por JULIO SOTELO
¿Por qué, en una época de altísimos
avances tecnológicos y científicos, somos tan infelices?
Las fuentes
modernas de satisfacción, comodidad, diversión y placer son incontables y han
transformado radicalmente la vida humana a niveles inimaginables hace poco
tiempo, digamos hace sólo 100 años. Un siglo en el ya largo devenir de la
sociedad humana organizada que se documenta en aproximadamente 40 mil años resulta
ser un brevísimo periodo. Claro que un siglo parece un tiempo infinito; sin
embargo, un siglo contiene sólo a tres o cuatro generaciones de individuos, de
manera que la tradición verbal de lo que ocurre en modos de vivir, tradiciones
y experiencias entre familias durante ese lapso todavía se puede evocar con
razonable precisión.
La vida cotidiana
del ser humano ha tenido su más grande y favorable transformación durante el
siglo XX y en los breves 10 años transcurridos del siglo XXI. Los cambios,
todos ellos dramáticos, se han multiplicado vertiginosamente. La cotidianeidad
de la humanidad entera se ha modificado con la incorporación de incontables
beneficios que la han facilitado y traído con ellos posibilidades casi
ilimitadas de momentos agradables. A principios del siglo XX la lista de
advenimientos tecnológicos que voy a enunciar era o incipiente (y sólo
obtenible por contados individuos) o francamente inexistente; ahora, un siglo
después, todos estos desarrollos están al alcance de la inmensa mayoría de
seres humanos en lugares con adecuado desarrollo urbano y social. Esta lista
incluye la aviación, el automovilismo, la luz eléctrica, los aparatos
electrodomésticos, la radio, la televisión, la cinematografía y con ella el
cine en casa, el gas doméstico, el agua potable, la telefonía, la cirugía, los
medicamentos eficaces, la internet, las telecomunicaciones, los discos
compactos.
En un simple
ejercicio mental recordemos un solo día de nuestro diario vivir que pasamos sin
gas combustible, o sin automóvil, o sin luz eléctrica, o sin televisión. Como
estas breves ausencias a todos nos han ocurrido, sólo recordemos que un día sin
luz eléctrica es tan enojoso e incómodo que no se nos ocurre siquiera pensar
cómo sería nuestra vida, toda ella, sin luz eléctrica; y sin embargo, toda la
humanidad, a excepción de las últimas generaciones, vivió con gran intensidad y
creatividad por más de 39 mil años sin ella. Preguntemos a una joven pareja qué
haría sin teléfono, sin plancha o sin lavadora, sin restaurantes, sin drenaje
en casa, sin medicamentos efectivos; o a un empresario si desaparece la
internet o los elevadores o se cancelaran todos los vuelos; o a un académico si
desaparecen los buscadores de información inmediata. La respuesta sería que
estas ausencias harían la vida miserable.
En cambio, pensemos
qué tanta alegría y emoción hubiera tenido Luis XVI de haber tenido luz
eléctrica en el palacio de Versalles, aunque fuera sólo una vez al mes; o que
Shakespeare o Goethe la hubieran poseído en sus noches de escritura; qué
hubiera dado la corte del zar Nicolás, tan afecto a la música y la diversión,
de poseer sólo 10 discos compactos con la música de Brahms o de Mozart o de
Schubert para oírla a su antojo. Qué hubiera experimentado cualquier trabajador
del siglo XIX de llegar a su casa un día cualquiera y tener 100 canales de
televisión simultáneos sólo para su entretenimiento. Nosotros, para considerar
que un día es enteramente regular, no excepcional, debemos tener a nuestra
disposición todos los elementos de vanguardia que apenas le dan marco a
nuestras costumbres; y sin embargo, parece ser que ninguna de ellas es por sí
misma una fuente constante de felicidad o por lo menos de muchos momentos
felices. En cambio, cuando falla cualquiera de los elementos tecnológicos de
los que dependemos, la vida se vuelve desdichada, la carencia parece difícil o
imposible de ser sobrellevada, y hace tan poco tiempo como un siglo el ser
humano no poseía prácticamente ninguna de estas y muchas otras maravillas y,
desde luego, habitualmente pensaba que su vida cotidiana era razonablemente
satisfactoria.
La vida de un
personaje de alta capacidad económica del siglo XIX era, con mucho, menos
cómoda que la vida actual de un personaje con modesta capacidad económica. En
la actualidad millones de nosotros, sin pertenecer a un grupo social de gran
privilegio, poseemos una lavadora, un televisor, una variedad enorme de alimentos
accesibles, podemos hacer un viaje aéreo en pocas horas a lugares distantes,
poseer un teléfono celular, prender la radio, la televisión y disfrutar decenas
de posibilidades de diversión y entretenimiento, ir al cine con múltiples
opciones temáticas, todo ello diseñado y adquirido en su origen para hacernos
la vida más cómoda y aparentemente más feliz.
La muy larga lista
de novedades tecnológicas adaptadas a la existencia regular del ser humano
sería causa de gran perplejidad a cualquier hombre de tiempos pretéritos. Es
indudable que lo que el ser humano moderno ha logrado crear como implementos
para hacer la vida más fácil, más larga y más feliz, ha rebasado toda capacidad
de predicción y ha transformado nuestra cotidianeidad tan profundamente que no
concebiríamos nuestras rutinas diarias y nuestro propio devenir en ausencia no
digamos de muchos sino de unos cuantos de los avances científicos y
tecnológicos.
Si hemos construido
una realidad llena de logros, comodidades y fuentes objetivas de bienestar y
placer, ¿cómo es posible que las cifras médicas que cuantifican los índices de
melancolía y depresión en el ser humano sean tan elevadas? ¿Por qué tantos
progresos que han hecho nuestro diario vivir más cómodo y satisfactorio no han
elevado nuestros índices de felicidad, o por lo menos compensado nuestro
hastío?
El panorama
epidemiológico señala que con pocas variaciones regionales entre el 20 y 25 por
ciento de los adultos en las sociedades modernas tienen datos claros de
depresión crónica o cíclica, y que los índices de su más onerosa manifestación,
el suicidio, son igualmente elevados. A pesar de la carencia de estudios
comparables realizados en tiempos pretéritos es la opinión de muchos expertos
en estudios recientes que la depresión es un fenómeno creciente en la sociedad
moderna.
En un análisis
simple pero pragmático pensaríamos que si ahora tenemos tantas fuentes de
diversión y entretenimiento, aunadas a los múltiples satisfactores que la
sociedad moderna pone a nuestra disposición, deberíamos estar más contentos o
al menos deberíamos usar con mayor habilidad estos advenimientos para combatir
la frustración, el hastío, el aburrimiento y la melancolía, tan identificados
con nuestra actualidad. Aun en el terreno mismo de la depresión, como en muchas
otras enfermedades, la ciencia médica ha producido fármacos sorprendentes que
permiten tratarla con buenos resultados. De cualquier forma, si uno de los
instintos más prevalentes en el ser humano es la búsqueda de la felicidad y
este instinto ha sido origen y razón de incontables avances tecnológicos que
ahora se encuentran a nuestra disposición y que hacen nuestra existencia más
amable, la pregunta natural es: ¿por qué estos avances no han sido una
auténtica fuente de felicidad, que se manifieste ostensiblemente en la
disminución de sus antagónicos, la depresión y el decaimiento?
Quizá sea que el
hombre moderno ha perdido la capacidad de asombrarse de sus propios logros, o
bien que aun asombrándose su perplejidad es efímera y, contrario a lo que pudiera
esperarse, incorpora rápidamente a su bagaje habitual la novedad tecnológica
sin apreciables incrementos optimistas y regresa con asombrosa rapidez a su
permanente búsqueda de novedades, para que una vez que éstas ocurran, vuelva
cíclicamente a su estado anímico inicial.
Aunado al panorama
novedoso que nos presentan los avances tecnológicos, que transforman
radicalmente a la sociedad, se presentan igualmente en proporción endémica
nuevas realidades que apuntan a serios desequilibrios en la deontología de la
sociedad humana, la más conspicua de estas realidades: aunada a la depresión e
íntimamente relacionada a ésta son las adicciones, otro fenómeno de nuestro
tiempo que provoca conjeturas contradictorias.
Una de las
preguntas más relevantes de la actualidad, al intentar definir por qué ahora
que hemos diseñado el mejor de los mundos posibles (al menos en comodidad y
diversión) en lugar de disfrutar nuestra nueva realidad estamos tristes y
buscamos afanosamente fuentes adicionales (artificiales y engañosas) de
felicidad y alegría a través de substancias neurotrópicas. En este campo se
encuentran numerosos compuestos, que si bien su presencia en la sociedad no es
nueva, su consumo masivo y creciente sí lo es, como es el caso del tabaco, el
alcohol, los fármacos psicotrópicos y las múltiples substancias de uso no legal
que pueden generar adicción.
Para mayor
complejidad de nuestra realidad actual, habrá que considerar también como una
novedad social la aparición en grandes proporciones de conductas compulsivas
que parecen tener, igualmente, su origen en la depresión o por lo menos en el
descontento y su consecuencia natural, en la búsqueda instintiva compensatoria
de recompensas agradables. Entre estas compulsiones se encuentran la ingesta
exagerada de comida y la nueva adicción a la internet, que son también, en
buena parte, una manifestación indicativa de que la basal de la vida humana,
aunque cada vez más cómoda, no necesariamente cumple con el ideal de ser más
plena. O bien, como otra posible explicación, habrá que estudiar si nuestro
instinto ancestral de búsqueda de la felicidad, que ha sido el impulsor de lo
mejor de la cultura, las artes, las ciencias e incluso del amor, tiene matices
o transformaciones en nuestro cerebro, en donde el placer y sus ingredientes
deben ser dosificados, medidos, compensados; en donde el hastío, el
aburrimiento, la melancolía, quizá ocupen un lugar fundamental, que debamos no
solamente aceptarlos como inevitables sino incluso celebrar su presencia
ocasional como un componente esencial sobre el que se construya la felicidad,
en una especie de alquimia o receta culinaria en la que para obtener como
producto terminal una vida plena, ésta deba llevar, necesariamente, una buena
cantidad de momentos felices y otra buena cantidad de momentos insignificantes.
Estas perplejidades
son una muestra clara de la complejidad de la mente humana y son materia
fascinante de estudio para los investigadores de la conducta; también debe ser
motivo de reflexión en nuestra búsqueda incesante de un mundo mejor, al que las
evidencias indican estamos aún muy lejos de llegar.
Julio Sotelo
Ex presidente de la
Academia Nacional de Medicina y Premio Nacional de Ciencias y Artes.
(nexos / 1-6-2010)
(nexos / 1-6-2010)
No hay comentarios:
Publicar un comentario