por Ariana Saénz Espinoza
Al ya legendario “Un cuarto propio”
de Virginia Woolf se le suma y a su vez se le desvía “Un apartamento en Urano”
(Anagrama), el nuevo libro del filósofo y activista Paul B. Preciado que llega
este mes a las librerías. Se trata de una serie de artículos que
rondan la idea del tránsito en el sentido más amplio y complejo del término,
publicados entre 2013 y 2018 en el diario francés Libération, escritos
en más de 20 ciudades y en no casual coincidencia con el cambio de nombre de su
autor, de Beatriz (Beto) Preciado, hoy Paul B. Preciado. En entrevista con SOY
Preciado reflexiona sobre las condiciones de su propia escritura y sobre los
problemas que producen y enfrentan hoy el pensamiento, la experiencia y la
política queer.
En el siglo XIX,
cuando la homosexualidad se inventó como crimen y enfermedad mental en Europa,
el escritor Karl Heinrich Ulrich fue el primero en declararse “uranista” y en
afirmar los derechos de “los que aman de otra manera”. El que hoy conocemos
como Paul B. Preciado se propuso transformar su cuerpo y su subjetividad a
través de la autoadministración de testosterona. Esta travesía, relatada en una
serie de crónicas publicadas entre 2013 y 2018 en el diario francés Libération,
se publicaron en abril en su versión española que este mes llega a la
Argentina, en un libro de los más originales de estos últimos tiempos. En él
encontramos una multiplicidad de cruces que van interactuando entre sí: el
mundo de Paul, como diría Virginie Despentes en su prefacio conmovedor, que nos
transforma sin violencia. Firmadas en más de veinte ciudades distintas, brindan
una mirada radicalmente singular sobre el mundo, la heteronormatividad, el
cuerpo, entre los tantos temas atravesados. La escritura de estas crónicas y
artículos coincide con el cambio de nombre de su autor y con su embarque,
después del Macba, en la aventura de documenta 14 a través de un proyecto
apátrida e itinerante llamado “El Parlamento de los Cuerpos”. Implementada en
Atenas y dirigida por el comisario polaco Adam Szymczyk, documenta 14 es una
manifestación de arte contemporáneo con una potencia crítica raras veces vista
en Europa, que en plena crisis griega desarticula las contradicciones de las
políticas económicas e identitarias del continente. “Un apartamento en Urano”
dibuja o desdibuja –según cómo se mire– una cartografía del cruce hacia un
planeta propio, una brecha en el espacio donde sería posible la libertad, lejos
de toda epistemología binaria.
“A ti, que crees que existo, cómo decir lo que sé con palabras cuyo significado es múltiple; palabras, como yo, que cambian cuando se las mira, ¿cuya voz es ajena?”. Estos versos del egipcio Edmond Jabès pueden ser uno de los tantos reflejos de toda la potencia poética con que el filósofo, activista y curador de arte Paul B. Preciado consigna y hace pública una travesía somato–política con la testosterona hacia algún lugar de Urano.
¿En qué momento de tu actividad filosófica, crítica, y de la transición, emprendes la escritura de estas crónicas?
El inicio de estas crónicas coincide para mí con un momento, durante el proceso de transición, de crisis de la institución universidad y de la institución museo, en el que de repente decidí que mi trabajo en el ámbito universitario ya estaba agotado. Quería salir de aquella forma de producción de conocimiento en el que veía mi trabajo de profesor como el de una especie de productor semio–técnico que proporciona al alumno un paquete conceptual que en el fondo no deja de estar ajustado al neoliberalismo dentro del capitalismo cognitivo. Se agotó ahí para mí precisamente la posibilidad de encontrar una forma de aprendizaje real, la producción de algo genuinamente nuevo dentro de ese formato. Decidí entonces embarcarme en otra cosa, ponerme a hacer la exposición documenta 14 y viajar por todas partes. Y fue interesante precisamente en ese momento que era paradójico porque había iniciado el cambio de nombre y todavía no tenía el pasaporte nuevo. Podría haberme quedado aterrado esperando el nuevo pasaporte, pero me pareció interesante empezar a viajar y pasar fronteras justo en el momento en que el Estado-nación retiene tus papeles y tu pasaporte es confiscado. Como una forma de poner en crisis todo ese sistema. Como un momento en el que de algún modo quieres experimentar lo que puede suceder ahí, en ese espacio que es un espacio extremadamente violento y extremadamente normativo que hasta ese momento tú no has percibido. Me di cuenta entonces de que cuando socialmente no percibes la violencia es porque la ejerces. Son tus propios privilegios los que te impiden verla. Puedes llegar a Europa y pensar es genial, pero en qué condiciones de legalidad, en qué condiciones económicas, en qué condiciones de reconocimiento de género, de la sexualidad. Ese fue el momento en el que yo empecé a percibir la violencia del contexto europeo de otra manera, más directamente, en mi propio cuerpo y eso quizás también me hizo mucho más atento y establecer relaciones de alianza y de solidaridad.
En ese contexto de escritura, la temporalidad también es otra…
Este cambio de vida suponía una carencia de tiempo para lo que yo escribía habitualmente. La tarea de la filosofía es una tarea muy lenta, es quizás lo que más me gusta de la filosofía porque en el fondo es antiproductiva total, está contra los tiempos y los ritmos de producción neoliberales. En ese contexto de repente surgió la posibilidad de escribir crónicas para Libération: casi escribir un diario porque hay un elemento de diario, pero un diario que es al mismo tiempo geopolítico, somato-político o anatomo-político, que va desde el cuerpo hasta el planeta y vuelve. Entré en un rito de escritura –por mi carácter autista todo lo que es ritual me encanta–, entonces me encantaba esa temporalidad de saber que cada dos semanas tengo que enviar una crónica. Entre viaje y viaje, el reloj de la escritura marcaba el tiempo. Hay un momento, en la transición y en la desinstitucionalización que supone dejar tu género y tener otro, de enajenamiento, en el que te vuelves como una especie de extraño para ti mismo, que es hermoso creativamente pero que también puede ser tremendamente aterrador. Me gustaba esa dinámica de enviar una crónica desde cualquier parte del mundo a un lugar que aparentemente podría ser muy íntimo, pero que de repente está en un periódico que tú ni vas a leer, ya que yo jamás miro mis crónicas cuando salen. Y eso fue como la sensación de permitirme una gran libertad y lejanía y también mantener el contacto. La crónica era como pájaro francés que se posaba en mi espalda y que me acompañaba. Creo además que hay muy pocos libros en los que el autor cambió de nombre dentro de la escritura del libro (risas). Y eso me parecía que era un elemento tan absolutamente singular en este caso, que quería que quedase registrado de algún modo. La crónica accidentada de esa travesía, en el momento en el que ocurre. Yo quería que fuera registrado cuando se atraviesa esa frontera porque esa frontera produce una serie de cambios que uno ni hubiera podido imaginar. Evidentemente si ahora los pensara y me pusiera a escribir sobre ellos, tendría otra mirada, que no es exactamente la que te produce cuando atraviesas esa frontera.
Hablás de los libros como de una cama portátil que llevás con vos en esta travesía. Y en cada crónica se siente la huella de la literatura, de la poesía, ¿qué espacio abre la experiencia del lenguaje practicado en la literatura?
Para mí todo es literatura, el problema es cuando dejamos de ver el lenguaje como literatura y de repente el lenguaje se convierte en otra cosa. Entonces se convierte en el lenguaje violento de la administración o en el lenguaje que es norma o que es injuria, o en el lenguaje–técnica de la ciencia. La lucha del filósofo es devolver el lenguaje al magma de la poesía para cambiar el momento en el que el lenguaje se cristaliza y forma instituciones, sociedades, ritos. Durante este tiempo, lo que fue realmente fundador o refundador fue la experiencia del cambio de nombre que yo había pensado como una experiencia que iba a ser sobre todo administrativa –un proceso jurídico, legal–. No había imaginado la potencia poética de ese cambio. En principio no es un nombre que yo había escogido, me fue dado en un sueño y yo lo acepté a través de un ritual que había hecho. A partir de ahí la cuestión fue decidir aceptar este nombre. Es decir, algo que para mí tiene que ver con el acto literario como un acto artístico –el acto más supremo que pueda haber, que es nombrar–. De pronto la locura absoluta, incoherente, ridícula y al mismo tiempo bellísima de decir: “Bueno, me voy a llamar Paul”. Un nombre que en principio es absolutamente ajeno y extraño, pero esa extrañeza hizo que los primeros meses estuviera constantemente atento a la palabra “p-o-l”. De pronto todo el lenguaje se erizó. Todas las palabras estaban de punta y oía “Paul” por todas partes. En política, en policía, en polar, en pol–aridad, en polea, en polemista, en polaina…en despoblado, en todo. Me parecía que ese nombre estaba en todas las palabras y que podía surgir de todas las palabras. Entonces el lenguaje entero cobró vida. De la misma manera que ahora soy incapaz de ver a una persona como masculina o como femenina, algo semejante ocurrió con el lenguaje. En cualquier cosa que nombras –el libro, el teléfono o lo que sea– de repente empiezas a escuchar verdaderamente la belleza poética de esa palabra como palabra. Yo creo que ese fue uno de los momentos más extáticos, más transformadores de mi vida. Lo primero que se transforma es tu escucha, pero esa escucha hace que ya no puedas escribir de la misma manera. En ocasiones me reía de escribir las palabras, de decir cualquier palabra y ver cómo suena. Es casi como volver a la primera infancia, pero con la conciencia que tienes ahora. Y con otra voz, claro. Y esto también es otra cosa increíble, porque cambiar de voz es un acto político de ventriloquia brutal.
Algunas de tus crónicas se refieren al chamanismo, al que recurriste durante el proceso de elección de un nombre designado como masculino ¿Qué potencialidad política –eventualmente descolonial– tiene el chamanismo en el cruce que emprende tu subjetividad?
Uno puede negar ciertas técnicas de intervención en la subjetividad que aparecen como normativas, pero sigue necesitando ayuda en algunos casos. Precisamente en ese proceso de buscar un nombre me interesaba el tema de a qué técnica apelar. Me interesa el chamanismo como una de las técnicas de producción de conciencia y de producción de subjetividad. Y que por ser una técnica indígena, ha estado relegada a un lugar inferior y que fue negada por la llegada de la colonización y de las religiones occidentales. Pero obviamente yo no me acerco al chamanismo desde una perspectiva indigenista. Lo hago desde una perspectiva fármaco-pornográfica. Podríamos decir que yo establezco con la testosterona la relación que el chamán establece con la planta: en ambos casos de trata de tecnologías de producción de conciencia. Lo que me interesa es el cortocircuito que se puede producir entre mi conciencia ya totalmente siglo XXI occidental, desde esta subjetividad política que es la mía, y otra tradición, de resistencia a la normalización colonial. Se podría pensar que las prácticas trans y ciertas prácticas chamánicas indigenistas son en distintos contextos prácticas de resistencia a la normalización de la subjetividad. En ese sentido puede ser interesante en un momento dado establecer alianzas entre ambas. Pero a mi chamana en ningún momento la vi como indígena, tenía teléfono y whatsapp y estaba más conectada que yo. Casi veo más indígena al médico de aquí.
En qué sentido?
En el sentido de atado a una arqueología colonial, que eso sí lo veo como una especie de indigenismo europeo, por decirlo de otra manera. Cuando uno se aproxima al discurso médico, anatómico, se da cuenta de que funciona con una visión del cuerpo del siglo XV (por ejemplo, de Vesalio o de Ambroise Paré) para pensar la subjetividad sexual del siglo XXI. En ese sentido el chamanismo y la medicina están en una proximidad increíble, es decir que supuestamente tienes que ir al médico cuando eres trans y el médico te va a decir: “Usted está enfermo disfórico del género y le vamos a dar la testosterona” y te hace firmar un papel que no deja de ser un ritual. Puedes hacer exactamente lo mismo con un chamán, no quiero exotizar y decir que las prácticas del chamanismo sean siempre utópicas o transformadoras por sí mismas. Hay muchísimas prácticas chamánicas que son absolutamente conservadoras, por ejemplo, con respecto a la figura patriarcal, y que son totalmente binarias. Pero me interesa explorar otras prácticas de subjetivación disidentes, porque si es necesario superar la epistemología de la diferencia sexual, va a ser necesario entre otras cosas reencantar la naturaleza. Yo reencantaría todo no sólo la naturaleza, creo que hay que reencantar la máquina, reencantar el objeto, todo.
¿A qué te referís con reencantar?
Reencantar es reanimar. Yo creo que tenemos que entrar en un tecno–animismo cósmico y que nada más puede salvarnos. Sería lo único que pueda evitar que estemos en esta relación de destrucción sistemática del planeta. Con lo cual, entender que todo es absolutamente sagrado, todo, que el lenguaje es sagrado, pero obviamente que los seres vivos son sagrados. Esta mesa en la cual estamos sentados, por muy cutre que parezca es el fruto de una cooperación histórica increíble y esa historia deberíamos honrarla cada vez que nos sentamos. Y por eso me gusta la performance, yo la veo todo el rato, no veo más que performance alrededor mío, lo que me interesa es la desnaturalización y desautomatización del gesto. Qué significaría si cada vez que hacemos algo, dijéramos algo, prestemos atención a la dimensión de coreografía política normalizada, y de repente podamos introducir ahí como un proceso de deshabituación. Un día hablé con un chamán peruano que me decía ser trans es imposible, que yo tenía que estar de un lado o de otro porque si no, no podía tomar ayahuasca ni fumar ya que la planta no sabría cómo relacionarse conmigo. Que la planta no sepa cómo relacionarse con uno es super interesante. Eso es lo que me interesaba con el proceso de la testosterona, es decir que ni tú ni la planta, ni tú ni la molécula, saben muy bien cómo establecer una relación mutua si esa relación no es una relación de causa-efecto. Porque, aunque alguien te diga “te vas a tomar tantos miligramos y era esto”, da igual, el día que te levantas por la mañana y la voz es otra voz el efecto es impredecible. Es decir, no estoy dispuesto a aceptar que la transexualidad sea una enfermedad sexual, cierto, pero tampoco puedo aceptar que en un proceso de simple paso de un lado al otro del binario en el que solamente existen dos géneros. Lo que pretende la medicina neoliberal es que ser transexual pueda ser un proceso administrativo de cambio de sexo avalado jurídicamente, dentro de la norma binaria y heterosexual. Eso no tiene ningún interés. No hay discurso anatómico, ni discurso político ni legal, para dar cuenta de la complejidad de lo que sucede en ese proceso. Esa irrepresentabilidad del proceso es precisamente lo que me interesa.
Y dar a leer lo que plantean esa contradicción, incluso dentro de la lucha feminista.
Por supuesto. A mí me interesa la dimensión política de ese proceso, y por tanto hacerlo público a través de la escritura y la palabra. Con todos los problemas que eso genera para la opacidad de los distintos discursos porque en el fondo cualquier discurso de poder (el médico, el legal) pero incluso el discurso blanco, heteroliberal dentro del ámbito feminista, lo que quiere es minimizar la potencia disruptiva de esa experiencia, de la que es imposible dar cuenta dentro de un sistema binario. Esa es la paradoja absoluta de un régimen que al mismo te propone la posibilidad de hacer una transición de hombre a mujer o de mujer a hombre y que simultáneamente impide toda proliferación de la vida fuera del binario. El problema es que algunos de los discursos de resistencia, como el feminismo liberal, se han transformado en dispositivos de control patriarcal y colonial, en discursos de opresión racista y lesbófoba y tránsfoba. La clave de toda lucha de liberación política es el deseo de transformarlo todo y ese deseo pasa por ser capaz incluso de enviar a la mierda a un cierto feminismo liberal normativo: a la mierda los carceleros del deseo transformador. A la mierda el feminismo liberal cuando se convierte en carcelero. Y cualquier consigna que venga del feminismo que tenga que ver con la normalización que lo que significa ser mujer o ser madre, debe ser entendida como un freno a la revolución total.
¿Cómo impulsar ese deseo transformador?
Yo estoy del lado de la desidentificación crítica y no de la identidad. Para mí lo más importante es reconectar con el cuerpo vivo que somos, no con mi esencia femenina, masculina o incluso trans… La potencia de vida que me habita es lo único que me interesa políticamente. En mi caso, esta desidentificación vino de la mano de la escritura y de la testosterona. Ese proceso nunca puede ser un proceso individual, un proceso solitario, sino que siempre acaba siendo como establecer una complicidad con alguien y con algo. Yo siempre digo que tengo con la testosterona la relación que puede tener el chamán con la planta. Es el fármaco, evidentemente en el sentido derridiano del término, es decir aquello que te mata pero que te transforma y que puede también revitalizarte totalmente. Y sobre todo el hecho de que lo que tiene que ver con la experiencia de la transición con la testosterona pone en primer plano algo que el feminismo quería dejar de lado por toda la tensión entre el constructivismo y el esencialismo. Es la pregunta por el cuerpo vivo. Cuando el constructivismo de género habla de la construcción social y cultural de la diferencia sexual olvida decir que lo que se construye es un cuerpo, una ficción política viva. El género no es una ideología, es parte del cuerpo, es una prótesis política encarnada hecha de lenguaje, de instituciones, de técnicas social ritualizadas, y todo eso también es tecno–orgánico y tiene su propia vida.
¿Entonces no te afirmas como feminista?
Sí, feminista y más, yo me digo transfemista, para subrayar la transformación del sujeto político y para defender la abolición de la diferencia sexual como código cultural asignado que permite a un cuerpo integrar una comunidad humana. Se trata de afirmar el cuerpo y el deseo como lugares centrales de un feminismo cuyo sujeto político ciertamente no es sólo la mujer. Puede ser la mujer en algunos casos, pero no es sólo la mujer. El objetivo de cualquier movimiento político ya sea el feminismo u otro, es precisamente la transformación del sujeto que lleva a cabo esa emancipación. El movimiento obrero tiene como objetivo entre otras cosas transformar al obrero, porque si es para dejarlo exactamente como está en relación de subordinación con la máquina, el trabajo o los medios de producción, pues yo no veo para que sirve el movimiento obrero. Es decir, si no vale para bailar o para follar con la máquina yo no veo para qué sirve el operaismo. Y con el feminismo es igual, si no sirve para transformar el sujeto que lo practica, ¿para qué sirve?
¿Cómo ves el potencial de los movimientos de resistencia al sistema al cishetero patriarcal y neoliberal en Latinoamérica y ante el peligro de bolsonarisación del continente?
Preferiría no hablar de “bolsonarisación” del continente porque la creación de la palabra ya dibuja una cartografía de América latina que deberíamos evitar. Prefiero hablar de pantransfeminismo planterio, porque permite dibujar otro horizonte de transformación. Pero si hablamos de la bolsonarisación habría dos peligros, uno que tiene que ver con esa oleada neofascista que en parte es una tradición que de forma cíclica no ha dejado de estar presente en América latina. Yo creo que en los países de América latina como en otros, de Europa del este, o en el Estado Español o en Portugal, por ejemplo, vivimos en sociedades fascistas, que están en proceso de democratización, que nunca se han llegado a democratizar. Es decir, nunca hemos conocido la democracia. Pasamos de las dictaduras al libre mercado y que creímos que el libre mercado era la democracia. El liberalismo no es la democracia, sino su opuesto. Pensemos en contextos como el de Chile y o Argentina, pero también el Estado español, donde el neoliberalismo fue realmente casi como puesto a prueba en ese momento de transición política de los años 70. En ese proceso de transición de la dictadura al neoliberalismo, hubo un momento en el que ese liberalismo pareció vestirse de algún modo con las convenciones de la democracia liberal. Lo que ocurrió en el proceso de transición de las dictaduras al libre mercado es que las grandes corporaciones neocoloniales establecieron alianzas estratégicas de control con el patriarcado colonial, para frenar la proliferación democratizante de las fuerzas disidentes. Es así como fueron restablecidas las oligarquías que ya estaban presentes en el periodo colonial, oligarquías de clase, de raza, de sexo y sexualidad y afianzadas por los nuevos poderes mercantiles. La “bolsonarisación” de América latina en el fondo tiene que ver, como en Europa, con la incapacidad de la izquierda para despatriarcalizar y descolonizar.
Despatriarcalizar también a la izquierda…
Tiene que ver también con el hecho de que la propia izquierda tenía un modelo de sujeto político que no dejaba de ser un modelo viril, heterosexual, en el fondo un modelo blanco también, en el fondo colonial, etc. Con lo cual, quizás esto que estamos viendo también sea la alternancia entre dos formas de patriarcado colonial y de manera subterránea también lo que vemos es la resistencia de un conjunto de colectivos, el zapatismo, los indigenismos varios, los millones de movimientos de resistencia en Brasil, en México, en Argentina… Estemos atentos porque a lo mejor la transformación viene también de ahí, de la transformación de la izquierda, del cuestionamiento del Estado-Nación, de la crítica del patriarcado. Me parece que decir simplemente “bolsonarisación” es no prestar atención de manera detallada a esa cartografía subalterna. Estemos atentos a esa pluralidad de fuerzas, a su forma de escapar al mapeo del poder, a su negación de demandas de reconocimiento e igualdad: es la multiplicidad de esos movimientos de resistencia la que puede salvarnos. Pueden ser movimientos indigenistas en la selva peruana, pueden ser movimiento trans no-blancos en Brasil… Quizás hay quien piense que el zapatismo ha fracasado en cierto sentido, pero ha ido también proliferando de otros modos y ha contaminado otras formas de hacer política y de pensar lo político en América latina. Yo lo veo en ese sentido de manera positiva y creo que precisamente habría que evitar los fantasmas de amplificación del neofascismo. No le demos más poder del que tiene. Pensemos más bien en la enorme potencia revolucionaria de los movimientos disidentes. Deseemos esa transformación con toda la imaginación colectiva de la que somos capaces y ya habremos empezado a ganar la batalla a Bolsonaro.
“A ti, que crees que existo, cómo decir lo que sé con palabras cuyo significado es múltiple; palabras, como yo, que cambian cuando se las mira, ¿cuya voz es ajena?”. Estos versos del egipcio Edmond Jabès pueden ser uno de los tantos reflejos de toda la potencia poética con que el filósofo, activista y curador de arte Paul B. Preciado consigna y hace pública una travesía somato–política con la testosterona hacia algún lugar de Urano.
¿En qué momento de tu actividad filosófica, crítica, y de la transición, emprendes la escritura de estas crónicas?
El inicio de estas crónicas coincide para mí con un momento, durante el proceso de transición, de crisis de la institución universidad y de la institución museo, en el que de repente decidí que mi trabajo en el ámbito universitario ya estaba agotado. Quería salir de aquella forma de producción de conocimiento en el que veía mi trabajo de profesor como el de una especie de productor semio–técnico que proporciona al alumno un paquete conceptual que en el fondo no deja de estar ajustado al neoliberalismo dentro del capitalismo cognitivo. Se agotó ahí para mí precisamente la posibilidad de encontrar una forma de aprendizaje real, la producción de algo genuinamente nuevo dentro de ese formato. Decidí entonces embarcarme en otra cosa, ponerme a hacer la exposición documenta 14 y viajar por todas partes. Y fue interesante precisamente en ese momento que era paradójico porque había iniciado el cambio de nombre y todavía no tenía el pasaporte nuevo. Podría haberme quedado aterrado esperando el nuevo pasaporte, pero me pareció interesante empezar a viajar y pasar fronteras justo en el momento en que el Estado-nación retiene tus papeles y tu pasaporte es confiscado. Como una forma de poner en crisis todo ese sistema. Como un momento en el que de algún modo quieres experimentar lo que puede suceder ahí, en ese espacio que es un espacio extremadamente violento y extremadamente normativo que hasta ese momento tú no has percibido. Me di cuenta entonces de que cuando socialmente no percibes la violencia es porque la ejerces. Son tus propios privilegios los que te impiden verla. Puedes llegar a Europa y pensar es genial, pero en qué condiciones de legalidad, en qué condiciones económicas, en qué condiciones de reconocimiento de género, de la sexualidad. Ese fue el momento en el que yo empecé a percibir la violencia del contexto europeo de otra manera, más directamente, en mi propio cuerpo y eso quizás también me hizo mucho más atento y establecer relaciones de alianza y de solidaridad.
En ese contexto de escritura, la temporalidad también es otra…
Este cambio de vida suponía una carencia de tiempo para lo que yo escribía habitualmente. La tarea de la filosofía es una tarea muy lenta, es quizás lo que más me gusta de la filosofía porque en el fondo es antiproductiva total, está contra los tiempos y los ritmos de producción neoliberales. En ese contexto de repente surgió la posibilidad de escribir crónicas para Libération: casi escribir un diario porque hay un elemento de diario, pero un diario que es al mismo tiempo geopolítico, somato-político o anatomo-político, que va desde el cuerpo hasta el planeta y vuelve. Entré en un rito de escritura –por mi carácter autista todo lo que es ritual me encanta–, entonces me encantaba esa temporalidad de saber que cada dos semanas tengo que enviar una crónica. Entre viaje y viaje, el reloj de la escritura marcaba el tiempo. Hay un momento, en la transición y en la desinstitucionalización que supone dejar tu género y tener otro, de enajenamiento, en el que te vuelves como una especie de extraño para ti mismo, que es hermoso creativamente pero que también puede ser tremendamente aterrador. Me gustaba esa dinámica de enviar una crónica desde cualquier parte del mundo a un lugar que aparentemente podría ser muy íntimo, pero que de repente está en un periódico que tú ni vas a leer, ya que yo jamás miro mis crónicas cuando salen. Y eso fue como la sensación de permitirme una gran libertad y lejanía y también mantener el contacto. La crónica era como pájaro francés que se posaba en mi espalda y que me acompañaba. Creo además que hay muy pocos libros en los que el autor cambió de nombre dentro de la escritura del libro (risas). Y eso me parecía que era un elemento tan absolutamente singular en este caso, que quería que quedase registrado de algún modo. La crónica accidentada de esa travesía, en el momento en el que ocurre. Yo quería que fuera registrado cuando se atraviesa esa frontera porque esa frontera produce una serie de cambios que uno ni hubiera podido imaginar. Evidentemente si ahora los pensara y me pusiera a escribir sobre ellos, tendría otra mirada, que no es exactamente la que te produce cuando atraviesas esa frontera.
Hablás de los libros como de una cama portátil que llevás con vos en esta travesía. Y en cada crónica se siente la huella de la literatura, de la poesía, ¿qué espacio abre la experiencia del lenguaje practicado en la literatura?
Para mí todo es literatura, el problema es cuando dejamos de ver el lenguaje como literatura y de repente el lenguaje se convierte en otra cosa. Entonces se convierte en el lenguaje violento de la administración o en el lenguaje que es norma o que es injuria, o en el lenguaje–técnica de la ciencia. La lucha del filósofo es devolver el lenguaje al magma de la poesía para cambiar el momento en el que el lenguaje se cristaliza y forma instituciones, sociedades, ritos. Durante este tiempo, lo que fue realmente fundador o refundador fue la experiencia del cambio de nombre que yo había pensado como una experiencia que iba a ser sobre todo administrativa –un proceso jurídico, legal–. No había imaginado la potencia poética de ese cambio. En principio no es un nombre que yo había escogido, me fue dado en un sueño y yo lo acepté a través de un ritual que había hecho. A partir de ahí la cuestión fue decidir aceptar este nombre. Es decir, algo que para mí tiene que ver con el acto literario como un acto artístico –el acto más supremo que pueda haber, que es nombrar–. De pronto la locura absoluta, incoherente, ridícula y al mismo tiempo bellísima de decir: “Bueno, me voy a llamar Paul”. Un nombre que en principio es absolutamente ajeno y extraño, pero esa extrañeza hizo que los primeros meses estuviera constantemente atento a la palabra “p-o-l”. De pronto todo el lenguaje se erizó. Todas las palabras estaban de punta y oía “Paul” por todas partes. En política, en policía, en polar, en pol–aridad, en polea, en polemista, en polaina…en despoblado, en todo. Me parecía que ese nombre estaba en todas las palabras y que podía surgir de todas las palabras. Entonces el lenguaje entero cobró vida. De la misma manera que ahora soy incapaz de ver a una persona como masculina o como femenina, algo semejante ocurrió con el lenguaje. En cualquier cosa que nombras –el libro, el teléfono o lo que sea– de repente empiezas a escuchar verdaderamente la belleza poética de esa palabra como palabra. Yo creo que ese fue uno de los momentos más extáticos, más transformadores de mi vida. Lo primero que se transforma es tu escucha, pero esa escucha hace que ya no puedas escribir de la misma manera. En ocasiones me reía de escribir las palabras, de decir cualquier palabra y ver cómo suena. Es casi como volver a la primera infancia, pero con la conciencia que tienes ahora. Y con otra voz, claro. Y esto también es otra cosa increíble, porque cambiar de voz es un acto político de ventriloquia brutal.
Algunas de tus crónicas se refieren al chamanismo, al que recurriste durante el proceso de elección de un nombre designado como masculino ¿Qué potencialidad política –eventualmente descolonial– tiene el chamanismo en el cruce que emprende tu subjetividad?
Uno puede negar ciertas técnicas de intervención en la subjetividad que aparecen como normativas, pero sigue necesitando ayuda en algunos casos. Precisamente en ese proceso de buscar un nombre me interesaba el tema de a qué técnica apelar. Me interesa el chamanismo como una de las técnicas de producción de conciencia y de producción de subjetividad. Y que por ser una técnica indígena, ha estado relegada a un lugar inferior y que fue negada por la llegada de la colonización y de las religiones occidentales. Pero obviamente yo no me acerco al chamanismo desde una perspectiva indigenista. Lo hago desde una perspectiva fármaco-pornográfica. Podríamos decir que yo establezco con la testosterona la relación que el chamán establece con la planta: en ambos casos de trata de tecnologías de producción de conciencia. Lo que me interesa es el cortocircuito que se puede producir entre mi conciencia ya totalmente siglo XXI occidental, desde esta subjetividad política que es la mía, y otra tradición, de resistencia a la normalización colonial. Se podría pensar que las prácticas trans y ciertas prácticas chamánicas indigenistas son en distintos contextos prácticas de resistencia a la normalización de la subjetividad. En ese sentido puede ser interesante en un momento dado establecer alianzas entre ambas. Pero a mi chamana en ningún momento la vi como indígena, tenía teléfono y whatsapp y estaba más conectada que yo. Casi veo más indígena al médico de aquí.
En qué sentido?
En el sentido de atado a una arqueología colonial, que eso sí lo veo como una especie de indigenismo europeo, por decirlo de otra manera. Cuando uno se aproxima al discurso médico, anatómico, se da cuenta de que funciona con una visión del cuerpo del siglo XV (por ejemplo, de Vesalio o de Ambroise Paré) para pensar la subjetividad sexual del siglo XXI. En ese sentido el chamanismo y la medicina están en una proximidad increíble, es decir que supuestamente tienes que ir al médico cuando eres trans y el médico te va a decir: “Usted está enfermo disfórico del género y le vamos a dar la testosterona” y te hace firmar un papel que no deja de ser un ritual. Puedes hacer exactamente lo mismo con un chamán, no quiero exotizar y decir que las prácticas del chamanismo sean siempre utópicas o transformadoras por sí mismas. Hay muchísimas prácticas chamánicas que son absolutamente conservadoras, por ejemplo, con respecto a la figura patriarcal, y que son totalmente binarias. Pero me interesa explorar otras prácticas de subjetivación disidentes, porque si es necesario superar la epistemología de la diferencia sexual, va a ser necesario entre otras cosas reencantar la naturaleza. Yo reencantaría todo no sólo la naturaleza, creo que hay que reencantar la máquina, reencantar el objeto, todo.
¿A qué te referís con reencantar?
Reencantar es reanimar. Yo creo que tenemos que entrar en un tecno–animismo cósmico y que nada más puede salvarnos. Sería lo único que pueda evitar que estemos en esta relación de destrucción sistemática del planeta. Con lo cual, entender que todo es absolutamente sagrado, todo, que el lenguaje es sagrado, pero obviamente que los seres vivos son sagrados. Esta mesa en la cual estamos sentados, por muy cutre que parezca es el fruto de una cooperación histórica increíble y esa historia deberíamos honrarla cada vez que nos sentamos. Y por eso me gusta la performance, yo la veo todo el rato, no veo más que performance alrededor mío, lo que me interesa es la desnaturalización y desautomatización del gesto. Qué significaría si cada vez que hacemos algo, dijéramos algo, prestemos atención a la dimensión de coreografía política normalizada, y de repente podamos introducir ahí como un proceso de deshabituación. Un día hablé con un chamán peruano que me decía ser trans es imposible, que yo tenía que estar de un lado o de otro porque si no, no podía tomar ayahuasca ni fumar ya que la planta no sabría cómo relacionarse conmigo. Que la planta no sepa cómo relacionarse con uno es super interesante. Eso es lo que me interesaba con el proceso de la testosterona, es decir que ni tú ni la planta, ni tú ni la molécula, saben muy bien cómo establecer una relación mutua si esa relación no es una relación de causa-efecto. Porque, aunque alguien te diga “te vas a tomar tantos miligramos y era esto”, da igual, el día que te levantas por la mañana y la voz es otra voz el efecto es impredecible. Es decir, no estoy dispuesto a aceptar que la transexualidad sea una enfermedad sexual, cierto, pero tampoco puedo aceptar que en un proceso de simple paso de un lado al otro del binario en el que solamente existen dos géneros. Lo que pretende la medicina neoliberal es que ser transexual pueda ser un proceso administrativo de cambio de sexo avalado jurídicamente, dentro de la norma binaria y heterosexual. Eso no tiene ningún interés. No hay discurso anatómico, ni discurso político ni legal, para dar cuenta de la complejidad de lo que sucede en ese proceso. Esa irrepresentabilidad del proceso es precisamente lo que me interesa.
Y dar a leer lo que plantean esa contradicción, incluso dentro de la lucha feminista.
Por supuesto. A mí me interesa la dimensión política de ese proceso, y por tanto hacerlo público a través de la escritura y la palabra. Con todos los problemas que eso genera para la opacidad de los distintos discursos porque en el fondo cualquier discurso de poder (el médico, el legal) pero incluso el discurso blanco, heteroliberal dentro del ámbito feminista, lo que quiere es minimizar la potencia disruptiva de esa experiencia, de la que es imposible dar cuenta dentro de un sistema binario. Esa es la paradoja absoluta de un régimen que al mismo te propone la posibilidad de hacer una transición de hombre a mujer o de mujer a hombre y que simultáneamente impide toda proliferación de la vida fuera del binario. El problema es que algunos de los discursos de resistencia, como el feminismo liberal, se han transformado en dispositivos de control patriarcal y colonial, en discursos de opresión racista y lesbófoba y tránsfoba. La clave de toda lucha de liberación política es el deseo de transformarlo todo y ese deseo pasa por ser capaz incluso de enviar a la mierda a un cierto feminismo liberal normativo: a la mierda los carceleros del deseo transformador. A la mierda el feminismo liberal cuando se convierte en carcelero. Y cualquier consigna que venga del feminismo que tenga que ver con la normalización que lo que significa ser mujer o ser madre, debe ser entendida como un freno a la revolución total.
¿Cómo impulsar ese deseo transformador?
Yo estoy del lado de la desidentificación crítica y no de la identidad. Para mí lo más importante es reconectar con el cuerpo vivo que somos, no con mi esencia femenina, masculina o incluso trans… La potencia de vida que me habita es lo único que me interesa políticamente. En mi caso, esta desidentificación vino de la mano de la escritura y de la testosterona. Ese proceso nunca puede ser un proceso individual, un proceso solitario, sino que siempre acaba siendo como establecer una complicidad con alguien y con algo. Yo siempre digo que tengo con la testosterona la relación que puede tener el chamán con la planta. Es el fármaco, evidentemente en el sentido derridiano del término, es decir aquello que te mata pero que te transforma y que puede también revitalizarte totalmente. Y sobre todo el hecho de que lo que tiene que ver con la experiencia de la transición con la testosterona pone en primer plano algo que el feminismo quería dejar de lado por toda la tensión entre el constructivismo y el esencialismo. Es la pregunta por el cuerpo vivo. Cuando el constructivismo de género habla de la construcción social y cultural de la diferencia sexual olvida decir que lo que se construye es un cuerpo, una ficción política viva. El género no es una ideología, es parte del cuerpo, es una prótesis política encarnada hecha de lenguaje, de instituciones, de técnicas social ritualizadas, y todo eso también es tecno–orgánico y tiene su propia vida.
¿Entonces no te afirmas como feminista?
Sí, feminista y más, yo me digo transfemista, para subrayar la transformación del sujeto político y para defender la abolición de la diferencia sexual como código cultural asignado que permite a un cuerpo integrar una comunidad humana. Se trata de afirmar el cuerpo y el deseo como lugares centrales de un feminismo cuyo sujeto político ciertamente no es sólo la mujer. Puede ser la mujer en algunos casos, pero no es sólo la mujer. El objetivo de cualquier movimiento político ya sea el feminismo u otro, es precisamente la transformación del sujeto que lleva a cabo esa emancipación. El movimiento obrero tiene como objetivo entre otras cosas transformar al obrero, porque si es para dejarlo exactamente como está en relación de subordinación con la máquina, el trabajo o los medios de producción, pues yo no veo para que sirve el movimiento obrero. Es decir, si no vale para bailar o para follar con la máquina yo no veo para qué sirve el operaismo. Y con el feminismo es igual, si no sirve para transformar el sujeto que lo practica, ¿para qué sirve?
¿Cómo ves el potencial de los movimientos de resistencia al sistema al cishetero patriarcal y neoliberal en Latinoamérica y ante el peligro de bolsonarisación del continente?
Preferiría no hablar de “bolsonarisación” del continente porque la creación de la palabra ya dibuja una cartografía de América latina que deberíamos evitar. Prefiero hablar de pantransfeminismo planterio, porque permite dibujar otro horizonte de transformación. Pero si hablamos de la bolsonarisación habría dos peligros, uno que tiene que ver con esa oleada neofascista que en parte es una tradición que de forma cíclica no ha dejado de estar presente en América latina. Yo creo que en los países de América latina como en otros, de Europa del este, o en el Estado Español o en Portugal, por ejemplo, vivimos en sociedades fascistas, que están en proceso de democratización, que nunca se han llegado a democratizar. Es decir, nunca hemos conocido la democracia. Pasamos de las dictaduras al libre mercado y que creímos que el libre mercado era la democracia. El liberalismo no es la democracia, sino su opuesto. Pensemos en contextos como el de Chile y o Argentina, pero también el Estado español, donde el neoliberalismo fue realmente casi como puesto a prueba en ese momento de transición política de los años 70. En ese proceso de transición de la dictadura al neoliberalismo, hubo un momento en el que ese liberalismo pareció vestirse de algún modo con las convenciones de la democracia liberal. Lo que ocurrió en el proceso de transición de las dictaduras al libre mercado es que las grandes corporaciones neocoloniales establecieron alianzas estratégicas de control con el patriarcado colonial, para frenar la proliferación democratizante de las fuerzas disidentes. Es así como fueron restablecidas las oligarquías que ya estaban presentes en el periodo colonial, oligarquías de clase, de raza, de sexo y sexualidad y afianzadas por los nuevos poderes mercantiles. La “bolsonarisación” de América latina en el fondo tiene que ver, como en Europa, con la incapacidad de la izquierda para despatriarcalizar y descolonizar.
Despatriarcalizar también a la izquierda…
Tiene que ver también con el hecho de que la propia izquierda tenía un modelo de sujeto político que no dejaba de ser un modelo viril, heterosexual, en el fondo un modelo blanco también, en el fondo colonial, etc. Con lo cual, quizás esto que estamos viendo también sea la alternancia entre dos formas de patriarcado colonial y de manera subterránea también lo que vemos es la resistencia de un conjunto de colectivos, el zapatismo, los indigenismos varios, los millones de movimientos de resistencia en Brasil, en México, en Argentina… Estemos atentos porque a lo mejor la transformación viene también de ahí, de la transformación de la izquierda, del cuestionamiento del Estado-Nación, de la crítica del patriarcado. Me parece que decir simplemente “bolsonarisación” es no prestar atención de manera detallada a esa cartografía subalterna. Estemos atentos a esa pluralidad de fuerzas, a su forma de escapar al mapeo del poder, a su negación de demandas de reconocimiento e igualdad: es la multiplicidad de esos movimientos de resistencia la que puede salvarnos. Pueden ser movimientos indigenistas en la selva peruana, pueden ser movimiento trans no-blancos en Brasil… Quizás hay quien piense que el zapatismo ha fracasado en cierto sentido, pero ha ido también proliferando de otros modos y ha contaminado otras formas de hacer política y de pensar lo político en América latina. Yo lo veo en ese sentido de manera positiva y creo que precisamente habría que evitar los fantasmas de amplificación del neofascismo. No le demos más poder del que tiene. Pensemos más bien en la enorme potencia revolucionaria de los movimientos disidentes. Deseemos esa transformación con toda la imaginación colectiva de la que somos capaces y ya habremos empezado a ganar la batalla a Bolsonaro.
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