Azul mortal, publicada en Madrid por
Editorial Adarve en 2019, es el nombre de la última novela escrita en español
por la ya legendaria catedrática franco-martiniqueña de la Universidad de
Poitiers Maryse Renaud, a quien los uruguayos le debemos « A la búsqueda
de una identidad » (Edit. Proyección, Montevideo, 1991), el más profundo y
abarcador ensayo sobre Juan Carlos Onetti escrito hasta la fecha.
Los vericuetos de la narrativa de
Maryse Renaud pueden perfectamente compararse con la belleza salvaje de
las perlas barrocas que llegaban a Europa desde ultramar, porque
irradiaban -según la insuperable definición que realizara Felisberto Hernández
en 1925, en la única entrevista que le concedió a la prensa a propósito de lo
que consideraba la legítima técnica pianística- la irreductible pureza de un
nácar emergido desde las profundidades del espíritu de la ostra que se
defiende de la invasividad predadora del océano.
El verdadero arte tampoco accede a
entregarnos el relumbrón de su « cresta de iceberg » sin un
dolorosísimo proceso interior que no acepta recetas racionales (in-geniosas)
porque ese brillo artificial (ostentado hasta por algún Premio Nobel que se
dedica nada más que a obtener el « atractivo » de una figuración
egoica que terminará siendo puntualmente envainada por el olvido) no es vida.
Imita a la vida.
En este pasaje de Azul mortal que
seleccionamos se respira la irradiación insondable de una sombra fría y
enfermiza que de golpe es capaz de metamorfosearse y esfumarse con el fulgor
hipnótico de una voluta de humo.
Cesare Pavese comparaba a los mitos
condenados a perdurar con ciertos peligrosos y bellísimos animales que sólo
pueden contemplarse encerrados en una jaula.
Porque el contacto descuidado con
su lava azul puede resultar mortal.
12
En el centro de Tartane todos la
conocían. Y nadie la conocía.
Para unos procedía de una familia
de alcurnia y había huido del bullicio de la capital por amor a la naturaleza y
la vida sosegada a orillas del mar; para otros, no pasaba de ser un bicho raro,
que abría y cerraba su tienda en cualquier momento, sin ton ni son, una niña
mimada que no necesitaba trabajar y, por encima, acogía mal a los clientes.
Chapelle... El apellido, con su olor rancio a sacristía, intrigó primero al
vecindario, poco dado a la religión. A la larga la gente se fue cansando, y
desistió de comprender al ver que ella lo llevaba con aplomo, sin marido, ni
compañero sentimental, ni padre, ni madre que la acompañara. Jamás dio la más
mínima explicación y el pueblo se fue acostumbrando a verla pasear por la
soledad umbrosa del jardín. Y a hablar sola con el papayo, a ratos, en cuyo
tronco tierno grababa extrañas iniciales entrelazadas, suscitando la
incredulidad burlona de chiquillos y adultos.
Rol y Albert se habían alojado
deliberadamente en los alrededores del pueblecito de pescadores, impacientes
por recabar informaciones sobre aquella a quien no habían renunciado a visitar.
Resultó magra la cosecha, pero fieles a su palabra, dos días después de su
fallido intento de entablar conversación, se plantaron a las diez en punto de
la mañana delante de la tienda de artesanías.
La puerta se abrió esa vez y fueron
conducidos sin tropiezo, como si nada hubiera pasado anteriormente, por la
dueña del lugar, lentamente, en silencio, hasta una sala grande. Ahí venía
exhibido un batiburrillo de objetos exóticos de todos los confines del mundo.
La señorita de la Rivelière parecía
al acecho, vigilaba ansiosa sus tesoros, como temiendo algún robo o que se escaparan
insidiosamente de los estantes y las vitrinas. Sorprendidos por ese
comportamiento, Rol y Albert se esforzaron por mantenerse a una respetuosa
distancia de su colección de peines de carey y collares de coral de Polinesia,
de sus peces armados y conchas de Barbados, de sus cocos esculpidos de
Filipinas y sus lascivas estatuillas peruanas de barro cocido. Manifestaron un
muy mesurado interés, conscientes de que tenían que tratar con cautela a tan
imprevisible mujer. Habían acordado los dos, antes de pisar la tienda, evitar
un nuevo escándalo. Si no quería vender ella, pues ellos no iban a comprarle
nada, que siguiera con sus manías y sus baratijas, ¡y que rodara la bola! Pero
no por eso estaba dispuesto Albert a dejar de plantearle las preguntas que lo
venían consumiendo desde hacía tanto tiempo.
—En el despacho del prefecto,
señorita de la Rivelière, usted bien que se hallaba aquel 5 de...
No alcanzó a concluir la frase. Del
fondo de la sala surgió una mujer de cabellera castaña, avanzó hacia él a buen
paso, y, de modo cortés pero firme, lo invitó así como a Rol a tomar asiento. Los
dos amigos intercambiaron una rápida ojeada: experimentaban la turbadora
impresión de haberla visto ya, de que pertenecía a un pasado remoto y reciente
al mismo tiempo. La señorita de la Rivelière, por su parte, desapareció sin
decir palabra. Como una sombra fría.
—Buenos días, señor Constant,
encantada. Viviane me ha hablado de su estruendosa visita del otro día. No se
preocupe, usted no ha cambiado nada, que esta es una gran ventaja que tienen
ustedes los antillanos —usó un tono vagamente irónico que le supo muy mal a
Albert—. Ella ha terminado por reconocerlo, pero ¿qué va ganando usted ahora
con acorralar a mi ahijada, con venir a darle sustos inútiles en este pueblecito
de pescadores donde se ha refugiado precisamente para vivir en paz?
—Señora, no tengo el honor de
conocerla, pero...
—Está hablando, señor Constant, con
Clarysse Lambert, la hija de...
—Lambert... Ya sé, muchas gracias,
que su padre es de los prefectos cuya impronta, señora, permanecerá por muchos
años en la memoria del pueblo martiniqués. Mentiras, desinformación, bajeza...
—Mire, señor Constant, no se
acalore, por favor. Mi ahijada, la señorita de la Rivelière... ¿No comprende
que se está dirigiendo a una enferma?, que no está en condiciones de... Los
deslices del pasado ¿por qué habría que reprochárselos eternamente?, si ha
sentado la cabeza. ¿Usted nunca ha sido joven acaso?
—De deslices no se trata, señora,
bien lo sabe. No he venido hasta aquí a filosofar sobre pasiones y errores
ajenos.
De repente la reconoció. miró de
soslayo a Rol, que le respondió con un guiño afirmativo.
—¿Ya no se vengó suficientemente,
señor Constant? ¿A de la Rivelière no lo puso en ridículo para alegría de todos
los mulatos y negros de Martinica que lo querían matar en la Prefectura? Esto
fue lo que usted anduvo divulgando a los cuatro vientos, pero ¿quién le metió
estas fantasías en la cabeza?, ¿dónde consta esto?, si no hay pruebas —alzó las
manos e hizo como si se esfumara entre sus dedos una voluta de humo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario