George Orwell no era todavía George Orwell y ya se sabía escritor. Tendría cinco años, era un niño solitario y tenía claro que quería dedicarse a escribir libros. Se inventaba historias, conversaba con personajes imaginarios. Durante algunos años trató de negar el impulso pero no podía negar que en la escritura estaba su naturaleza. Dejar de escribir era un atentado contra sí mismo.
No era popular en
el colegio. Casi no conocía a su padre y vivía en una prisión a la que llamaban
escuela. Su crónica de aquellos días es un cuento de horror al que puso, con
impecable tino irónico, el título de “Qué alegrías aquellas”. La reclusión del
niño parece anticipo del totalitarismo que describiría en su novela clásica:
crueldad, humillación, aislamientos prolongados, castigos terribles. Eric Blair
se hacía pipí en la cama. El pecado merecía el azote de los mayores. Por las
noches, antes de dormir, el niño de ocho años imploraba a Dios que le ayudara a
no mojar la cama. A veces amanecía seco, pero a veces, al despertar, descubría
las sábanas empapadas. Los tutores lo tundían a palos y lo exhibían
públicamente: este muchachito, decía la directora a los visitantes, se orina
todas las noches en la cama. Alguna vez los azotes partieron en dos la fusta
con la que lo disciplinaban. Entre el dolor y la vergüenza el recluso pensaba
que hacerse pipí en la cama estaba mal pero él no podía hacer nada. Cometo
pecados sin desearlo; cometo pecados que más que cometer, me suceden. Esa fue
la gran lección de la infancia de George Orwell: vivimos en un mundo en el que
es imposible ser bueno.
De esta indignación
solitaria brota el impulso literario de Orwell. Se alimentaba de una
experiencia, también temprana: el deleitarse con las palabras. Desde
adolescente descubrió el placer de saborearlas. Sabía gozar de su sonido, de su
compás, de sus efectos. Sentía algo que llamaba “alegría de las meras
palabras”. Cuando, a los dieciséis años, leyó El paraíso perdido de
Milton, encontró un placer que habría de dar sentido a su vida. Esta alegría
estética lo pondría siempre en guardia contra la pereza de la expresión. La
mala prosa era un tanque de expresiones muertas. Metáforas basura que no
ofrecen ya ninguna imagen viva al lector. Estaba convencido de que el desaliño
de nuestras palabras nos empujaba a la estupidez y de ahí… a la servidumbre.
Empeñarse en el cuidado del lenguaje no era para él frivolidad de decorador. La
estética es ética.
También política.
En el lenguaje público veía una subasta de pescado podrido. Nos llenamos la
boca con expresiones muertas. Las metáforas que empleamos son fórmulas inertes
que no despiertan la imaginación. Usamos solamente la cáscara de las palabras,
hacemos matraca de las frases, fingimos elegancia con verbos que sólo revelan
pedantería. La lengua basura nos convierte en muñecos al servicio de los
farsantes. El totalitarismo terminará arrebatándole sentido a las palabras. Por
eso pensar con claridad era para Orwell el primer requisito de la salud
pública. Había que pulir la palabra como el cristal de una ventana.
La ética de la
expresión para Orwell era también valentía. Sabía encarar lo desagradable. No
cerraba los ojos. El niño que sufría palizas en confinamiento se convirtió en
el intelectual dispuesto a quedarse solo. No escribía para congraciarse con nadie.
No escribía para ser querido. En Birmania, al escuchar los gritos de una turba
que le exigía dar muerte a un elefante suelto, se percató de que uno de los
sobornos más temibles proviene del aplauso. Su ensayo “Matar a un elefante” es
una confesión. La anécdota que cuenta no es solamente una denuncia del
imperialismo. Es también un testimonio de una flaqueza moral. Un elefante había
escapado de su jaula. Los pobladores exigían que el policía actuara con
determinación. Orwell hizo lo que se le pedía. Mató al animal. Sabía que era
absurdo matar al elefante, pero la presión lo dobló. Jaló el gatillo y provocó
la muerte de un animal que era tan inofensivo como una vaca. Se dejó corromper
por la expectativa de los otros. La muchedumbre quería muerte y el policía se
las obsequió. A partir de entonces permanecería en guardia contra el soborno
del halago. Cuánta indignidad puede provocar el deseo de aprobación.
Cuando en un
prólogo de Rebelión en la granja escribió
que la libertad era el derecho de decir lo que la gente no quería escuchar,
hablaba en realidad de la honestidad intelectual: el deber de decir lo que no
conviene decir. Por eso recordaba el viejo himno evangelista:
Atrévete a ser un
Daniel,
atrévete a estar
solo,
atrévete a ser
firme en tu propósito,
y atrévete a
decirlo.
El solitario placer
de la valentía.
(*) Jesús Silva-Herzog Márquez
Profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Entre sus
libros: La idiotez de lo perfecto y Andar y ver.
(nexos / 1-11-2017)
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