La pulpería (27)
Cuando
Don Juan dio las dos vueltas a la llave la retiró, se la guardó en el
bolsillo volviendo a su mano derecha la hermosa pistola que había
entregado a su izquierda, colocó esta bajo el cinto y se dirigió al
mostrador donde lo esperaban el Montés, el Venado y el tuerto Avestruz,
quienes seguían empuñando las suyas pero ya las tenían bajas.
-¡Apure con los envoltorios, pulpero!
Y aguardó satisfecho del resultado de sus planes.
Naturalmente,
ignoraba lo que estaba pasando afuera. Sólo al día siguiente, en lo
profundo del monte, entre mate y mate, en torno al fogón con su primo,
con el Venado, con el Montés, con el Avestruz, con el Carpincho, pudo
enterarse de que, al desenvainar el Zorrino el sable del Comisario para
hacer frente al supuesto ataque del ex-Recluta, este, que se le acercaba
contento después de haber alejado, sin ninguna equivocación, los
caballos señalados por el Montés, clavó en las patas a su malacara,
estupefacto, puso los ojos como soles y pegó el grito al hostil:
-¡Paresé, caray! ¿Pero usté no es el primo de Don Juan?
-¡Y a mucha honra, trompeta! ¿Pero no ve que me les he incorporado a ustedes?
-¿Pero usté…? No se me acerque, ¡canejo! ¿Pero usté no es Soldado, me a va decir?
-¡Por favor! ¡No me hable de eso! Sepa que ahora soy tan particular como usté.
De golpe, el sable quedó de punta al suelo. Mas volvió a ser blandido, aunque dubitativamente.
-¿Pero y qué garantía… me da usté de sus dichos?
Para
llegar a destino, las palabras tenían, lo menos, que recorrer cuarenta
metros en aquella radiante mañana. Los interlocutores las recibían, las
meditaban, las contestaban, pero uno mantenía el sable alejado de su
vaina y el otro ni por broma hacía adelantar un paso al malacara.
-¿Garantía? ¿Pero y no ve que he dejado a pie a la autoridá? ¿Quiere más prueba que esa?
El Zorrino fijó por primera vez los ojos en la raleada enramada, los desvió después sobre la llanura… y se anonadó.
-¿Y, qué me dice ahora? -urgió impaciente el Carpincho.
Al fin, el otro pudo exclamar:
-¡Y qué le voy a decir! ¡Que esto es glorioso! Alleguesé, no más. Desde esta mañana, usté siempre tendrá vara alta conmigo.
Se
adelantó para apresurar el encuentro con el jinete. Pero tropezó,
trastabilló, se trabó en la vaina del sable al forcejear por sacar la
mano izquierda de entre el poncho para atenuar el golpazo… y clavó la
cabeza en el pasto. Con el poncho lleno de tierra y de pajitas se paró,
con dificultades corrió más el sable todavía de ojos entrecerrados por
el atontamiento. Y creyendo que el Carpincho permanecía tal como en su
última visión, firme en el malacarita, a cuarenta metros, alzó la voz
hasta el grito:
-Pero digamé, ¿y cómo pueden ustedes andar todo el santo día con esto?
Ya llegándole al lado, el Carpincho suspiró penosamente:
-¡Me lo va a decir a mí!
La
imagen de su costalada durante la persecución de la Comadreja ladrona,
que todavía lo tenía de cadera pelada, cruzó por la mente del
ex-Recluta. Pero se le cortaron los hilos de la evocación al tomar
conciencia de sus deberes de urbanidad.
-¡Buen día, don! ¿Cómo le va a usté?
-Buen día, ¿bien y usté? Aabajesé, no más.
-Mire, don, yo soy del parecer que yo no debo desmontar y que ysté debe montar… ¿y adentro cómo van saliendo nuestras cosas?
-¿Adentro? Mire, como para pagar entrada por verlas.
-¡No me diga!
Se echó atrás el Carpincho y se le estiró la sonrisa. Y, de perenne, con ella como pintada, repuso:
Bueno,
venga. Antes de que usté monte hay que desmanear los caballos y
tenerlos de los cabrestos para cuando aparezcan nuestros compañeros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario