poco plausible
de dar fin al argumento, justificándolo con terminología de ficción
romántica como una chabacana convención de la época, que Shakespeare
tuvo que emplear. En realidad, la estatua que cobra vida es la verdad de
la obra. En El cuento de invierno encontramos una natural
división en tres partes. Leontes acusa a su mujer de infidelidad y la
condena a muerte. A la niña recién nacida la envía por mar a un país
extranjero, donde la deja abandonada. En la segunda parte la niña ha
crecido y, en diferente clave pastoril, se repite la misma acción. El
hombre falsamente acusado por Leontes se comporta a su vez de manera
irrazonable. La consecuencia es similar: la muchacha ha de escapar. Su
viaje la lleva de nuevo al palacio de Leontes y la tercera parte se
desarrolla en el mismo lugar que la primera, si bien con una diferencia
de veinte años. Una vez más Leontes se halla en condiciones análogas y
podría actuar de manera tan violenta e irrazonable como tiempo atrás.
Así pues, la acción principal se presenta primero ferozmente; luego, por
medio de una encantadora parodia expuesta en clave más alta y atrevida,
ya que lo pastoril de la obra es tanto un espejo como un hábil recurso.
El tercer movimiento se encuentra en otra clave contrastante: en la del
remordimiento. Cuando los jóvenes amantes entran en el palacio de
Leontes, la primera y la segunda partes se sobreponen: ambas interrogan
sobre la acción que puede emprender ahora Leontes. Si el sentido de la
verdad obligara al dramaturgo a hacer de Leontes un hombre vengativo con
relación a sus hijos, la obra no podría escapar de su mundo particular,
y su final tendría que ser amargo y trágico; pero si, respetando la
verdad, permite que en los actos de Leontes haya un nuevo equilibrio,
todo el esquema temporal de la obra queda transformado: el pasado y el
futuro ya no son lo mismo. El nivel cambia y, aunque lo califiquemos de
milagro, la estatua ha de cobrar vida. Cuando trabajábamos en El cuento de invierno descubrí
que la manera de entender esta escena consistía en interpretarla, no en
discutirla. En la representación dicha escena resulta extrañamente
satisfactoria y por eso nos sorprende en alto grado.
Tenemos aquí un ejemplo del efecto happening,
el momento en que lo ilógico irrumpe en nuestra comprensión cotidiana
para abrirnos más los ojos. Todo el drama apunta preguntas y
sugerencias: el momento de sorpresa es una sacudida al calidoscopio, y
lo que presenciamos en la sala podemos retenerlo y relacionarlo con las
preguntas de la obra que se repiten, transpuestas, diluidas y
disfrazadas, en la vida.
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